Socialismo21 » 5 diciembre, 2016

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¿Política posverdad o periodismo pospolítico?

imagesFrédéric Lordon, economista y sociólogo francés

Traducción por Miguel Candel

Un sistema que, al día siguiente de la elección de Donald Trump, hace comentar a Christine Ockrent —en France Culture…— y al otro día a Bernard Henri-Lévy entrevistado por Aphatie, no sólo es tan absurdo como un problema que quisiera dar soluciones: es un sistema muerto. No es de extrañar que el tema de los muertos vivientes sea objeto de tan renovado interés en series o en películas: es nuestra época lo que se ve reflejado en ellos, y es quizá también el sentimiento confuso de esta época, a la vez ya muerta y todavía viva, lo que trabaja secretamente las sensibilidades para hacer que el zombie parezca el personaje más locuaz del momento.

Los muertos-vivientes

Léase también Miguel Urban, « Crépuscule de l’“extrême centre” » («Crepúsculo del extremo centro»), Le Monde diplomatique, noviembre de 2016. Se objetará sin duda que les muertos vivientes son difuntos que regresan, mientras que en el caso de la época, si se le retira toda vida, no por ello acaba de morir. Instituciones políticas, partidos en general, partido socialista en particular, medios de comunicación: es todo el sistema de emisión autorizada de opiniones el que ha quedado como pasado por una bomba de neutrones: radical por dentro, o más bien carne convertida en mermelada amorfa, sólo las paredes siguen en pie, por un puro efecto de inercia material.

En realidad hace ya mucho tiempo que la descomposición está en marcha, pero es que se trata de un género particular de sistema que ignora sus propios mensajes de «error de sistema». Desde el 21 de abril de 2002, la alarma tenía que haber sido general. Pero este sistema que enseña a todo el mundo la constante obligación de «cambiar» es él mismo de una inmovilidad granítica (todo está dicho o casi cuando Libération, el órgano de la moderna «intransitividad», viene encargando crónicas a Alain Duhamel desde hace mil años).

A ello siguió lógicamente el Tratado Constitucional Europeo (TCE) en 2005, las sucesivas etapas del ascenso del Frente Nacional, el Brexit en Gran Bretaña, Trump en los Estados Unidos, y todo el mundo presiente que 2017 se anuncia como un «grand cru». Ahí tenemos, pues, quince años en que, descompuesto a cada nueva bofetada, vivida como una incomprensible ingratitud, el sistema de los prescriptores hace ruido con la boca y clama que, si es así, hay que «cambiarlo todo» (con la firme intención de no hacer nada y, en definitiva, con la radical incapacidad de pensar nada que sea diferente).

Pero con el tiempo, el avance de la agonía se vuelve acuciante y el sistema se siente ya presa de una oscura inquietud: empieza incluso a invadirle la conciencia confusa de que podría estar en entredicho (y ¿quizá amenazado?). Sin duda las reacciones son diferentes en sus diferentes regiones. El Partido Socialista no es más que un bulbo en estado de «béchamelle», cuya vitalidad tiene su medida exacta en los llamamientos de Cambadélis, tras la elección de Trump, a cerrar filas en torno a Hollande (o bien en las perspectivas de reemplazarlo por Valls).

No es de extrañar que el tema de los muertos vivientes sea objeto de tan renovado interés: es nuestra época lo que se ve reflejado en ellos
Es la parte «medios de comunicación», más expuesta seguramente, la que manifiesta un principio de angustia terminal. Después de la manera en que encajó la tunda del referéndum sobre el TCE en 2005 —un gigantesco eructo contra el pueblo imbécil (1)—, se aprecia no obstante desde entonces el efecto de las repetidas bofetadas. Los medios, forzosamente algo aturdidos, empiezan a escribir que quizá ellos podrían haber tenido algo de responsabilidad. Lo propio del muerto viviente, sin embargo, todavía en pie pero en trance de morir, es que nada puede ya devolverlo completamente a la vida. Así, apenas planteada la pregunta, llegan al momento las respuestas que confirman el puro simulacro de una vitalidad residual y la realidad del proceso de extinción en curso. ¿Hay responsabilidad de los medios? «Sí, pero en realidad no».

