“La Constitución democrática es por lo tanto fruto de la voluntad popular; nunca del poder constituido. Y requiere de un proceso constituyente democrático: un hecho político cuyo propósito es construir colectivamente nuestro destino.”
“La reforma constitucional por parte del poder constituido (Congreso, Senado) sería un terrible error: estarían sustituyendo una voluntad regeneradora del pueblo por la reproductiva de las élites”.
Rubén Martínez Dalmau,Profesor de Derecho Constitucional. (artículo publicado por revista “Sostenible y Creativa”
Por qué es necesario avanzar hacia una nuevo proceso constituyente y una Constitución democrática
El constitucionalismo democrático y sus avances
Al contrario de lo que pudiera parecer en nuestros tiempos, la construcción de las sociedades democráticas no ha sido fácil ni, desde luego, lineal. La democracia es fruto de una lucha histórica y constante de ideas que, cuando han pasado a la acción, han dado a la humanidad los más relevantes avances en el bienestar de las personas.
Sin pretender entrar en las inabarcables discusiones teóricas sobre qué es la democracia, cabe resaltar el papel del constitucionalismo democrático que nació en la costa este norteamericana y en Francia a finales del siglo XVIII. Hasta entonces, el poder político había atravesado un verdadero calvario para encontrar el origen de su razón de ser, eso que en teoría política se conoce como legitimidad. Como ha demostrado la historia, cualquier organización política ilegítima, en especial la basada exclusivamente en la fuerza y la represión, es derrotada por las sociedades a la menor oportunidad para hacerlo. Cuando la legitimidad falla y se dan las condiciones, todo lo construido sin ella colapsa.
De ahí la imperiosa necesidad en las sociedades contemporáneas de encontrar el origen legítimo de su poder, y el progreso que supuso su origen democrático. El constitucionalismo democrático fue claro: lo construido (lo constituido) en toda sociedad democrática depende de la voluntad del pueblo (el constituyente).
El gran avance de los norteamericanos y los franceses, fundamento por otra parte de las Cortes de Cádiz, fue la diferenciación entre gobernantes y gobernados. “Todo poder reside en el pueblo, y, en consecuencia, deriva de él; los magistrados son sus administradores y sirvientes, en todo momento responsables ante el pueblo”, concluyeron los liberales de Virginia en el artículo segundo de su Declaración, en 1776; “Un pueblo tiene siempre el derecho a revisar, reformar y cambiar su Constitución. Una generación no puede imponer sus leyes a las generaciones futuras”, afirmaba rotundamente la Constitución francesa de 1793 en su artículo 28 y, algo más allá, no daba lugar a paliativos: “Cuando el gobierno viola los derechos del pueblo, la insurrección es, para el pueblo y para cada una de sus porciones, el más sagrado de los derechos y el más indispensable de los deberes” (art.35). A partir de esa solución global, que colocó el primer punto y final del Antiguo Régimen, apareció lo que hoy en día conocemos como contemporaneidad.
En momentos de crisis generalizada como el que vivimos es ingenuo pensar que las mismas élites de siempre servirán como solución. Cuando todo está por recomponer, es con la legitimidad popular como deben colocarse los fundamentos de una nueva sociedad: decidir acerca de sus principios, sus derechos, sus instituciones…
Un proceso constituyente democrático es la única solución verdadera con que contamos, y serviría para mirarnos a las caras como pueblo y ponernos de acuerdo en qué somos, qué hemos sido y qué queremos ser: plurinacionalidad, derechos sociales, participación, control de los responsables públicos, libertades…
Todo está abierto a la discusión si la democracia es real. Tendremos que preguntarnos si queremos avanzar hacia un Estado federal o una nueva identificación de voluntades, sobre cómo llamarnos, monarquía o república… No se trata de reabrir el debate derecha/izquierda, sino de encontrar un denominador común en la ideología democrática: devolver democráticamente el poder al pueblo y sentar las bases de lo que queremos ser, quiénes queremos ser, y cómo vamos a serlo. Si no somos capaces de avanzar hacia un proceso constituyente, no cabrá ninguna duda de que nos mereceremos lo que vemos todos los días en la prensa y a nuestro alrededor.
¿Quién puede reformar una Constitución democrática?
Durante los últimos meses han salido voces de determinadas opciones políticas para una “reforma” de la Constitución por parte de las instituciones y los partidos políticos. Una opción muy peligrosa, que se utilizó en España para las modificaciones en los artículos 13 (entrada en Maastricht) y 135 (pago de la deuda) de la Constitución de 1978.
¿Quién puede reformar una Constitución democrática? Si se lo preguntáramos a los revolucionarios liberales que a finales del siglo XVIII utilizaron el concepto de Constitución democrática para poner punto y final al absolutismo monárquico y sentar las bases del fin del Antiguo Régimen, no habría duda: la Constitución puede ser reformada democráticamente sólo por el pueblo. Pero en nuestros días, a la vista está, la cosa no parece estar tan clara.
