Socialismo21 » 30 marzo, 2014

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Polémica en la izquierda, ¿Quién fue Adolfo Suaréz?

imagesPublicamos algunas opiniones que ponen al descubierto dos visiones acerca del rol de Adolfo Suarez en el proceso de restauración borbónica .

Lidia Falcon : «Adolfo Suárez no fue más que el encargado de llevar a cabo el proyecto capitalista que la Comunidad Económica Europea».

Cayo Lara : «Será recordado como un hombre de estado».

Emmanuel Rodriguez : «Su único valedor,Santiago Carrillo, un político del que todavía se espera que se escriban sus «vidas paralelas».

Víctimas de un enorme engaño

Por Lidia Falcón, escritora

 

No sorprende la elevación a los altares de Adolfo Suárez en el momento de su muerte por parte de políticos, periodistas y creadores de opinión. Ni siquiera esos honores de ética y estética franquista, con los mismos curas, obispos y militares que exhibía la televisión única de los años sesenta, organizados por el Gobierno actual y coreados por todos los partidos.

No sorprende tampoco el coro mediático oficial entonando el canto gregoriano con entusiasmo inigualable ante ningún otro héroe. No sorprende, aunque apena, el papanatismo de los badulaques que han soportado horas de cola en el velatorio, que han seguido llorando el furgón mortuorio y que repiten en las entrevistas que fue el mejor presidente de España (sic); al fin y al cabo eso es lo que les han enseñado en la escuela y en la televisión desde hace treinta y ocho años y son por tanto víctimas de un enorme engaño.

Me sorprende más que no haya un repaso serio y exhaustivo, por la mayor parte de la izquierda, de quién fue Adolfo Suárez y qué es lo que hizo realmente.

El análisis del papel que cumplió Suárez requiere de un detallado y objetivo estudio de lo que se pretendía para nuestro país desde los grandes poderes que gobernaban, y gobiernan, el planeta: el económico repartido entre la producción industrial, agrícola y financiera; el militar con el lobby armamentístico, uno de los más importantes del mundo, y la industria mediática y cultural, imprescindible para que las víctimas de la conspiración la aceptasen, gozosamente, como han hecho estos días.

No puede limitarse la crítica a repasar superficialmente las etapas de las reformas con que se construyó la superestructura legal y política que diese apariencia de legalidad y democracia al mantenimiento del imperio capitalista.

Lo cierto es que Adolfo Suárez no fue más que el encargado de llevar a cabo el proyecto capitalista que la Comunidad Económica Europea tenía previsto para España, desde hacía más de una década.

En los años ochenta, en un programa de televisión en la cadena estatal, Carmen García Bloise, miembro de la ejecutiva del PSOE, persona de confianza de Alfonso Guerra, y bien informada, explicó que el sistema que se había montado para España estaba diseñado desde los años sesenta por el Mercado Común y la OTAN.

Que ella lo sabía muy bien porque, como hija de exilados socialistas en Bélgica, había asistido desde muy joven a las reuniones que sostenían sus padres y compañeros de ideología con los dirigentes de las grandes instituciones europeas, con los responsables estadounidenses de la Alianza Atlántica, de la CIA, los británicos del Intelligence Service, y sobre todo los hermanos alemanes del SPD, que no contemplaban otro cuadro político para nuestro país que el que resultó implantado con la Constitución de 1978.

Para llevar a cabo dicho plan –y no creo que hoy pueda dudarse de que se cumplió a la perfección– desde que se esperaba la muerte del dictador, se organizó la Transición, bajo las condiciones que le impusieron al rey. Resulta absolutamente ridículo afirmar, como hacen algunos medios, que el rey es el artífice de la democracia actual y que para llegar a tal fin le encargó a Suárez la aparentemente difícil tarea de desmontar la dictadura.

Porque no es bueno olvidar que el franquismo, como tal, en las sucesivas elecciones que se celebraron en la Transición no alcanzó más que el 4% de los votos; entendiendo como tal las organizaciones de Fuerza Nueva, Guerrilleros de Cristo Rey, etc., mientras la derecha que comenzaba a disimular su pasado fascista, como Alianza Popular o Coalición Democrática obtenían el 10%.