La protesta sociológica de los medios

Como el sistema prescriptor del cambio para todos no tiene ninguna capacidad de cambio para sí mismo, defecto que sella, por descontado, la certeza casi evolucionista de su desaparición, se las arregla para plantear la pregunta de tal forma que lo ponga lo menos posible en cuestión: no, nosotros no estamos «al margen», no vivimos de manera diferente que el resto; sí, hemos hecho nuestro trabajo; la prueba: hemos comprobado perfectamente los hechos («fact-checking»).

En un movimiento tan sinceramente escandalizado que roza el candor, Thomas Legrand, por ejemplo, rechaza en France Inter que se pueda ver a la prensa «desconectada»:¿acaso no está «llena últimamente de autónomos y de precarios» (2)? Hace falta realmente haber llegado al cabo de la calle para no tener otro recurso que transformar de ese modo el vicio en virtud y parapetarse en la proletarización organizada de los subalternos, providencial garantía sociológica de una condición común que supuestamente dejaría sin objeto las acusaciones de «desconexión».

Pero hasta ahí hemos llegado. Unos «hipsters» precarizados hasta la médula sirven de escudo humano a unos editorialistas bien instalados que, liberados ya de todas las constricciones de la decencia, no dudan en utilizar lo anterior como argumento.

Pero como se pretende dar todas las pruebas posibles de la mejor voluntad reflexiva, se concede que todavía hay que hacer algo más para conocer lo que agita a las poblaciones reales, y se promete investigar, observar sobre el terreno, proximidad, inmersión… En resumen: zoología. Se pregunta uno entonces si ese contrasentido es efecto de una astucia casual o de una insondable estupidez. Pues si la elección de Trump revela «un problema de los medios», éste no consiste fundamentalmente en «no haberlo visto venir», sino más bien ¡en haber contribuido a producirlo! La hipótesis de la estupidez adquiere forzosamente consistencia ante los gritos de «injusticia» lanzados en Twitter por un desdichado presentador de France Info: «Pero dejad de decir que es un fracaso de la prensa, ¡es ante todo un fracaso de la política! No es la prensa quien mueve a la gente». O todavía: «Es absurdo fijarse únicamente en los medios. La desindustrialización del Rust Belt («cinturón de óxido»: regiones desindustrializadas de los EE.UU.) no se ha producido por culpa de los periódicos». Rotundidad de la forma, potencia del análisis: he ahí la época.

«Es absurdo fijarse únicamente en los medios»

Ahí está todo, y especialmente que «la prensa» no reconoce ninguna responsabilidad en la consolidación, desde hace veinte años, de las estructuras del neoliberalismo, que nunca ha dado en exclusiva la palabra a quienes cantaban las excelencias de ese sistema, que nunca ha reducido a posiciones de extrema derecha todo aquello que desde la izquierda se intentaba señalar como equivocado, incluida la posibilidad de salir de ese sistema, que nunca ha calificado la idea de replantearse el libre comercio generalizado como una suerte de monstruosidad moral, ni la crítica del euro como la vuelta a los años treinta, que nunca ha aleccionado a favor de la flexibilización total, en primer lugar, del mercado de trabajo: en definitiva, que nunca ha proscrito, en nombre de la «modernidad», del «realismo» y del «pragmatismo» reunidos, toda expresión de una alternativa real, ni cerrado absolutamente el horizonte político presentando el actual estado de cosas como insuperable: sí, ese mismo estado de cosas que ha producido el Rust Belt en todos los países industrializados desde hace dos decenios, y que fatalmente producirá los correspondientes Trump. Pero no, por supuesto, la prensa nunca ha hecho eso.

El buen hombrecillo de France Info no debe seguramente escuchar su propia cadena que, en materia económica, editorializa con ideas casi calcadas de BFM Business, como todas las demás cadenas, por cierto, razón por la que, obviamente, el pobre se ha vuelto perfectamente incapaz de tener siquiera la idea de una posible diferencia, la intuición de que quizá haya algo fuera. Con semejante punto de vista, por muchos batallones de autónomos precarizados que se envíen por ahí con la hoja de ruta de «volver sobre el terreno», cuesta ver qué podría dar de sí semejante operación en cuanto a análisis editoriales serios, que deberían haber aparecido hace ya mucho tiempo y que ya no aparecerán, pase lo que pase.

No otra cosa cabe esperar de esta formidable declaración de intenciones del director de Le Monde, que anuncia la creación de una «task force» (sic) presta a ser lanzada al encuentro «de la Francia de la cólera y el rechazo» (3), algo que da la medida de los cambios de pensamiento que investigaciones así encomendadas podrán producir en quien las ha encomendado. Cierto que éste no duda en dar fe de una fraternal complicidad con los «medios americanos ante su 21 de abril.

