Un incendio a bordo

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Un incendio a bordo

 La editorial Flâneur acaba de sacar a la calle una versión en catalán (“Avís d’incendi”) del trabajo del sociólogo franco-brasileño Michael Löwy, anteriormente publicado en castellano. Se trata de una cuidada traducción, ricamente anotada, que nos permite adentrarnos en el pensamiento del filósofo marxista Walter Benjamin y, concretamente, en sus “Tesis sobre el concepto de historia”, un texto difícil y controvertido, escrito en 1940, poco antes de que, perseguido por la Gestapo, se suicidase en la localidad fronteriza de Portbou. Es este un buen momento para reencontrarse con Benjamin. La pandemia que sacude al mundo constituye el preludio de un período cargado de amenazas e incertidumbres: sobre la marcha de la economía, sobre el devenir de nuestras sociedades y de las democracias políticas, acerca de los equilibrios geoestratégicos o de la capacidad de nuestra civilización para evitar una catástrofe medioambiental de dimensiones planetarias. Queda muy atrás el optimismo de los años de la “gobalización feliz”, en que el capitalismo neoliberal, proclamándose vencedor sobre las utopías revolucionarias del siglo XX, decretaba el fin irremisible de la historia. El estrépito de las torres gemelas derrumbándose en el corazón de Manhattan agrietó aquella ensoñación. La quiebra de Lehman Brothers la hizo volar definitivamente en añicos. Con las heridas abiertas de las profundas desigualdades sociales que desgarran a las naciones, la pandemia nos aboca ahora hacia lo desconocido… mientras nos invade el sentimiento de que se avecinan tiempos de ira.

           Decididamente, es un buen momento para redescubrir a Walter Benjamin, un pensador revolucionario cuyo propósito declarado era “organizar el pesimismo”. Pero, no como fuente de parálisis o desesperación, sino como incentivo para la acción transformadora frente a quienes llaman a confiar en el progreso, aquellos que afirman que el avance imparable de la ciencia y la tecnología acabará por imponer la racionalidad al mundo y aportar las soluciones que requiere la humanidad. Los hechos más recientes, las crisis y conflictos de nuestros días, militan poderosamente contra semejante ilusión. Sin embargo, en ausencia de una utopía vigorosa y enraizada entre las clases oprimidas, esa idea vuelve una y otra vez, atenazando muy en particular a las izquierdas. Mucho más de lo que ellas mismas son conscientes o están dispuestas a reconocer.

           Daniel Bensaïd se refería a Benjamin como “el centinela mesiánico”. Y es que Benjamin, de manera original e intempestiva, introduce una potente carga teológica en el materialismo histórico. No sólo a través de evocadoras alegorías inspiradas en la tradición hebrea, sino mediante toda una concepción de la emancipación, de la memoria histórica y del tiempo propia del judaísmo. Benjamin pretendía sacudir el conformismo progresista, el positivismo y la convicción que se habían adueñado del movimiento obrero, llevándole a creer que el triunfo del socialismo resultaba históricamente ineluctable – ya fuese por la acumulación de reformas y conquistas, en el caso de la socialdemocracia, o por una insurrección victoriosa del proletariado, objetivamente inscrita en el propio desarrollo del capitalismo, en el caso del comunismo.

           Los éxitos alcanzados por la socialdemocracia en las últimas décadas del siglo XIX y los albores del XX tuvieron como reverso de la medalla el desarrollo de un marxismo alejado de toda pulsión revolucionaria: parecía razonable pensar que “la vieja y probada táctica” permitiría seguir avanzando.  Y que la contradicción entre las fuerzas productivas impetuosamente desarrolladas por el capitalismo y su organización social llevaría a un colapso sistémico… que se resolvería a favor de la clase trabajadora. La civilización humana seguiría así un curso lineal y lógico: del mismo modo que el capitalismo surgió de las entrañas del feudalismo, el socialismo nacería del régimen de la propiedad privada como su superación dialéctica y como la conclusión ineluctable del progreso histórico. Benjamin se rebela contra ese determinismo y contra esa concepción del progreso, a sus ojos determinantes en el desarme cultural de las izquierdas que propició la derrota sin combate de la clase obrera alemana ante Hitler. Para Benjamin, por el contrario, la historia humana es una larga sucesión de derrotas de los oprimidos, aplastados por “los carros victoriosos” de las clases dominantes. No estaría lejos, en ese sentido, de otros autores, como Silvia Federicci, que describe el advenimiento del capitalismo como el triunfo de la contrarrevolución sobre las aspiraciones de las masas plebeyas.

           “Hay un cuadro de Klee – escribe Benjamin en sus Tesis – que se titula ‘Angelus Novus’. Representa a un ángel que parece estar alejándose de una cosa sobre la que fija su mirada. Tiene los ojos desorbitados, la boca abierta, las alas desplegadas. Ése es el aspecto que forzosamente debe tener el Ángel de la Historia. Su cara está vuelta hacia el pasado. Allí donde a nosotros se nos antoja una cadena de acontecimientos, él no ve sino una sola y única catástrofe que no deja de amontonar ruinas sobre ruinas, lanzándolas a sus pies. Quisiera retrasar su vuelo, despertar a los muertos y recomponer cuanto ha sido destrozado. Pero desde el paraíso sopla una tempestad que ha quedado atrapada en sus alas, con tal fuerza que no puede replegarlas. Esa tempestad le empuja irresistiblemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras ante su atónita mirada las ruinas se acumulan hasta alcanzar el cielo. Esa tempestad es lo que llamamos progreso”.

