Socialismo21 » 28 diciembre, 2016

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La globalización ha muerto

9b1bffd1-8a1c-4f57-a819-83c35f55c87c-830-000001a92882a345_tmpÁlvaro García Linera

El desenfreno por un inminente mundo sin fronteras, la algarabía por la constante jibarización de los Estados-nacionales en nombre de la libertad de empresa y la cuasi religiosa certidumbre de que la sociedad mundial terminaría de cohesionarse como un único espacio económico, financiero y cultural integrado, acaban de derrumbarse ante el enmudecido estupor de las élites globalófilas del planeta.

La renuncia de Gran Bretaña a continuar en la Unión Europea ‒el proyecto más importante de unificación estatal de los últimos 100 años‒ y la victoria electoral de Trump ‒que enarboló las banderas de un regreso al proteccionismo económico, anunció la renuncia a tratados de libre comercio y prometió la construcción de mesopotámicas murallas fronterizas‒, han aniquilado la mayor y más exitosa ilusión liberal de nuestros tiempos. Y que todo esto provenga de las dos naciones que hace 35 años atrás, enfundadas en sus corazas de guerra, anunciaran el advenimiento del libre comercio y la globalización como la inevitable redención de la humanidad, habla de un mundo que se ha invertido o, peor aún, que ha agotado las ilusiones que lo mantuvieron despierto durante un siglo.

Y es que la globalización como meta-relato, esto es, como horizonte político ideológico capaz de encausar las esperanzas colectivas hacia un único destino que permitiera realizar todas las posibles expectativas de bienestar, ha estallado en mil pedazos. Y hoy no existe en su lugar nada mundial que articule esas expectativas comunes; lo que se tiene es un repliegue atemorizado al interior de las fronteras y el retorno a un tipo de tribalismo político, alimentado por la ira xenofóbica, ante un mundo que ya no es el mundo de nadie.

La medida geopolítica del capitalismo

Quien inició el estudio de la dimensión geográfica del capitalismo fue Marx. Su debate con el economista Friedrich List sobre el “capitalismo nacional” en 1847 y sus reflexiones sobre el impacto del descubrimiento de las minas de oro de California en el comercio transpacífico con Asia, lo ubican como el primer y más acucioso investigador de los procesos de globalización económica del régimen capitalista. De hecho, su aporte no radica en la comprensión del carácter mundializado del comercio que comienza con la invasión europea a América sino en la naturaleza planetariamente expansiva de la propia producción capitalista.

Las categorías de subsunción formal y subsunción real del proceso de trabajo al capital con las que Marx devela el automovimiento infinito del modo de producción capitalista, suponen la creciente subsunción de la fuerza de trabajo, el intelecto social y la tierra, a la lógica de la acumulación empresarial, es decir, la supeditación de las condiciones de existencia de todo el planeta a la valorización del capital. De ahí que en los primeros 350 años de su existencia, la medida geopolítica del capitalismo haya avanzado de las ciudades-Estado a la dimensión continental y haya pasado, en los últimos 150 años, a la medida geopolítica planetaria.

La globalización económica (material) es pues inherente al capitalismo. Su inicio se puede fechar 500 años atrás, a partir del cual habrá de tupirse, de manera fragmentada y contradictoria, aún mucho más.

Si seguimos los esquemas de Giovanni Arrighi en su propuesta de ciclos sistémicos de acumulación capitalista a la cabeza de un Estado hegemónico: Génova (siglos XV-XVI), los Países Bajos (siglo XVIII), Inglaterra (siglo XIX) y Estados Unidos (siglo XX), cada uno de estos hegemones vino acompañado de un nuevo tupimiento de la globalización (primero comercial, luego productiva, tecnológica, cognitiva y, finalmente, medio ambiental) y de una expansión territorial de las relaciones capitalistas. Sin embargo, lo que sí constituye un acontecimiento reciente al interior de esta globalización económica es su construcción como proyecto político-ideológico, esperanza o sentido común, es decir, como horizonte de época capaz de unificar las creencias políticas y expectativas morales de hombres y mujeres pertenecientes a todas las naciones del mundo.