Contra todo lo esperado, lo propuesto y lo planificado, por Franco y sus huestes, España y sus 40 millones de españoles no se habían convertido masivamente al fascismo. Mientras, la UCD obtenía 6 millones de votantes, el PSOE, 5 y el PCE, uno y medio, lo que significaba que el país se escoraba a la izquierda. Y ése, y no otro, era el peligro que tanto temían los poderes fácticos.

Ni el rey tenía, ni tiene, más plan que el que el Departamento de Estado de EEUU decida; ni sabía, ni sabe, lo que es la democracia. Una vez los representantes de la UE y de EEUU se reunieron con el asesor del rey, Torcuato Fernández de Miranda, y le encargaron que encontrara a un funcionario de ninguna relevancia ni ideas propias, que saliera de las filas del franquismo para no alarmar a la caverna, para que llevara a cabo las reformas legales que hacían falta a fin de situarnos –malamente– a la altura de las democracias europeas; a aquel siniestro personaje (repasen las fotos que tenemos de él) se le ocurrió sacar del pasillo donde dormitaba como edecán de Herrero Tejedor al joven, atractivo, atildado y relamido, como galán de las películas de Cifesa, Adolfo Suárez.

Y fue un acierto, sin duda. Porque Suárez al principio no sólo fue cumpliendo todos los pasos que sus jefes le dictaban: lo primero, la Ley de la Reforma Política y las elecciones que había que organizar, sino que se lo creyó.

Hubo más discusión entre las potencias importantes económicas sobre la legalización del PCE, teniendo en cuenta que en Alemania estaba prohibido y que al Departamento de Estado de EEUU le entra urticaria cuando oye la palabra comunista, pero Santiago Carrillo se lo puso fácil: el pueblo español gozosamente aceptaba la restauración de la monarquía borbónica que con tanto deshonor había expulsado del país en el año 1931.

Y con él a toda su camarilla: capital, banca, hombres de negocios como De la Rosa, latifundistas del sur y del oeste que constituyen su corte; comprendía claramente el papel imprescindible que cumplía el Ejército franquista y seguía financiando y adorando a su Iglesia católica.

Inmediatamente era preciso doblegar la columna vertebral del movimiento obrero y hacerle firmar los Pactos de la Moncloa, por los que el capital imponía sus condiciones. Se acabaron las multitudinarias manifestaciones –recordemos la de la SEAT en Barcelona–, las huelgas interminables –recordemos la de Roca en Barcelona–, y las asambleas obreras, y el proletariado se convirtió en servidor sumiso de la patronal. Así el país se asentó como un buen socio de los centros de poder económico internacionales.

Cierto que para conseguir tan buen resultado Comisiones Obreras y el PCE colaboraron sumisa y eficazmente, pero tanto unos como otros habían sido advertidos con severidad: o esto o el caos, sucedáneo de la Guerra Civil y de la implantación de una nueva dictadura. Y tal amenaza no debe ser secreto para nadie ya que Carrillo lo ha confesado y ratificado numerosas veces.

Los Pactos llevaron a la rebaja de salarios, al aumento de la explotación de los trabajadores y a la desmovilización de los sindicatos. Pero fueron definitivos para asegurar la tranquilidad laboral que necesitaba el capital. Y todo iba a avanzando como se debía, hasta que Suárez, ensoberbecido y poco lúcido, cada día más convencido de su propio mérito, se creyó que solo él tomaba las decisiones, que era providencial su papel en la transformación española, que realmente había inventado el sistema y la democracia, y llegó el momento de echarlo.

Para nadie es un secreto que el rey lo detestaba, que sus antes aliados conspiraban continuamente contra él y que la decisión de dimitir la tomó cuando todos, especialmente el Departamento de Estado de EEUU, le empujaron de malos modos hacia la puerta; como él mismo lo explicó en aquella comparecencia patética en la televisión, que los de mi generación, y varias más, vimos en directo.

Porque, tampoco es un secreto, Suárez no era tan partidario de la OTAN como se necesitaba, es Calvo Sotelo, con la secreta alianza del PSOE, el que nos mete; Suárez comenzaba a convertirse en un socialdemócrata inventado por él mismo, que no tenía detrás ningún respaldo ni económico –el CDS que crea está en la miseria– ni político, pues la SPD alemana ya había apostado por el PSOE.