           Sólo el levantamiento de los oprimidos, desde Espartaco a las revoluciones modernas, pasando por las guerras campesinas, interrumpe por momentos ese trágico devenir histórico. No hay que olvidar en ningún momento la lucha de clases. Cada monumento civilizatorio es a su vez un monumento a la barbarie. Cada conquista cultural se levanta sobre el trabajo y el sacrificio de una multitud de olvidados. La revolución socialista es un deber de redención hacia los vencidos de todos los precedentes combates por la emancipación. El materialismo según Benjamin necesita recuperar de la tradición judía el deber de memoria: el pasado revive en los nuevos combates, los inflama y los proyecta hacia adelante. El tiempo es dialéctico. La misma tradición hebrea que, a cada paso, a través de cada celebración, inscribe el pasado en la vivencia de la actual generación, prohíbe tratar de adivinar el futuro. Y es que el futuro está siempre en disputa. No está escrito de antemano, ni se desprende automáticamente de las condiciones del desarrollo histórico, por mucho que éstas establezcan un marco general de posibles alternativas. Depende de múltiples variables, en primer lugar de la lucha social y política. Trotsky decía que el pronóstico marxista siempre es alternativo: “o bien… o bien”Benjamin, con su peculiar enfoque, nos diría que “el Mesías – el levantamiento del proletariado – puede entrar en cualquier momento por la puerta estrecha de Jerusalén”, que la hipótesis revolucionaria habita todos los instantes. Y que puede encontrar inopinadamente su oportunidad, abrirse paso a través de una grieta en el orden establecido.

           El pesimismo de Benjamin es, pues, todo lo contrario del fatalismo. Es una revuelta contra el determinismo y contra ese culto al progreso que desarma a los oprimidos. El desarrollo de las fuerzas productivas, los avances prodigiosos de la ciencia y la tecnología, no garantizan por si mismos la salvación de la humanidad. Bajo el régimen capitalista, todo ese potencial puede convertirse en una colosal fuerza destructiva. La historia del siglo XX, bajo el sello indeleble de Auschwitz e Hiroshima, así lo demuestra. Una fuerza destructiva también de la naturaleza, que la concepción “progresista” de la historia, recuerda de modo pertinente y premonitorio Benjamin, es vista como algo inerte, maleable a voluntad y disponible para una explotación sin límites.

           Benjamin reprocha a la izquierda de su tiempo no haber comprendido el significado del nazismo. Una interrupción pasajera de la marcha de la civilización, una anomalía, a ojos de la socialdemocracia. Un contrasentido insostenible en Alemania, la nación más culta e industrializada de Europa – “después de HitlerThälmann” -, para el KPD. No, el nazismo no significaba en modo alguno un retorno al pasado. Era, por el contrario, un genuino producto de la modernidad: la realización de la barbarie a través de los métodos de organización y producción industrial más avanzados; el modo extremo en que el capitalismo más desarrollado resolvía las violentas contradicciones acumuladas en sus entrañas.

           El discurso de Benjamin era, efectivamente, un “aviso de incendio”, un llamamiento a la recuperación de la utopía que animaba a los primeros socialistas, aquellos que en junio de 1830 disparaban al unísono contra los relojes de París como queriendo detener el tiempo de los poderosos e iniciar una nueva era; aquellos que, como el siglo XIX entero, vibraban con la voz de bronce del libertario Auguste Blanqui – el líder carismático y experimentado que, decía Marx, hubiese necesitado la Comuna de París. Insuflar espíritu revolucionario en un materialismo histórico rutinario y enmohecido, incapaz de iluminar el camino de la emancipación, he aquí el deseo de Benjamin. La catástrofe había empezado cuando redactó sus Tesis: la derrota de la República española y el pacto germano-soviético habían dado paso ya a la guerra. Su “Angelus Novus” aún había de contemplar horrores inauditos. Sin embargo, a pesar de la lejanía en el tiempo y los acontecimientos acaecidos desde 1940, las advertencias del filósofo resuenan hoy con inusitada actualidad.

           En su época, el fascismo y la guerra surgieron como la expresión bárbara del “progreso” frente a los intentos fallidos de la clase trabajadora de interrumpir su marcha arrolladora. Hoy, la posmodernidad, que prometió cerrar para siempre “las puertas de Jerusalén”, amenaza a la humanidad con nuevas catástrofes. La crisis del orden global desata nuevas tensiones entre las grandes potencias. Las democracias liberales se ven sacudidas por el ascenso de movimientos nacionalistas y populistas, alimentados por la desazón de las clases medias. El cambio climático es ya una realidad en marcha. Llegan tiempos de disyuntivas. El pronóstico de su desenlace es, una vez más, alternativo. La izquierda tiene la obligación de ser pragmática y realista: se anuncia un vasto combate para preservar derechos sociales y libertades duramente conquistados, para defender la democracia y su desarrollo cooperativo y federal a todos los niveles: en España, en Europa y más allá. Pero la propia eficacia de tal esfuerzo dependerá de la capacidad de esa izquierda para contemplar la historia desde el punto de vista de los vencidos. Su hora vendrá. Entretanto, el “centinela mesiánico” advierte a nuestra generación que se ha declarado un incendio a bordo y urge organizar el pesimismo.

           Lluís Rabell

           15/08/2020

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