El “fin de la historia”

La globalización como relato o ideología de época no tiene más de 35 años. Fue iniciada por los presidentes Ronald Reagan y Margaret Thatcher, liquidando el Estado de bienestar, privatizando las empresas estatales, anulando la fuerza sindical obrera y sustituyendo el proteccionismo del mercado interno por el libre mercado, elementos que habían caracterizado las relaciones económicas desde la crisis de 1929.

Ciertamente fue un retorno amplificado a las reglas del liberalismo económico del siglo XIX, incluida la conexión en tiempo real de los mercados, el crecimiento del comercio en relación al Producto Interno Bruto (PIB) mundial y la importancia de los mercados financieros, que ya estuvieron presentes en ese entonces. Sin embargo, lo que sí diferenció esta fase del ciclo sistémico de la que prevaleció en el siglo XIX fue la ilusión colectiva de la globalización, su función ideológica legitimadora y su encumbramiento como supuesto destino natural y final de la humanidad.

Y aquellos que se afiliaron emotivamente a esa creencia del libre mercado como salvación final no fueron simplemente los gobernantes y partidos políticos conservadores, sino también los medios de comunicación, los centros universitarios, comentaristas y líderes sociales. El derrumbe de la Unión Soviética y el proceso de lo que Gramsci llamó transformismo ideológico de ex socialistas devenidos en furibundos neoliberales, cerró el círculo de la victoria definitiva del neoliberalismo globalizador.

¡Claro! Si ante los ojos del mundo la URSS, que era considerada hasta entonces como el referente alternativo al capitalismo de libre empresa, abdica de la pelea y se rinde ante la furia del libre mercado ‒y encima los combatientes por un mundo distinto, públicamente y de hinojos, abjuran de sus anteriores convicciones para proclamar la superioridad de la globalización frente al socialismo de Estado‒, nos encontramos ante la constitución de una narrativa perfecta del destino “natural” e irreversible del mundo: el triunfo planetario de la libre empresa.

El enunciado del “fin de la historia” hegeliano con el que Fukuyama caracterizó el “espíritu” del mundo, tenía todos los ingredientes de una ideología de época, de una profecía bíblica: su formulación como proyecto universal, su enfrentamiento contra otro proyecto universal demonizado (el comunismo), la victoria heroica (fin de la guerra fría) y la reconversión de los infieles.

La historia había llegado a su meta: la globalización neoliberal. Y, a partir de ese momento, sin adversarios antagónicos a enfrentar, la cuestión ya no era luchar por un mundo nuevo, sino simplemente ajustar, administrar y perfeccionar el mundo actual pues no había alternativa frente a él . Por ello, ninguna lucha valía la pena estratégicamente pues todo lo que se intentara hacer por cambiar de mundo terminaría finalmente rendido ante el destino inamovible de la humanidad que era la globalización. Surgió entonces un conformismo pasivo que se apoderó de todas las sociedades, no solo de las élites políticas y empresariales, sino también de amplios sectores sociales que se adhirieron moralmente a la narrativa dominante.

La historia sin fin ni destino

Hoy, cuando aún retumban los últimos petardos de la larga fiesta “del fin de la historia”, resulta que quien salió vencedor, la globalización neoliberal, ha fallecido dejando al mundo sin final ni horizonte victorioso, es decir, sin horizonte alguno. Trump no es el verdugo de la ideología triunfalista de la libre empresa, sino el forense al que le toca oficializar un deceso clandestino.

Los primeros traspiés de la ideología de la globalización se hacen sentir a inicios de siglo XXI en América Latina, cuando obreros, plebeyos urbanos y rebeldes indígenas desoyen el mandato del fin de la lucha de clases y se coaligan para tomar el poder del Estado. Combinando mayorías parlamentarias con acción de masas, los gobiernos progresistas y revolucionarios implementan una variedad de opciones posneoliberales mostrando que el libre mercado es una perversión económica susceptible de ser reemplazada por modos de gestión económica mucho más eficientes para reducir la pobreza, generar igualdad e impulsar crecimiento económico.