Nosotros tuvimos también el referéndum de 2005. Hemos aprendido a estar alerta». La cosa no había pasado inadvertida para nadie.
Si la elección de Trump revela «un problema de los medios», éste no consiste fundamentalmente en «no haberlo visto venir», sino más bien ¡en haber contribuido a producirlo!

La intuición se vuelve certeza casi científica cuando, al día siguiente de un desastre como el de las elecciones americanas, leemos que Hillary Clinton «tenía el único programa realizable y sólido» (Jérôme Fenoglio, Le Monde), que «la reacción identitaria contra la mundialización alimenta la demagogia de quienes quieren cerrar las fronteras» (Laurent Joffrin, Libération), que «la elección de la prensa [¿finalmente había una?] se movía tristemente entre la racionalidad y el fantasma» (Thomas Legrand, France Inter), que «la mundialización no es lo único que está en entredicho, [pues] la revolución tecnológica [¿podría alguien estar en contra?] es tanto, si no más, responsable del desmantelamiento de las antiguas cuencas de empleo, a ella se debe la deslocalización del trabajo, mucho más que a la ideología [sic]» (Le Monde), los mismos rollos obsoletos que venimos leyendo desde 2005, encerrados en la antinomia de la mundialización o el cuarto Reich, productos en serie ajustados al toque editorialista.

Lo que resulta irónico es que pocas veces se habrá visto a propagandistas de la flexibilidad imbuidos de tanta rigidez, pues está comprobado que, una vez perdida toda capacidad de revisión cognitiva, irán hasta el final, andando mecánicamente con los brazos tendidos en horizontal hacia delante.

El fulgurante editorialista de Le Monde debería desconfiar, sin embargo, de sus propios análisis, una parte de los cuales podría acabar resultando fundada: sabemos ya lo que escribirá a finales de abril y comienzos de mayo de 2017, de manera que podríamos escribirlo ya hoy en su lugar. Semejante simplicidad invita irresistiblemente a la automatización —la famosa tecnología—, a menos (subyace aquí una auténtica audacia tecnológica) que echemos a suertes la construcción de frases por un mono a partir de un saco donde se habrán mezclado unos cubos con las leyendas: «protestatario», «populismo», «cólera», «cambiarlo todo», «repliegue nacional», «falta de pedagogía», «Europa, nuestra oportunidad» y «profundizar en las reformas». Ya se le sustituya por un sistema experto, ya por un macaco, lo cierto en cualquier caso es que el empleo del editorialista de Le Monde no habrá sido víctima, según sus propias palabras, de «la ideología».

La «política posverdad» (miseria del pensamiento editorialista)

Casi acabaría uno por preguntarse si la indigencia de sus reacciones no condena este sistema más inapelablemente aún que la ausencia de reacción. Ocurre que, por haber desde hace tanto tiempo desaprendido a pensar, toda tentativa de pensar nuevamente, cuando viene del interior de la máquina, es de una nulidad desesperante, al modo de la filosofía del fact-checking y de la «posverdad», balsa de La Méduse para un periodismo que no sabe dónde va. La invocación de una nueva era histórica llamada de la «posverdad» es, pues, una de esas cumbres prometidas por el pensamiento editorialista: una nueva raza de políticos, así como sus electores, se sientan sobre la verdad, nos advierte (no nos habíamos dado cuenta…).

De los «Brexiteers» a Trump, los unos mienten, pero últimamente a un nivel sin precedentes (no solamente pequeñas mentiras como «mi enemigo son las finanzas»), los otros se creen sus enormidades, así que se puede decir cualquier cosa a una escala sin parangón, y la política se ha vuelto totalmente ajena a las normas de la verdad. Se trata de una nueva política, cuya noción nos viene dada mediante un gigantesco esfuerzo conceptual: la «política de la posverdad». Sostenida por las redes sociales, propagadoras de todas las fabulaciones (y sin duda las verdaderas culpables: eso la prensa lo ha visto bien).

Leamos también a Jacques Bouveresse, « Nietzsche contre Foucault, la verité en question » («Nietzsche contra Foucault, la verdad en entredicho»), Le Monde diplomatique, marzo de 2016. Pues nunca se repetirá lo bastante que, contra la política de la posverdad, el periodismo lucha de verdad, y con todas sus fuerzas: hace fact-checking. Así, pues, no se podrá decir que el periodismo ha fallado en relación con Trump: ha compulsado estadísticas y revisado documentación sin descanso: ¿acaso no ha establecido que es falso decir que todos los mexicanos son violadores o que Obama no es norteamericano?