En efecto, el constitucionalismo democrático surge históricamente en el revolucionario intento de hacer posible lo que parecía imposible: limitar el poder público, organizándolo, y legitimarlo democráticamente. Límite al poder (constitucionalismo) y democracia habían sido, hasta el momento, dos conceptos antitéticos fundamentados en que, por un lado, el papel legitimador de la democracia no admite en su sustancia límites; estos límites, en caso de existir, serían impuestos por terceros, por lo cual se negaría la mayor (la decisión democrática).
Pero, por otro lado, paralelamente a la consolidación del Estado moderno había aparecido una corriente de pensamiento, que sería denominada constitucionalista, que planteaba la necesidad de establecer límites al poder político para garantizar los derechos de los ciudadanos. ¿Cómo resolver esta supuesta contradicción entre poder absoluto -democrático- y poder limitado -constitucional-?
Los revolucionarios liberales, reconociendo por un lado la necesidad de usar el argumento democrático como mecanismo de cambio de la legitimidad precedente y, al mismo tiempo, entendiendo la importancia de un poder habitualmente limitado, crearon el paradigma de legitimidad del poder limitado del gobierno fundamentada en el poder absoluto del pueblo.
Al poder sin límites y en su naturaleza puramente democrático lo llamaron poder constituyente, y se estableció que sólo correspondía a ese sujeto colectivo integrado denominado pueblo; al poder limitado e indirectamente democrático -por cuanto está legitimado por el anterior-le pusieron el nombre de poder constituido, un poder plenamente a expensas del poder constituyente, que lo legitima.
A la norma legitimada por el poder constituyente y organizadora (y, por lo tanto, limitadora) del poder constituido se le llamó Constitución. El constitucionalismo democrático no implica otra cosa que la existencia de un poder constituido y, por lo tanto, una Constitución, fruto del poder constituyente; esto es, un gobierno legitimado democráticamente por el pueblo soberano.
Resulta que la Constitución de 1978 ya no es sólo el fruto del poder constituyente; es ya, sobre todo, la voluntad del poder constituido. Parece que el pueblo tiene poco o nada que decir respecto la norma que legitima todo el poder político organizado; lean si no el Título X de la Constitución española y entiendan lo que no puede entenderse de ninguna otra manera: que el pueblo, que debía ser la fuente de legitimidad de la Constitución, no puede iniciar un procedimiento de reforma, ni decidir sobre la mayor parte de las modificaciones; de hecho, ni siquiera -argüirán los legalistas- puede cambiarla si no es con la previa aprobación de amplias mayorías en el parlamento. La Constitución ya no es revolucionaria; ahora es simplemente una norma superior que representa la voluntad de las mayorías parlamentarias.
No crean que es una cualidad exclusiva de la Constitución de 1978; la mayor parte de las constituciones europeas mantienen ese concepto, aparecido durante el liberalismo conservador decimonónico, de poder de reforma o poder constituyente constituido -toda una contradicción en los términos-.
Este supuesto poder se basa en una hipotética delegación al parlamento, por parte del pueblo soberano, de su capacidad para reformar la Constitución; un imposible teórico que, por desgracia, ha sido común en la práctica. De esa forma, son las mayorías parlamentarias, sin participación directa del pueblo, las que toman decisiones sobre la norma que debía ser fruto de la soberanía popular. Fin del constitucionalismo democrático, victoria de la democracia limitada. De hecho, a las reformas constitucionales les gusta las vacaciones y el mes de agosto; vean si no cuándo se produjo la anterior y, hasta el momento, única modificación de la Constitución española, en 1992.
La Constitución democrática es por lo tanto fruto de la voluntad popular; nunca del poder constituido. Y requiere de un proceso constituyente democrático: un hecho político cuyo propósito es construir colectivamente nuestro destino. El proceso constituyente sirve para decidir conjuntamente quiénes queremos ser y cómo gobernarnos, y en estos momentos es la única gran solución a los grandes problemas por los que atraviesa el país.
En puridad, se trata de deshacerse de todo lo constituido -categoría donde se encuentran esos tertium genus entre lo público y lo privado que son los partidos políticos- para avanzar como sociedad. Una refundación cuyo resultado será exclusivamente la voluntad colectiva. La reforma constitucional por parte del poder constituido (Congreso, Senado) sería un terrible error: estarían sustituyendo una voluntad regeneradora del pueblo por la reproductiva de las élites.
Son dos voluntades diferentes, como se hubiera demostrado con la reforma del art. 135 de la Constitución de agosto de 2011 que, como es sabido, nunca fue votada por referéndum, a pesar de que el mecanismo de ratificación está previsto en la propia Constitución, por el miedo a que la decisión popular fuera diferente a la constituida. En este caso de reforma de la Constitución, tramitada ante las Cortes en un tiempo récord por el bipartidismo -a la cabeza del Gobierno, Rodríguez Zapatero; en la oposición, Rajoy- y en pleno mes de agosto, los intereses de los mercados y de los financistas primaron ante el interés general, y se impidió que la ciudadanía tomase su propia decisión democráticamente.