Con ello, el “fin de la historia” comienza a mostrarse como una singular estafa planetaria y nuevamente la rueda de la historia ‒con sus inagotables contradicciones y opciones abiertas‒ se pone en marcha. Posteriormente, en 2009, en EE.UU. el hasta entonces vilipendiado Estado, que había sido objeto de escarnio por ser considerado una traba a la libre empresa, es jalado de la manga por Obama para estatizar parcialmente la banca y sacar de la bancarrota a los banqueros privados. El eficienticismo empresarial, columna vertebral del desmantelamiento estatal neoliberal, queda así reducido a polvo frente a su incompetencia para administrar los ahorros de los ciudadanos.

Luego viene la ralentización de la economía mundial, pero en particular del comercio de exportaciones. Durante los últimos 20 años, este crece al doble del Producto Interno Bruto (PIB) anual mundial, pero a partir del 2012 apenas alcanza a igualar el crecimiento de este último, y ya en 2015 es incluso menor, con lo que la liberalización de los mercados ya no se constituye más en el motor de la economía planetaria ni en la “prueba” de la irresistibilidad de la utopía neoliberal.

Por último, los votantes ingleses y norteamericanos inclinan la balanza electoral a favor de un repliegue a Estados proteccionistas ‒si es posible amurallados‒, además de visibilizar un malestar ya planetario en contra de la devastación de las economías obreras y de clase media, ocasionado por el libre mercado planetario.

Hoy, la globalización ya no representa más el paraíso deseado en el cual se depositan las esperanzas populares ni la realización del bienestar familiar anhelado. Los mismos países y bases sociales que la enarbolaron décadas atrás, se han convertido en sus mayores detractores. Nos encontramos ante la muerte de una de las mayores estafas ideológicas de los últimos siglos.

Sin embargo, ninguna frustración social queda impune. Existe un costo moral que, en este momento, no alumbra alternativas inmediatas sino que ‒es el camino tortuoso de las cosas‒ las cierra, al menos temporalmente. Y es que a la muerte de la globalización como ilusión colectiva no se le contrapone la emergencia de una opción capaz de cautivar y encauzar la voluntad deseante y la esperanza movilizadora de los pueblos golpeados. La globalización, como ideología política, triunfo sobre la derrota de la alternativa del socialismo de Estado, esto es, de la estatización de los medios de producción, el partido único y la economía planificada desde arriba. La caída del muro de Berlín en 1989 escenifica esta capitulación. Entonces, en el imaginario planetario quedo una sola ruta, un solo destino mundial. Y lo que ahora está pasando es que ese único destino triunfante también fallece, muere. Es decir, la humanidad se queda sin destino, sin rumbo, sin certidumbre. Pero no es el “fin de la historia” ‒como pregonaban los neoliberales‒, sino el fin del “fin de la historia”; es la nada de la historia.

Lo que hoy queda en los países capitalistas es una inercia sin convicción que no seduce, un manojo decrépito de ilusiones marchitas y, en la pluma de los escribanos fosilizados, la añoranza de una globalización fallida que no alumbra más los destinos. Entonces, con el socialismo de Estado derrotado y el neoliberalismo fallecido por suicidio, el mundo se queda sin horizonte, sin futuro, sin esperanza movilizadora. Es un tiempo de incertidumbre absoluta en el que, como bien intuía Shakespeare, “todo lo sólido se desvanece en el aire”. Pero también por ello es un tiempo más fértil, porque no se tienen certezas heredadas a las cuales asirse para ordenar el mundo. Esas certezas hay que construirlas con las partículas caóticas de esta nube cósmica que deja tras suyo la muerte de las narrativas pasadas.

¿Cuál será el nuevo futuro movilizador de las pasiones sociales? Imposible saberlo. Todos los futuros son posibles a partir de la “nada” heredada. Lo común, lo comunitario, lo comunista es una de esas posibilidades que está anidada en la acción concreta de los seres humanos y en su imprescindible relación metabólica con la naturaleza. En cualquier caso, no existe sociedad humana capaz de desprenderse de la esperanza. No existe ser humano que pueda prescindir de un horizonte, y hoy estamos compelidos a construir uno. Eso es lo común de los humanos y ese común es el que puede llevarnos a diseñar un nuevo destino distinto a este emergente capitalismo errático que acaba de perder la fe en sí mismo.