Pero he aquí que la posverdad es una ola gigante, un tsunami que lo arrasa todo, incluso los diques metodológicos del fact-checking y del periodismo racional, y las poblaciones rebosantes de cólera empiezan a creerse a cualquiera y cualquier cosa. En realidad, ¿por qué han llegado al extremo de rebosar de cólera, como efecto de qué causas, por ejemplo, de qué transformaciones económicas, cómo han llegado incluso a rendirse ante las peores mentiras? Ésa es la pregunta que al periodismo «fact-checkeador» en ningún momento se le ha pasado por la cabeza plantear.

Desde luego no ha empezado con buen pie para ir en esa dirección, a juzgar por los grandes pensamientos de sus intelectuales orgánicos, como Katharine Viner, editorialista del Guardian, a quien debemos los formidables fundamentos filosóficos de la «posverdad». Y ante todo montando la ofensiva conceptual del último grito en conocimientos tecnológicos: las redes sociales, nos explica Viner, son el lugar de la posverdad por excelencia, pues encierran a sus adictos en «burbujas de filtro», esos algoritmos que no les proporcionan más que lo que les apetece engullir y no dejan que les llegue ninguna idea que los contraríe, organizando así una vida vegetativa ensimismada, el autorreforzamiento del pensamiento a cubierto de toda perturbación. Pero uno tiene la impresión de estar leyendo aquí una descripción de la prensa mainstream, que obviamente no se da cuenta de que ¡ella misma no ha sido nunca otra cosa que una gigantesca burbuja de filtro!

Así, magníficamente lanzada a un corrosivo ejercicio de revisión crítica, Katharine Viner concluye lógicamente que Trump «es el síntoma de la debilidad creciente de los medios en cuanto al control de los límites de lo que es aceptable decir» (4). La tutoría moral de la voz pública, especialmente la del pueblo y de los «populistas», he ahí, cómo no, el final de trayecto de la filosofía editorialista de la «posverdad». Comprender qué es lo que genera los desvaríos de esa voz, para oponerles otra cosa que no sean las poses de virtud asistida por el fact-checking, por ejemplo una actuación sobre las causas, es algo que no puede ni por asomo caber en la cabeza de un editorialista-de-la-verdad, que comprende de manera confusa que, puesto que «las causas» corresponden a este mundo y que la hipótesis de cambiar en él algo de importancia está, por principio, excluida, la cuestión no puede siquiera plantearse.

El periodismo pospolítico

Lo que el periodismo «de combate» contra la posverdad parece, pues, radicalmente incapaz de ver es que él mismo es algo bastante peor: un periodismo de la pospolítica (o mejor, su fantasma). El periodismo de la congelación definitiva de las opciones fundamentales, de la delimitación categórica del dibujo conceptual y, forzosamente in fine, de la vigilancia del marco.

El frenesí del fact-checking es en sí mismo el producto derivado y tardío, pero máximamente representativo, del periodismo pospolítico, que impera de hecho desde hace mucho tiempo y en el cual no hay ya nada que discutir, salvo verdades de hecho. La filosofía espontánea del fact-checking es que el mundo no es más que una colección de hechos y que no solamente, como la tierra, les hechos no mienten, sino que agotan todo lo que se puede decir del mundo.

El problema es que esta verdad pospolítica, opuesta a la política posverdad, es completamente falsa, que los hechos correctamente establecidos no serán nunca el término de la política, sino apenas su comienzo, pues los hechos nunca han dicho nada por sí mismos, ¡nada! Los hechos sólo se ordenan a través del trabajo de mediaciones que les pertenecen como tales. Sólo tienen sentido captados desde fuera por creencias, ideas, esquemas interpretativos, en definitiva, cuando interviene la política, la ideología.

El espasmo de disgusto que suscita invariablemente la palabra «ideología» es el síntoma más característico del periodismo pospolítico. Como «reforma» y «moderno», la «superación de las ideologías» es la marca del cretino. Como es normal, por otra parte, el cretino pospolítico es un admirador de la «realidad» (sistemáticamente opuesta a toda idea de actuar de manera diferente). Ambos, por supuesto, están íntimamente ligados, y el fact-checking con ellos a una cierta distancia. La expurgación completa de la ideología deja que aparezca finalmente la «realidad», tal como es en sí misma, inmarcesible, que ya no haya más que celebrar racionalmente, como buenos «fact-checkeadores», la conformidad de los enunciados (pos)políticos con sus «hechos».