El golpe de Estado del 23-F es un montaje entre todos los poderes: económico, militar, político, con el rey al frente, para advertir a los que iban a gobernar a continuación que no se permitían veleidades como las de Suárez.

Y la inmensa manifestación del pueblo en Madrid después del golpe venía a decir: de acuerdo, antes de que nos fusilen al amanecer elegiremos a Calvo Sotelo como presidente del Gobierno, nos rendiremos al capital y le estaremos eternamente agradecidos al rey que nos ha salvado la vida. No se debe olvidar que esa Transición idílica que nos han contado sumó más de 600 muertos, víctimas una buena parte de los facciosos y organizaciones policiales que nunca fueron ni descubiertos ni castigados.

Entonces, ¿a qué aceptar, desde una postura realmente de izquierdas, que Suárez fue un dirigente político de gran altura, con enormes cualidades para el consenso y los pactos, y que construyó la democracia en España?

Diríase que la izquierda sigue padeciendo el “síndrome de Estocolmo” como tan acertadamente lo definía Carlos París, y presa de la necesidad de ser reconocida como “una fuerza política seria”, no se atreve a gritar de una vez que “el rey va desnudo”. Este miedo se evidencia cuando la exigencia de proclamar la III República está siendo siempre pospuesta por la mayoría de los dirigentes de izquierda a un tiempo futuro e indeterminado, que les tranquilice.

 Declaración de  IU

 «Cayo Lara traslada su «respeto» por la muerte de Adolfo Suárez y su papel para contribuir «al anhelo de democracia expresado por el pueblo, el gran protagonista de la democracia».

El coordinador federal de Izquierda Unida, Cayo Lara, traslada su “respeto y consideración” al conocer el fallecimiento del ex presidente del Gobierno, Adolfo Suárez. Lara desea trasladar este sentimiento a la familia y personas allegadas a Suárez, con mucho más motivo “después de la triste espera que debido a las circunstancias por todos conocidas han sufrido en estas últimas horas”.

El máximo responsable de IU valora “desde nuestra conocida y democrática discrepancia ideológica” la “talla política de una persona que, sin duda, tuvo un papel más que destacado desde la presidencia del Gobierno para gestionar el salto desde la añoranza que aún mantenían algunos por la pervivencia de una dictadura moribunda al anhelo democrático expresado mayoritariamente por el pueblo español, el gran protagonista de la lucha por la democracia y la transición en nuestro país”.

Cayo Lara afirma que “el paso de estos últimos años han servido para fijar una valoración más precisa de la difícil responsabilidad de Adolfo Suárez en esa complicada época. Será recordado como un hombre de Estado que no depuso su confianza en el ejercicio de la democracia frente a ninguno de sus importantes enemigos, de los muchos que tuvo”.

“Por nuestra parte –concluye-, reconocimiento al trabajo importante y a la dedicación política de Suárez, que trasladamos con fraternidad a su familia, amigos y vecinos de su localidad natal”.

 

Españoles , Suaréz ha muerto 

 Por Emmanuel Rodriguéz , historiador 

La necrológica es un género extraño. Según las pautas de sus maestros,el ABC y los periódicos de provincias, obliga a una brevedad elogiosa que acaba con la firma de parientes, allegados y agradecidos.

Tiene algo de los sacramentos eclesiásticos con los que se trata de dar cuenta de la necesidad antropológica de los ritos de paso. La necrológica política, cultivada por periodistas y políticos, no se separa mucho de su género madre.

Como aquel consiste en una serie de loas y bendiciones, que en un país de herencia católica como España, elevan normalmente la vida de los grandes políticos a la condición de poco menos que beatos en espera de canonización.

Lo que estos días ocurre con Suárez es un caso paradigmático del género. En vida de Suárez, de todo los pares de su tiempo (la clase política que hizo la Transición) prácticamente ninguno consiguió hablar bien de él. Tierno Galván dijo que «era un hombre de dos dimensiones, le faltaba la tercera, profundidad».

Fraga lo consideró poco menos que un enano, un incapaz, a cuya sombra no quiso estar en ninguno de sus gobiernos. Con saña de carroñero, supo esperar a que el cadáver de su engendro (UCD, aka «centro político») se pudriera lo suficiente como para quedarse con su botín, y volver a reunir a las derechas.