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Perry Anderson, Gramsci y la hegemonía

08dcaee9-df50-45e6-9a2c-e850e63b677c-657-000000ac0e668db1_tmpJuan Dal Maso

En el número 100 de New Left Review, publicado en julio/agosto de este año, Perry Anderson dedica un artículo a la valoración de la obra de los que considera los principales herederos de Gramsci: Stuart Hall, Ernesto Laclau, Ranajit Guha y Giovanni Arrighi. El artículo, titulado “The Heirs of Gramsci” , es sumamente interesante para retomar el debate sobre la cuestión de la hegemonía en el pensamiento de Gramsci, concepto cuyos alcances exploraron y ampliaron en distintos modos los autores elegidos y que fuera también objeto de análisis del propio Anderson en Las antinomias de Antonio Gramsci, publicado hace 40 años 1.

De Stuart Hall destaca sus análisis de la crisis del consenso post-bélico en el Reino Unido, la impotencia del viejo laborismo para entenderse con nuevos actores sociales y culturales y el surgimiento de la hegemonía neoliberal, criticando su escaso énfasis en la cuestión “nacional” (según Anderson, mejor considerados por Tom Nairn) y su posición ante el surgimiento del “nuevo laborismo” de Tony Blair.

En el caso de Laclau, realiza una crítica de su evolución hacia la teoría de la hegemonía como una teoría del “populismo” cuya imprecisión intrínseca anula cualquier análisis específico de la sociedad a transformar, abriendo a su vez la vía a una política oportunista como la de Podemos, que se declara “socialdemocracia” al día siguiente de denunciarla.

De Ranajit Guha destaca su análisis del poder colonial en la India a partir de una reformulación de las relaciones entre dominación y hegemonía que se compone de los siguientes términos: Dominación y Subordinación, distinguiendo a su vez la Dominación por Coerción o por Persuasión y la Subordinación por Colaboración o por Resistencia. Anderson sostiene que el aporte de Guha es fundamental en cuanto a la comprensión de la cuestión de la hegemonía, incluso precisando cuestiones que en Gramsci habrían quedado indeterminadas, pero que el autor subestimó la constitución de una hegemonía “normal” en la India con posterioridad a la independencia y bajo los gobiernos del Partido del Congreso.

Sobre Arrighi, Anderson destaca que su desarrollo teórico creativo para pensar el desarrollo del sistema mundial, incorporando en el centro de la cuestión hegemónica la de la superioridad económica. Reivindica sus previsiones sobre el rol de China en la economía mundial pero critica sus ilusiones en el desarrollo de un capitalismo no imperialista con base en Oriente.

De la contingencia a la intemperie

Los autores reseñados tienen en común haber desarrollado de modo específico, a veces unilateral, más lejos o más cerca de Gramsci, distintos aspectos que ya estaban presentes o esbozados en la propia teoría gramsciana: aquellos relativos a la problemática de la hegemonía y la voluntad nacional-popular, las clases subalternas, la “guerra de posición” en el sistema de Estados y la temática de “Gran Potencia”.

El problema, planteado por Anderson, de la falta de alternativas políticas de estos autores en tanto avanzaban en sus definiciones teóricas, tiene como telón de fondo una situación contradictoria desde el punto de vista del desarrollo del marxismo. La expansión desde mediados de los ‘70 y durante los años ‘80 de diversos estudios sobre la problemática de la hegemonía, se da en un momento de transición entre la derrota de los procesos del ‘68 y la consolidación del neoliberalismo. En este contexto, se impone la problemática de la hegemonía como algo opuesto a la centralidad de la clase obrera como sujeto revolucionario, bien sintetizada en la crítica de Laclau y Mouffe al “esencialismo”.

El resultado de estas operaciones teóricas en un contexto de retroceso del movimiento obrero tradicional tanto como del marxismo clásico, fue la separación de la problemática de la hegemonía y el pensamiento estratégico marxista, disuelto este último en diversas lecturas de la contingencia de lo político, que de algún modo tocaron un límite práctico en el fin de ciclo de los gobiernos posneoliberales en América Latina y en la desdichada experiencia de Syriza en Grecia.