Léase también a François Brune, « Néfastes effets de l’idéologie politico-médiatique » («Nefastos efectos de la ideología político-mediática»), Le Monde diplomatique, mayo de 1993. Es preciso haber hecho la experiencia de las miradas de pasmo bovino ante la idea de que el «final de las ideologías», el «rechazo de la ideología», son casos extremos de ideología no reconocidos como tales para hacerse una idea más precisa de la ruina intelectual de la que han surgido simultáneamente: la «realidad» como argumento esgrimido para cerrar toda discusión, es decir, la negación de toda política como posibilidad de una alternativa, el ahogamiento del editorialismo en las categorías del «realismo» y del «pragmatismo», el lugar privilegiado concedido por los medios a sus secciones de fact-checking, la certidumbre de haber cumplido con los propios deberes políticos cuando todo ha sido «fact-checkeado», el sincero desconcierto ante el hecho de que las poblaciones no se rindan por sí mismas a la verdad de los hechos correctos y, sin embargo, la perseverancia en el proyecto de someter toda política al imperio del fact-checking, de hacer de ello el escaparate de una prensa moderna que, de manera muy significativa, pone en primer plano a sus Descodificadores y Desintoxicadores.

Pero hete aquí que los descodificadores recodifican sin darse cuenta el saber, es decir, como siempre hacen los inconscientes, de la peor de las maneras. Recodifican la política con el código de la pospolítica, el código de la «realidad», y los desintoxicadores intoxican: exactamente como la «desencriptación», ese otro abismo del pensamiento periodístico, pues «desencriptar», según sus ineptas categorías, suele ser casi siempre envolver en la más espesa niebla.

El practicante de fact-checking que, horrorizado, pregunte con un grito de protesta si lo que pasa es que «la gente prefiere la mentira a la verdad», está sin duda, por ello mismo, incapacitado para captar el argumento, que no tiene nada que ver con la elemental exigencia de establecer correctamente los hechos, sino más bien con el abrumador síntoma, después de Trump, de una autojustificación de los medios de comunicación centrada casi exclusivamente en el deber de ejercer como perfectos «fact-checkeadores». Trump ha mentido, lo hemos comprobado, somos irreprochables. Por desgracia no. De lo que sois culpables es de que Trump pueda haber aparecido en escena. Sois culpables de que Trump no haya aparecido más que cuando los órganos de la pospolítica han creído poder mantener tapada durante demasiado tiempo la olla política.

Diferencias y preferencias

He ahí, pues, todo el asunto: la pospolítica es un fantasma. Es el profundo deseo del sistema integrado de la política de gobierno y de los medios mainstream de declarar clausurado el tiempo de la ideología, es decir, el tiempo de las diferentes opciones, el deseo de acabar con todas esas absurdas discusiones ignorantes de la «realidad», ésa que se nos ha ordenado comprender que no cambiará.

Pero es el deseo de este sistema, y de este sistema únicamente. Para su desgracia, el pueblo obtuso continúa pensando que todavía hay cosas que discutir, y cuando todas las instituciones establecidas de la pospolítica se niegan a reconocer ese elemental deseo de política, entonces ese pueblo está dispuesto a acoger cualquier propuesta, por mala que sea, con tal que represente una diferencia (5). Todo el fact-checking del mundo no impedirá nunca que la política sea el ejercicio de la diferencia, mientras aquél es la afirmación silenciosa del final de las diferencias, lo que queda cuando se ha decidido que no haya más diferencias: el reino vacío e insignificante de los «hechos» —pero para mejor preservar, a salvo de cualquier objeción, el significado clave: el mundo es como es.

Sólo una línea de repliegue le queda entonces al periodismo mainstream, al periodismo de la pospolítica que se cree el periodismo de la verdad: conceder que es verdad que sigue habiendo una diferencia, pero sólo una, y que es tan repulsiva que todo es preferible antes que ella: debiendo entenderse «todo» como el conjunto de los sacrificios que hay que aceptar, «ay», a la vista de la «realidad». Mantener esta configuración del problema pospolítico, no admitiendo fuera de ella más que la política innombrable de la extrema derecha, exige entonces el rechazo radical de la diferencia de izquierda. Y si acaso ésta se abre paso, combatirla implacablemente.