Conveniencia, posibilidad y procedimiento
Ahora bien; un análisis realista sobre la activación de un proceso constituyente en debe responder principalmente tres cuestiones: su conveniencia, su posibilidad y su procedimiento.
¿Podemos solucionar los grandes problemas con la actual Constitución? Algunas opiniones denigran el pacto fundador de la Constitución de 1978, poniendo el énfasis en su procedencia de la legalidad franquista y en el hecho de que no se decidió en particular sobre grandes cuestiones comunes, como la forma de Estado, que sí hicieron, por ejemplo, los italianos después de la II Guerra Mundial. Otros, por el contrario, nos recuerdan que estas más de tres décadas constitucionales han servido para el avance hacia la conformación de nuestro modelo de Estado social y democrático.
Quizás haya parte de razón en las dos posturas, pero es patente que la capacidad transformadora de la Constitución de 1978 se agotó. De nada sirve entrar ahora en disquisiciones bizantinas si lo que importa es decidir colectivamente sobre nuestro futuro: la forma de Estado, la participación de las colectividades, la composición territorial, los derechos, la organización económica…Tres de cada cuatro españoles actuales no pudo votar su adopción, y la forma como se redactó, a través de padres -sólo tres de los siete permanecen vivos- que respondían a partidos políticos, era probablemente lo posible en aquel momento pero inadecuado en la actualidad.
Por otro lado, las debilidades de la propia Constitución, entre ellas la falta de un modelo definido de organización territorial y de mecanismos generosos de participación democrática, así como la ambigüedad sobre los derechos y sus garantías y la degradación de los derechos sociales, han hecho mella después de tres décadas de erosión. Además, la voluntad del poder constituyente se ha sustituido en las dos reformas que ha sufrido el texto constitucional. Hoy en día, la Constitución es más la voluntad de los gobernantes que la de los gobernados. Por lo tanto, no sólo es conveniente un nuevo proceso constituyente, sino necesario.
¿Es posible refundar el Estado a través de un proceso constituyente democrático?. Recordemos que el poder constituido se esfuerza en conservar(se) y que todo poder constituyente es originalmente un poder destituyente. De ahí las dificultades de convencer a los decisores políticos, fundamentalmente los partidos, de la necesidad de regeneración, porque ven mermar, con razón, su lugar.
El ambiente internacional, como demostró el fiasco de la Constitución Europea, tampoco suele ser proclive a los cambios democráticos. Y no cabe descartar la actuación de facciones ideologizadas de las fuerzas armadas, o la reactivación de elementos sociales radicales, que podrían aprovechar el mar revuelto para intentar obtener ganancias diversas.
Pero todo ello son razones de más para insistir en la importancia de legitimar ampliamente el proceso constituyente. Sólo de esa forma podría plantearse realistamente su activación, y se mostrará a la comunidad internacional la determinación de asumir una trayectoria democrática para la solución a la crisis generalizada.
Cabe recordar que los procesos constituyentes han sido transformadores en países con graves problemas estructurales, como muchos latinoamericanos, algunos magrebís, o Islandia en Europa. Por otro lado, hay que tener en cuenta que la soberanía del pueblo es un hecho o no lo es. Si, finalmente, la voluntad constituida se superpone a la democrática, todos se habrán quitado la máscara y los elementos antidemocráticos habrán mostrado su verdadero rostro. La alternativa a la democracia sólo puede ser la tiranía.
¿Cuál es el procedimiento? A través de la historia, la activación del poder constituyente ha asumido las más variadas maneras. En nuestro caso el desbordamiento democrático puede darse a través de las elecciones ordinarias: votar a partidos que asuman el inicio de un proceso constituyente desde las instituciones, bien directamente convocando a un referéndum constituyente (solución colombiana de 1990) o bien reformando el Título X de la Constitución para incorporar el referéndum. Depende de la fuerza política de estos partidos en las Cortes. La propuesta debería ir acompañada de un proceso de construcción colectiva desde abajo, que no soslaye ninguno de los debates que, como sociedad madura, deberíamos ser capaces de decidir responsable y pacíficamente.
Toda Constitución es, finalmente, una Constitución de transición. La Constitución de 1978 lo fue, y la que vendrá también lo será. Es imperiosa la necesidad de regenerarnos permanentemente como sociedad. Si no lo hacemos por la vía democrática, quizás cuando nos demos cuenta de cuál es la alternativa sea demasiado tarde para reaccionar.
Rubén Martínez Dalmau Profesor de Derecho Constitucional. Universitat de València. Coautor de “Por una Asamblea Constituyente. Una solución democrática a la crisis” (Sequitur, 2012).