Para una “topografía” de la hegemonía proletaria

Una de las principales ideas de Las antinomias de Antonio Gramsci es que lo central del tratamiento de la hegemonía en los Cuadernos de la cárcel pasa por la extensión del concepto de su sentido original (hegemonía del proletariado en la revolución democrático-burguesa en Rusia) al análisis del poder burgués en Occidente. Sin duda este es un aspecto muy importante de la reflexión carcelaria de Gramsci, pero si lo separamos del tratamiento de la cuestión de la hegemonía proletaria, el resultado puede ser una lectura unilateral, que es complementaria con otra de tipo “moral”: al no identificar los análisis sobre la cuestión de la hegemonía proletaria realizados por el propio Gramsci, esto busca subsanarse con una idea general de que nunca abandonó el horizonte revolucionario, cuando en realidad un análisis más preciso está al alcance de la mano.

En este sentido, retomando un leitmotiv de Anderson (inspirado en esto por Althusser) que es el de determinar la “topografía” de la hegemonía, podríamos señalar que en los Cuadernos de la cárcel la hegemonía proletaria es la resultante de un conjunto de prácticas, relaciones y definiciones que pasamos a enumerar:

l El rol fundamental del grupo social en la actividad económica de la sociedad. En líneas generales, las lecturas predominantes sobre la cuestión de la hegemonía destacan su carácter “superador” del “corporativismo de clase”. Gramsci asimismo era un acérrimo crítico de la lectura en clave corporativa del interés histórico de la clase obrera y por ende un crítico del economicismo y del sindicalismo. Pero la crítica gramsciana contra Benedetto Croce contiene precisamente la objeción a la idea inversa: cuando Croce quiere presentar una historia “ético-política” sin lucha entre bandos enfrentados y como expresión de un momento evolutivo de expansión cultural y política, está retomando la ideología conservadora de los moderados del Risorgimento que propugnaban la unificación pero sin reforma agraria. Es decir, Gramsci cuestiona la idea de una hegemonía “ético-política” que no implique cambios estructurales revolucionarios. Por este motivo, las lecturas que oponen a la hegemonía con el interés de clase y por esa vía buscan transformarla en una teoría de la superación de la centralidad proletaria, están defendiendo la posición de Croce y no la de Gramsci. Precisamente debatiendo contra ambas posiciones, Sorel de un lado y Croce del otro, Gramsci destaca que la hegemonía no puede ser solamente ético-política sino también económica, porque se basa en el rol decisivo que el grupo que hegemoniza juega en la actividad económica (C13 §18)2. El rol fundamental del grupo social en la actividad económica de la sociedad. En líneas generales, las lecturas predominantes sobre la cuestión de la hegemonía destacan su carácter “superador” del “corporativismo de clase”. Gramsci asimismo era un acérrimo crítico de la lectura en clave corporativa del interés histórico de la clase obrera y por ende un crítico del economicismo y del sindicalismo. Pero la crítica gramsciana contra Benedetto Croce contiene precisamente la objeción a la idea inversa: cuando Croce quiere presentar una historia “ético-política” sin lucha entre bandos enfrentados y como expresión de un momento evolutivo de expansión cultural y política, está retomando la ideología conservadora de los moderados del Risorgimento que propugnaban la unificación pero sin reforma agraria. Es decir, Gramsci cuestiona la idea de una hegemonía “ético-política” que no implique cambios estructurales revolucionarios. Por este motivo, las lecturas que oponen a la hegemonía con el interés de clase y por esa vía buscan transformarla en una teoría de la superación de la centralidad proletaria, están defendiendo la posición de Croce y no la de Gramsci. Precisamente debatiendo contra ambas posiciones, Sorel de un lado y Croce del otro, Gramsci destaca que la hegemonía no puede ser solamente ético-política sino también económica, porque se basa en el rol decisivo que el grupo que hegemoniza juega en la actividad económica (C13 §18) 2.

l La conquista de autonomía. En distintos pasajes de los Cuadernos de la cárcel, Gramsci señala la importancia que tuvo la experiencia deL’Ordine Nuovo en el movimiento turinés de los consejos de fábrica. Plantea que a través de la experiencia de la democracia fabril y el control obrero de la producción, logrando identificar la diferencia entre las exigencias de la producción y el interés de clase del capitalista, la clase deja de ser subalterna. Esta experiencia “espontánea” es para Gramsci la base para el desarrollo de una “dirección consciente” cuya diferencia con la espontaneidad es una diferencia “de grado”, es decir, la teoría puede ser traducida a la experiencia práctica y viceversa (C3 §48, C9 §67 o C22§2).