Quizás su único valedor, fue el que en principio le era más extraño, Santiago Carrillo, un político del que todavía se espera que se escriban sus «vidas paralelas».

El principal mérito de Suárez fue ser guapo —siempre para los cánones de la época—, lo que explotó hábilmente en televisión, así como tener una brújula a prueba de bombas que nunca dejó de orientar al «centro». Suárez no fue un político brillante, pero supo compensar su falta de ideas, con una empatía y un sentido de la oportunidad desbordantes.

Recuérdese que se trataba de un hombre que en privado presumía de no haber acabado nunca un libro y esto a pesar de tener un tesis doctoral en derecho, tradicional escuela de la clase política española y prueba viviente del progreso académico que puede realizar cualquier necente con ambiciones. Los rudimentos del oficio los aprendió de su maestro, Herrero Tejedor.

Como él tuvo la capacidad del funambulista, en el siempre dogmático Franquismo, para mantener el equilibrio entre las dos grandes familias de la dictadura: destacado falangista, jefe del movimiento, pero también piadoso católico y cercano del Opus Dei.

Su habilidad para el centro, que luego le otorgaría esa capacidad para las rápidas conversiones al credo democrático, la mostró muy pronto, cuando en 1974, ya convertido en jefe de las juventudes, no se alineó ni con el inmovilismo de Falange, ni con el reformismo azul (de Sanchez Rof o Martín Villa) que ya apuntaban a una salida «democrática» del franquismo, en competencia con el ala «izquierda» del régimen de Manuel Fraga (¡!).

Quizás esta extraordinaria cualidad para lo anodino, fuera la que atrajera la atención de otro de los grandes reformistas del régimen, Torcuato Fernández Miranda, allegado de otro anodino, entonces convertido en monarca.

Fue él quien lo aupó a la condición de presidente del Gobierno a comienzos del verano de 1976, cuando el fracaso del segundo gobierno Arias era ya evidente. Fue también Torcuato, en competencia con los otros equipos del reformismo franquista, quien marcó la hoja de ruta para Suárez y del monarca: la ley de reforma política, las elecciones, etc.

El despiste democrático de este último pobrecito —que el tiempo convertiría en otro de los artífices de la Transición— era tan total que todavía en 1977, tras los comicios de junio, se dedicó a ejercer de rey «constitucional» nombrando alegremente a sus amigos como senadores en la cámara alta.

El disgusto de los altos mandatarios del reformismo franquista rozaba la desesperación: tomaron buena nota de que la tutoría sobre el rey debía ser permanente.

Como sucede con el buen aprendizaje infantil, que se realiza a través de la responsabilidad, la mayoría de edad a Suárez le llegó cuando ya era presidente.

Este se encontró estupendo ante las cámaras, piropeado por un ejército de meapilas y bienpensantes ahora dispuestos a entrar en política, respetado por esos hombres responsables del «franquismo sociológico» que deseaban el cambio político pero sin traumas, aclamado internacionalmente como el artífice del cambio político.

Incluso la oposición, entre derrotada y claudicante, llamaba en privado a su puerta para ver cómo se podía organizar el chiringuito. Con semejantes poderes podía incluso prescindir de su «jefe», que cabreado por la recién adquirida autonomía de «su» criatura, dimitió de la presidencia de las Cortes antes incluso de ver realizado la primera parte de su proyecto: las elecciones del ’77.

El principal mérito de Suárez no fue el de traer la democracia al país. Aquello por lo que habrá de ser recordado cuando nos quitemos de una vez por todas el mito de la Transición, fue el de hacer presentable el reformismo franquista. La versión genuina, representada de forma casi prometeica por Fraga, era demasiado áspera y sincera.

Manuel Fraga, retirado en los últimos años del Franquismo como embajador en Londres y convertido en vicepresidente del Gobierno y ministro de Gobernación con el segundo Gobierno Arias Navarro —¡el primero que nombró el rey!— dedicó lo mejor de su tiempo a pensar y diseñar la Transición.

Su proyecto inspirado en Cánovas, y en los primeros años de la Restauración, tras el colapso de la I República (esto es, allá por los años 1874-1876), estaba basado en un orden institucional de base oligárquica, con un «pluralismo moderado», organizado en torno al turnismo de liberales y conservadores.

