«Una opción política que defienda los derechos sociales sólo tiene sentido si la próxima ley general de sanidad nace en la marea blanca, la de educación en la marea verde y la de vivienda, en las asambleas de la PAH. Las palabras solas no valen: la única medida de la democracia es su capacidad de generar realidad»
“Y aquel príncipe que se ha apoyado sólo sobre sus palabras, encontrándose desnudo de otras preparaciones, fracasa”.
Niccoló Macchiavelli, Il Principe
1. Hay dos ejes fundamentales que sirven hoy de orientación a la política antagonista: el eje arriba/abajo (que reordena la cuestión del sujeto y apunta a los lugares de la emancipación) y el eje vertical/horizontal (que reordena el “cómo” de la política y apunta a la manera de habitar esos lugares). Estos dos ejes fueron la espina dorsal del 15M, cuyo famoso programa de “mínimos” podría resumirse a posteriori en una doble exigencia: desmontar la escena de la representación política moderna (“no nos representan”) y dar lugar a un proceso radical de democratización política, económica y social (“lo llaman democracia y no lo es”).
¿Pero cómo recorrer el camino entre esos dos polos? ¿Cómo generar formas de institucionalidad que sean tan diferentes del orden existente como capaces de hacerle frente y ocupar su lugar? ¿Qué política requiere esa transición de la representación a la democracia?
2. La lógica de la representación queda ilustrada en la imagen del Leviatán: un cuerpo común sublime y poderoso, formado por una multitud de individuos que encuentran en la figura del representante la coherencia y viabilidad de las que carecen. Esa lógica postula (impone, asume) que todos los ciudadanos están de algún modo presentes en la persona del poder, y a continuación postula (impone, asume) cualquier acto del poder como expresión de la libre voluntad de todos los ciudadanos.
Ese doble movimiento, por el que se hace ficcionalmente presente en el poder lo que parecía estar lejos de él, asegura el reparto de posiciones, capacidades y órdenes de actuación en la vida común y los asuntos políticos. La representación gobierna así las variantes que ella misma ha producido: sujeto y objeto (de poder), actividad y pasividad, autoridad y obediencia, legitimidad y sumisión. La ficción representativa es lo que permite cada vez que la relación entre esos términos se haga asimétrica e intransitiva.
3. La larga odisea del liberalismo intentó mitigar ese problema por medio de las elecciones y la división de poderes, de modo que los ciudadanos pudieran elegir a sus “servidores públicos”, hacerlos responsables de sus decisiones, y se estableciera así una comunicación en doble sentido entre representantes y representados que debería constituir lo esencial de la vida política.
Sin embargo, se trata de un juego de balanzas en el que los pesos están trucados de partida. En las constituciones liberales, las elecciones y los mecanismos de control del poder político sirven para presionar o reemplazar a los personajes de la ficción representativa, pero rara vez logran comprometer su trama: la representación delimita los márgenes de la política como un mundo propio y separado, una esfera estanca y distinta de las otras fuentes de poder (económico, financiero, productivo, cultural, religioso, moral) que segmentan la superficie de lo social.
Cuando se denuncia que hoy en día vivimos gobernados por instancias que nadie ha elegido y que no responden a ningún mecanismo de control democrático, se está apuntando a aquello que la representación deja fuera de sí, a sus efectos de mediación y alejamiento de la política de muchos ámbitos decisivos para la reproducción del poder y de la vida social. Por eso el poder le tiene pavor a la política que sucede fuera de las instituciones: la representación es el mecanismo clave para la acotación de la democracia y la despolitización de la economía que define las sociedades burguesas.
4. Así se explica que muchos movimientos revolucionarios hayan hecho uso en algún momento del mandato imperativo (la comuna de París: delegados revocables en todo momento, trabajando por el salario de un obrero) en su afán de extender, profundizar y ampliar el sentido mismo de la política. Así se explica también que los movimientos democráticos que logran politizar
efectivamente la cuestión de la representación, como ha sucedido en varios procesos latinoamericanos recientes, lo hagan poniendo en juego y en cuestión mucho más que la eficacia de un procedimiento parlamentario o electoral: cada uno de estos procesos desborda la base material misma de la representación liberal, haciendo presente al sujeto que autoriza el poder, aboliendo las distancias verticales (que son distancias de clase) entre representantes y representados, acercando en definitiva todo aquello que el liberalismo político aleja y hace inaccesible, sometiéndolo al control de un poder popular que se hace en los hechos autónomo y efectivo. Igual que la economía, la representación se desfigura y se transforma esencialmente en su proceso de socialización.
5. Las formas organizativas del movimiento democrático son la clave de ese proceso. A menudo, el problema organizativo se plantea sin embargo de manera dogmática: todo liderazgo se asume como una forma estricta de representación, que contamina por principio los efectos producidos y es incompatible con procesos horizontales y democráticos.
Es evidente que hay un problema en este esquema binario: al plano de lo horizontal/vertical le falta una tercera dimensión, los puntos de encuentro entre prácticas y palabras, lugares de condensación, intensificación y aceleración de los procesos. Así es por ejemplo el liderazgo de Ada Colau: no “representa” a las asambleas de la PAH, sino que expresa una acumulación de fuerzas que multiplica la capacidad de cada una para actuar e intervenir en su propia realidad.
6. Socializar la política es vincular prácticas y espacios en los que la hipótesis de la igualdad pueda ponerse a trabajar de manera efectiva. Esas intervenciones tienen a menudo un componente vertical, pero lo esencial no está en el origen sino en el efecto: en cómo son reapropiadas, reorientadas, con qué tensiones y resultados.
Lo esencial no tiene que ver con la “persona” (la máscara, la escena) y sus palabras, sino con la existencia y la intensidad del proceso en el que esas palabras se significan, se socializan, se hacen o no verdad. Parece abstracto, pero es sencillo: una opción política que defienda los derechos sociales sólo tiene sentido si la próxima ley general de sanidad nace en la marea blanca, la de educación en la marea verde y la de vivienda, en las asambleas de la PAH.
Las palabras solas no valen: la única medida de la democracia es su capacidad de generar realidad.