l La independencia política y la política hegemónica. En su célebre pasaje sobre los análisis de situaciones y relaciones de fuerzas, Gramsci identifica la independencia política con una forma intermedia de la consciencia de clase, que supera la comprensión del interés común a escala de una sola fábrica o región, pero todavía se mantiene restringida al propio grupo social y orientada a conseguir mejoras en los marcos de la “legislación vigente”. Mientras que la política hegemónica indica la comprensión de que los intereses del grupo social deben expandirse y confluir con los de los demás grupos oprimidos en lucha por un nuevo tipo de Estado. Esta política hegemónica encarna en un partido revolucionario, que Gramsci identificaba con el mito-Príncipe, inspirándose en Maquiavelo (C13 §17).

l La relación de fuerzas militares. En el mismo pasaje sobre análisis de situaciones y relaciones de fuerzas, la hegemonía aparece como mediación entre la relación de fuerzas sociales objetivas y las relaciones de fuerzas militares, que son las inmediatamente decisivas. Gramsci señala que el desarrollo histórico oscila entre las relaciones de fuerzas sociales y las militares, con intermediación de las relaciones de fuerzas políticas. Esto plantea por un lado, que la política hegemónica no reemplaza la resolución por las armas de los conflictos que tienen su origen en las relaciones sociales objetivas pero a su vez la relación de fuerzas militares expresa hasta dónde se ha vuelto hegemónica una clase o mejor dicho hasta dónde una clase que ya es dirigente de los grupos aliados puede volverse dominante de los grupos enemigos (C13 §17).

l La filosofía de la praxis. La importancia asignada por Gramsci a la cuestión de la hegemonía en la teoría y la práctica política, tiene su correlato en la defensa del marxismo como una teoría independiente de las distintas variantes de la ideología burguesa, que contiene en sí todos los elementos para crear un “humanismo laico” en los marcos de un nuevo tipo de Estado. El carácter hegemónico del proletariado se juega también en este plano, poniendo al marxismo como la síntesis más avanzada de la cultura de occidente, capaz de combinar la cultura de masas y la alta cultura (C11 §27, C11 §70) 3.

Algunos problemas estratégicos actuales

Habiendo destacado los elementos que componen la hegemonía proletaria en el pensamiento de Gramsci, intentaremos reinsertar el concepto en un marco estratégico para pensar su actualidad.

Desde ese ángulo, hay una primera cuestión a considerar: la diferencia abismal en la realidad actual de la clase trabajadora y aquella en la cual Gramsci realizó sus reflexiones. La clase obrera actual es mucho más precarizada, mucho más femenina y mucho más inmigrante que la clase obrera en épocas de Gramsci y esta realidad nueva tampoco es una uniformidad, sino que se combina con el movimiento obrero tradicional y sindicalizado. Esta heterogeneidad plantea como tarea de primer orden la lucha por conquistar la unidad interna de la clase obrera, que para Gramsci era una condición prácticamente dada. Relacionado con este problema, se plantea el de la independencia política de la clase obrera, que abarca las tareas de la lucha por la independencia de los sindicatos respecto del Estado, la defensa de una programa independiente de las distintas variantes políticas patronales y la necesidad de una organización política propia.

En segundo lugar, el crecimiento durante las últimas décadas de distintos movimientos sociales organizados alrededor de objetivos puntuales plantea la necesidad de una política hegemónica propiamente dicha, es decir, aquella que recoge las demandas de todos los sectores oprimidos, señalando la necesidad de unirlas con las de la clase trabajadora como fuerza social fundamental.