Es precisamente en este punto donde el sistema deja que afloren sus propias preferencias, sus odios inconfesables. Digámoslo sin ambages: antes que una diferencia de izquierda, preferirá correr el riesgo de la diferencia de extrema derecha, cuya irrupción debe presentir muy bien que no podrá impedir ya por mucho tiempo con sus propios esfuerzos, irrisoriamente ineficaces. Y he ahí cómo, al término de sus fracasos en intentar encauzar cualquier cosa, acabará reconociendo su impotencia: si hay que pasar por la experiencia de la extrema derecha, ¡que así sea! Será tan innoble que tendrá al menos el mérito de hacer que vuelva a cotizar el discurso de la virtud, y la «realidad» será restablecida en sus derechos en algo parecido a una alternancia.

Le Pen no saldrá del euro, Trump mantendrá la desregulación financiera, la Gran Bretaña del Brexit no será exactamente un infierno anticapitalista
Por lo demás encontraremos unos cuantos, dentro del gran partido pospolítico, que nos hagan darnos cuenta de que las relaciones de la extrema derecha con de la «realidad» están en realidad lejos de ser tan distendidos como el fact-checking podría hacer creer: Marine Le Pen no saldrá del euro, Trump ha hecho saber ya que mantendrá la desregulación financiera, la Gran Bretaña del Brexit no será exactamente un infierno anticapitalista. Sin lugar a dudas serán los emigrantes, los extranjeros, y en Francia todos aquellos que no tengan buenas agarraderas, quienes lo pasarán mal. Pero, por un lado, un republicanismo autoritario revestido de islamofobia se acomodará perfectamente a la situación. Y, por otro lado, la pospolítica de la moral disimulará su satisfacción por recuperarse tan fácilmente: la última esperanza para les ventas de Libération, de Le Monde y de L’Obs es sin duda el FN.

El rechazo de la homogeneidad (pobre Descodificador)

Si, pues, desde el punto de vista de la «realidad», la elección es entre el bien y un mal menor, del cual se dirá, no obstante, que se lo considera el summum del mal, entonces es preciso cerrar a toda costa el paso al verdadero mal, pero sin poder decir abiertamente que es ése el que se considera como tal: el mal de otra diferencia, el mal que no cree en la «realidad», aquel que piensa que las definiciones implícitas de la «realidad» son siempre mendaces, al menos por omisión, que ocultan sistemáticamente de dónde proceden sus marcos, quién los ha instalado, que no siempre han estado ahí, que, por consiguiente, es posible inventar otros marcos diferentes. Ese mal que hay que combatir sin cuartel es la diferencia de izquierda.

No puede uno extrañarse de leer, salida de la pluma de un descodificador medio hábil, la potente crítica de «los medios» (6), injusta uniformización de un pasaje de tan polícroma diversidad. «Lesjours.fr o Le Chasseur Français» no cuentan siempre lo mismo, nos advierte el pensador-descodificador, así como que «Arte [no] es lo mismo que Sud Radio». ¡Qué profundo, qué pertinente! «La actualidad social [no] se presenta de manera idéntica en L’Humanité y en Valeurs Actuelles» prosigue, ya lanzado, y ¿no es eso totalmente cierto? Uno piensa enseguida en Gilles Deleuze: «conocemos pensamientos estúpidos, discursos estúpidos que están íntegramente hechos de verdades». Miseria del pensamiento «fact-checkeador».

En el mismo registro que él, siquiera para no alterarlo demasiado, podríamos preguntarle a nuestro descodificador cuántas veces al año oye citar L’Humanité, Politis o Le Monde diplomatique en la revista de prensa de France Inter o en otros lugares, cuántas veces ve a sus representantes en la tele o en las radios. ¿Tendría la amabilidad de dedicarse a este tipo de cálculo? (se le señala que Acrimed lo hace en su lugar desde hace dos decenios y que, igualmente, nunca un artículo de Acrimed aparece citado en los medios de información general). Por cierto, ya que descodifica en Le Monde, ¿podría «fact-checkear» rápidamente cuántas veces han saludado la edificante encuesta de Politis sobre los métodos de gestión de Xavier Niel (7), donde uno comprende, sin embargo, un par de cosas sobre aquello que conduce de la violencia neoliberal a la cólera que se apodera de las clases asalariadas?