En sus memorias lo explicaba bien, demasiado bien, según le dictaba no tanto a su genio gallego como su alma vasca (era hijo de una vasco francesa) a la que seguramente debe tanto su energía como su perdición en política.

Hablaba tan claramente, que en la primera reunión con el joven socialista González, en abril de 1977, le dijo: «Mi éxito consistiría en crear un sistema político en el cual él [González] pudiera llegar ser presidente de Gobierno, ‘tal vez dentro de unos cinco años’ (de hecho, tardó seis, y el cálculo no eran malo ni mal intencionado)».

La Transición no se salió mucho del guión del reformismo franquista. Y lo que se salió fue por «culpa» de la autonomía de las luchas de fábrica que pujaba por abajo con la fuerza para imponer subidas salariales del 20 o el 30 % ¡cada año! Por eso era urgente que el nuevo régimen fuera ante todo creíble y amable.

Éste fue el mérito del primer presidente democrático: una cara bonita, una gran sonrisa, una enorme capacidad para mimetizarse con el ambiente y con lo que dictaba la prensa —por aquel entonces ya sinónimo de El País—. Pero cuando un actor cumple su papel hay que licenciarlo.

La primera oportunidad fue en las elecciones de 1979, concluido el proceso constituyente que llevó a los Pactos de la Moncloa y al texto de 1978. Esta vez, Suárez se rebeló y dos días antes de las elecciones apareció en televisión con su rostro más lobuno. «O yo, o el caos», esto es, el socialismo marxista. Y volvió a ganar elecciones.

Un triunfo legal, democrático, pero pírrico. La persistencia de la movilización social, la escalada de ETA, el malestar de la patronal, las conspiraciones de los socialistas y los aliancistas de Fraga, acabaron por retirarle el suelo bajo los pies. Esta vez dentro de su propio partido, o mejor dentro de la plataforma de viejos políticos franquistas y oportunistas moderados que era la UCD.

En un reciente fake, Jordi Évole quiso mostrar este ambiente de conspiración que rodeó a la caída de Suárez y que tuvo su punto culminante en el 23 F. La reacción todavía histérica que forma el nucleo afectivo y patologizante de la Cultura de la Transición obligó a poner límites al falso documental. Al final de la trama, Évole se cura en salud, exagera todavía más los elementos delirantes de la broma y por si quedara alguna duda hace hablar a los personajes para que expresen sin ambages la falsedad de sus anteriores declaraciones.

Es demasiada la pacatería del país. Sin embargo, algo se escapa en el montaje y alguno de los colaboradores dice, «pero no todo lo que se dice es falso». A Suárez hubo que cargárselo.

Su dimisión se la anunció el rey a mediados de enero. Y el 24 de enero, un mes antes del 23F, el presidente se despidió con un discurso que se debiera recordar: «Yo no quiero que el sistema democrático sea, una vez más, un paréntesis en la historia de España». A más claro agua de manantial.

El día 21 de noviembre de 1975, Arias Navarro, el carnicerito de Málaga, así apodado por la firma de las sentencias de los dos y mil pico muertos que los nacionales se apuntaron en esa ciudad, anunció lloroso en televisión: «Españoles, Franco ha muerto».

En estos díasmuchos Fernandos Onegas nos dirán lo mismo pero con un lenguaje y una emotividad adaptada a los tiempos. Con Suárez se va, efectivamente, uno de los artífices de la Transición. En poco tiempo «nos han dejado» Fraga y Carrillo. Quedan muchos, la gran mayoría siguen siendo —bien directamente, bien a través de sus herederos— los jefes del tinglado político.

El fin del régimen de la Transición, aunque anunciado por doquier, no quedará resuelto hasta que la mediocridad y la falta de escrúpulos de esta (nuestra) clase política quede expuesta a plena luz. Seguramente esto sólo podrá coincidir con un proceso constituyente que, esta vez sí, vaya más allá en términos democráticos.

Por cierto, a quien quiera enterarse de lo que en esos años ocurrió y sobre todo del papel de Suárez, que no pierda el tiempo con las necrológicas políticas que llueven por doquier. Hay ya buenos trabajos. Por sólo citar dos recientes: Gregorio Morán, Adolfo Suárez: ambición y destino (Debate, 2009) y Ferrán Gallego, El mito de la Transición (Barcelona, 2008).

 
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