La realidad actual de la clase obrera, mucho más heterogénea que durante los “años dorados” del marxismo clásico y la existencia de corrientes que hacen hincapié en la división en múltiples movimientos centrados en reclamos parciales, hace que la lucha por la unidad de la clase y la lucha por una política hegemónica sean inseparables o por lo menos tengan una relación muy estrecha. Esto significa que no puede conquistarse la unidad interna de la clase obrera sin considerar cuestiones como las de los derechos de los precarizados, los inmigrantes y las mujeres, que a su vez hacen a la política hegemónica hacia esos mismos sectores cuando se organizan como “movimientos sociales” y todos los sectores que son aliados potenciales de la clase obrera.

Esta unidad de independencia y hegemonía pasa por un programa que articule las demandas de cada sector con las de la clase obrera y todas ellas con el cuestionamiento revolucionario del capitalismo (formulado por Trotsky como programa de transición) pero también por una práctica que demuestre en los hechos, aunque sea en pequeña escala, que esa articulación es posible.

En síntesis, la lucha por la independencia política de la clase trabajadora, por una política hegemónica y por un programa transicional revolucionario, constituyen los puntos de apoyo para una práctica de partido que supere las alternativas caricaturescas de las últimas décadas en gran parte de la izquierda internacional: o pequeñas sectas dogmáticas o sectas “amplias” quejumbrosas, ambas cómodas en su impotencia estratégica.

Hegemonía y dualidad de poderes

En un pasaje de su Historia de la Revolución Rusa, León Trotsky relaciona la hegemonía proletaria con la dualidad de poderes, planteando que una clase no pasa de subordinada a dominadora de la noche a la mañana sino que es necesario que ya en la víspera ocupe un grado de extraordinaria independencia respecto de las otras clases y que en ella se concentren las expectativas de todos los sectores oprimidos. Señala también que una característica “semifantástica” de la revolución rusa fue el grado extraordinario de madurez del proletariado comparado con las masas urbanas de las antiguas revoluciones, lo cual llevó a la dualidad de poderes y a la lucha por el poder 4.

Estas conclusiones de Trotsky dejan planteados varios problemas interesantes: el primero, la cuestión de la hegemonía en tanto “madurez” de la clase obrera como clase revolucionaria, que coincidiría con los elementos planteados anteriormente sobre la “topografía” gramsciana de la hegemonía obrera. El segundo, una lucha por el poder estatal entre la burguesía liberal y los soviets sobre las ruinas del Estado zarista, especificidad que no coincidía con la realidad de Europa Occidental por lo que la Internacional Comunista delineó la táctica de “Gobierno Obrero” en su IV Congreso de 1922.

Esta relación entre hegemonía y dualidad de poderes podría ser uno de los grandes problemas teóricos a dilucidar en la actualidad, a partir de tomar en cuenta dos elementos de la actualidad: la inexistencia de “revoluciones democrático-burguesas” tardías, y el proceso de estatización de las organizaciones obreras analizado por Trotsky a fines de los años ‘30 y durante el año 1940.

Por estos motivos, para lograr reinsertarla en el contexto de la concepción estratégica marxista, es necesario superar el abordaje unilateral de la teoría gramsciana de la hegemonía como teoría de la dominación burguesa, creando una interpretación más amplia del problema que la practicada por muchos autores, incluido Anderson.
Notas
[if !supportLists]1. A propósito de los debates sobre Las Antinomias de Antonio Gramsci ver Francioni, Gianni, L’Officina Gramsciana, ipotesi sulla struttura dei “Quaderni del carcere”, Nápoles, Bibliopolis, 1984 y Thomas, Peter D., The Gramscian Moment. Philosophy, Hegemony and Marxism, Leiden-Boston, Brill, 2009. Me permito asimismo remitir a los lectores a mi trabajo El marxismo de Gramsci. Notas de lectura sobre los Cuadernos de la Cárcel, Buenos Aires, IPS-CEIP, 2016.
[if !supportLists]2. [endif]Ver “Gramsci: tres momentos de la hegemonía” en dossier digital especial de IdZ, abril 2016.
[if !supportLists]3. Todas las referencias, con número de Cuaderno y parágrafo, corresponden a Quaderni del carcere, Edizione critica dell’Istituto Gramsci a cura di Valentino Gerratana, Turín, Einaudi, 2001.
[if !supportLists]4. [endif]Trotsky, León, Historia de la Revolución rusa, Madrid, Sarpe, 1985, p. 177.

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