La izquierda, la inadmisible diferencia

Salvo para esta forma de ceguera interesada que confunde las diferencias en los rabos de las cerezas con diferencias ontológicas, los medios existen ciertamente, incluso se puede dar su característica constitutiva: el común odio a la izquierda que, significativamente, todos designan de la misma manera: «extrema izquierda» o «izquierda radical», cuando no con el risible «izquierda de la izquierda», esa confesión involuntaria de que lo que ellos suelen llamar «la izquierda» se encuentra claramente a la derecha. Como era de esperar, este odio llega al colmo en los medios izquierdistas de derecha, donde el culto a la «realidad», es decir, el esquema fundamental del pensamiento de derecha, ha sido tan profundamente interiorizado que reconocerlo perjudicaría compromisos de varios decenios —al servicio de la «realidad»—, y peor todavía, representaciones íntimas de uno mismo, luchas personales demasiado inciertas como para esforzarse en creer que uno es «pese a todo de izquierdas».

Basta con observar en esos medios el tratamiento comparado, textual, iconográfico y político, de las personalidades de izquierda (de verdadera izquierda) y de las personalidades de centro, es decir, bien instaladas en la derecha, para hacerse una idea de su lugar real (todavía este fin de semana en Libération, « NKM, la geek, c’est chic », sí, es de una insoportable violencia. Si hay lugares donde se ha dado caza sin cuartel a la diferencia de izquierda, a esa diferencia que piensa que el mundo presente no es la «realidad», puesto que no ha sido siempre lo que es, aquello en lo que se ha convertido como resultado de una serie de golpes de fuerza, la mayor parte de los cuales, por supuesto, han sido realizados políticamente por gobiernos «de izquierda» y simbólicamente validados por medios «de izquierda», si hay lugares en que esta diferencia es objeto de una persecución a muerte, esos lugares son, en efecto, «los medios».

Pues bien, el estrangulamiento de la diferencia de izquierda, aquella que atacaría abiertamente la mundialización liberal, que rompería el cerrojo impuesto por el euro a toda política progresista posible, que impugnaría el dominio del capital sobre toda la sociedad, que incluso cuestionaría los derechos de propiedad lucrativa sobre les medios de producción, que organizaría jurídicamente el control político de los productores sobre su actividad, ese estrangulamiento, decimos, sólo deja abierto el tragaluz de la extrema derecha, lleva a los Trump al poder, pues éstos llegan bastante más lanzados que los Sanders, ante quien los medios han hecho, en efecto, todo lo posible para que no inquietara a la candidata predilecta (8), igual que hacen todo lo posible para hundir a Corbyn, arrastrar a Mélenchon por el barro, nombres propios todos ellos que habría que leer aquí más bien como nombres comunes, como las denominaciones genéricas de una posibilidad de diferencia. Sí, los medios existen, buenos apóstoles de la superación de la ideología al servicio de odios ideológicos irreprimibles: por odio a Sanders han traído a Trump; por odio a Corbyn mantendrán a May; antes que Mélenchon, preferirán tácitamente a Le Pen (pero atención, con editoriales grandilocuentes advirtiendo que se ha producido «un seísmo»).

Y si por ventura el deseo de una diferencia de izquierda dejara de centrarse en esos personajes, demasiado institucionales y con frecuencia demasiado imperfectos, para tomar la calle en serio, es decir, más allá del folklore de la manifestación estudiantil, con la amenaza de consecuencias, los medios sólo verían allí «casseurs» («rompedores»), como cuando la de Nuit Debout, cuando, pasado el momento del entusiasmo ciudadano, el cortejo de cabeza empezó a turbar a las redacciones, desconcertadas ante «semejante violencia».

¿El hundimiento?

Un sistema muestra su impotencia en sus momentos de estupefacción, cuando se ve desamparado al no comprender situaciones que él mismo ha contribuido a producir. Sabemos que nos acercamos a esos momentos cuando, como resultado necesario de la prohibición de las diferencias, la confusión aumenta, alimentada por el comentario mediático, él mismo cada vez más desorientado.

Entonces electores de «izquierda» fuera de sí se precipitan a votar en unas primarias de la derecha; se debate con solemnidad sobre la legitimidad de esa participación; se permite que un genuino producto del sistema se califique a sí mismo de anti-sistema cuando semejante bufonada debería merecerle el ridículo universal; pronto se comentará su libro titulado Révolution, y el salvoconducto otorgado sin pestañear a semejante impostura léxica mostrará la esencia real de los medios, su común colaboración en la desnaturalización de las palabras, en la liquidación de toda perspectiva de transformación social, cuyo significante histórico, «revolución», designa ahora la supresión de las 35 horas y la liberalización del sector de los autocares. Imaginemos cómo se habría recibido la Revolución de un Macron en los años 70, en la época en que los medios no habían adquirido todavía su consistencia actual: con una mezcla de indignación, risas y desdén.

En un formidable choque frontal en que lo fortuito expresa sin querer toda una necesidad, L’Obs abre su primera página precisamente sobre Macron el mismo día de la elección de Trump: Macron, el agente por excelencia de la indiferenciación, del reino de la no-diferencia, el carburante de la diferencia de extrema derecha.

Leamos también a Serge Halimi, « Indépendance, au-delà d’un mot creux » («Independencia, más allá de una palabra vacía»), Le Monde diplomatique, noviembre de 2016. Cuando la izquierda oficial, esa que los medios acompañarán hasta el final, se convierte a tal extremo en derecha, ¿qué tiene de extraño que la derecha, para continuar pareciendo derecha, es decir, diferente de la izquierda, no tenga otra solución que correrse todavía más a la derecha, y que todo el paisaje se desplace así de golpe?

Pero empujado ¿por quién? Por esta «izquierda» misma y sus medios. Pacto de responsabilidad, CICE, TSCG, ley laboral, estrangulamiento de la AP-HP, masacre social contemplada pasivamente en Correos: los mandatos dolorosos pero indiscutibles de la «realidad» (la auténtica, al margen del fact-checking). Y mientras tiene lugar la destrucción que «trumpiza» infaliblemente todas les sociedades, los medios sostienen contra viento y marea a la «izquierda-que-se-enfrenta-a-la-realidad (¡ésa precisamente!)», ese asilo de la renuncia política, esa miseria para cabezas de serrín, que han hallado su último reducto en ese desecho de pensamiento.

Antes el abismo que la verdadera izquierda, he ahí al fin y a la postre la elección implícita, la elección de hecho de los medios. Las protestas airadas contra esa imputación son inútiles: sea cual sea la manera en que los individuos envuelven sus actos con palabras, son siempre esos actos los que revelan sus preferencias de hecho, sus preferencias reales. Tras haber hecho todo lo posible para no dejar ninguna posibilidad a la única diferencia que cabe oponer a la diferencia de extrema derecha, se dirá que, como Trump, ha llegado Le Pen… porque el pueblo llano no cree ya en la verdad. He ahí a dónde ha llegado el pensamiento de los medios. Que, por supuesto, ni entonces ni ahora tendrán responsabilidad alguna en lo que ocurre.

Un sistema que no tiene ya ningún poder de atracción, ninguna regulación interna, ninguna capacidad para pilotar una auténtica transición política en frío sólo merece desaparecer. Va a hacerlo. Lo propio de un sistema tan petrificado, tan hermético frente al exterior e incapaz de registrar lo que ocurre en la sociedad, no conoce más «ajuste» que la ruptura, y bastará muy poco tiempo para hacerlo pasar de imperio aplastante que cierra todo el horizonte a la ruina total que vuelva a abrirlo por completo.
Frédéric Lordon

(1) Ver « La procession des fulminants », Acrimed, 17de junio de 2005.
(2) Thomas Legrand, « La presse déconnectée ? », L’édito politique, France Inter, 14 de noviembre de 2016.
(3) Jérôme Fenoglio, citado en « En France, les médias promettent de “réduire la distance avec les lecteurs” », Libération, 19-20 de noviembre de 2016.
(4) Katharine Viner, « How technology disrupted the truth », The Guardian, 12 de julio de 2016, Katharine Viner recoge aquí una cita de Zeynep Tufekci, sociólogo turco.
(5) O que parezca representarla…
(6) Samuel Laurent, responsable de los descodificadores Le Monde, « La post-vérité, lémédia, le fact-checking et Donald Trump », Medium France, 14 de noviembre de 2016.
(7) Erwann Manac’h y Sweeny Nadia, « Enquête sur le système Free », Politis, 18 de mayo de 2016.
(8) Leer el artículo de Thomas Frank que aparecerá en Le Monde diplomatique de diciembre de 2016.

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