Socialismo21 » 31 diciembre, 2016

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La elección de Donald Trump

descarga (1)Samir Amin

Si bien es cierto que los primeros pasos de Trump parecen estar desconcertando a buena parte de sus correligionarios, lo cierto es que su margen de maniobra es relativamente pequeño para proceder a cambios verdaderamente significativos. Con todo, su elección constituye un síntoma evidente de la magnitud de la crisis de la globalización neoliberal.
I

La reciente elección de Donald Trump, el Brexit, el incremento de los votos fascistas en Europa, pero también y aún más, la victoria electoral de Syriza y el crecimiento de Podemos, son manifestaciones de la profundidad de la crisis del sistema neoliberal globalizado. Este sistema, que siempre he considerado insostenible, implosiona ante nuestros ojos en su mismo corazón. Todos los intentos para salvar el sistema –para evitar lo peor, dicen– mediante ajustes menores están condenados al fracaso.

Pero la implosión del sistema no es sinónimo de avances en el camino hacia la construcción de una alternativa favorable para los pueblos: el otoño del capitalismo no coincide automáticamente con una primavera de los pueblos. Los separa una brecha que da a nuestra época una tonalidad dramática, reveladora de los peligros más graves. No obstante, esta implosión –que es inevitable– debe entenderse precisamente como una oportunidad histórica que se ofrece a los pueblos, pues desbroza el camino para avances posibles hacia la construcción de una alternativa que tiene dos componentes inseparables: (I) planes nacionales para el abandono de las reglas fundamentales de la gestión económica liberal, en beneficio de proyectos soberanos populares que pongan en primer lugar los avances sociales; (II) en el plano internacional la construcción de un sistema negociado de globalización policéntrica.

Avances paralelos en estos dos planos serán posibles sólo si las fuerzas políticas de la izquierda radical conciben una estrategia para ello y logran movilizar a las clases populares para progresar en la consecución de los objetivos. Este no es el caso aún, como lo demuestran los retrocesos de Syriza, las ambigüedades y confusiones de los votantes británicos y estadounidenses, y la extrema timidez de los herederos del eurocomunismo.

II

El sistema vigente en los países de la tríada imperialista (Estados Unidos, Europa Occidental, Japón) se basa en el ejercicio de un poder absoluto por parte de las oligarquías financieras nacionales. Sólo ellas gestionan el conjunto de los sistemas productivos nacionales, logrando reducir a la condición de subcontratistas a casi todas las pequeñas y medianas empresas en la agricultura, la industria y los servicios, en beneficio exclusivo del capital financiero. Estas oligarquías gestionan los sistemas políticos herederos de la democracia burguesa electoral y representativa, habiendo llegado a domesticar a los partidos políticos electorales de derecha e izquierda, obviamente al precio de erosionar la legitimidad de la práctica democrática. Estas oligarquías controlan también los aparatos de propaganda, habiendo reducido los patrones de información a la condición de coro mediático a su exclusivo servicio. Ninguno de estos aspectos de la dictadura de la oligarquía está siendo cuestionado seriamente por los movimientos sociales y políticos en el seno de la tríada, especialmente en los EE.UU.

Las oligarquías de la tríada pretenden extender su poder a todo el planeta, imponiendo una forma particular de globalización, la del liberalismo mundializado. Pero se enfrentan aquí a resistencias más consistentes de lo que lo son en las sociedades de la tríada, herederas y beneficiarias de las “ventajas” de la dominación imperialista. Porque si los estragos sociales del liberalismo son visibles en Occidente, son diez veces mayores en las periferias del sistema. Hasta el punto de que pocos regímenes políticos pueden seguir aparentando ser legítimos a los ojos de su pueblo. Fragilizadas al extremo las clases, y los Estados compradore que constituyen las correas de transmisión de la dominación del imperialismo colectivo de la tríada son, de hecho, considerados con razón por las oligarquías del centro como aliados no del todo seguros. La lógica del sistema requiere así la militarización y el derecho que se otorga a sí mismo el imperialismo para intervenir –incluyendo la guerra– en los países del sur y el este. Todas las oligarquías de la tríada son “halcones”; la OTAN, un instrumento de agresión permanente, se ha convertido de hecho en la más importante de las instituciones del imperialismo contemporáneo.

La prueba de que se ha elegido esta opción agresiva fue dada por el tono de las palabras del presidente Obama durante su última gira europea (noviembre de 2016), tranquilizando a los vasallos europeos sobre el compromiso de los Estados Unidos dentro de la OTAN. Es evidente que la organización no se presenta como un instrumento de agresión –lo cual realmente es– sino como un medio de asegurar la “defensa” de Europa. ¿Amenazada por quién?

Pues para empezar por Rusia, como nos repite el coro mediático de rigor. La realidad es diferente; lo que se le reprocha a Putin es no aceptar el golpe de estado euro-nazi de Kiev, ni el poder de los políticos mafiosos en Georgia. Hay que contenerla, más allá de las sanciones económicas, por amenazas de guerra como las proferidas por Hilary Clinton.

Luego, se nos dice, está la amenaza terrorista planteada por el yihadismo islámico. Una vez más, la opinión pública está perfectamente manipulada. Porque el yihadismo es el producto inevitable del apoyo que la tríada sigue otorgando al Islam político reaccionario inspirado y financiado por el wahabismo del Golfo. El ejercicio de este supuesto poder islámico es la mejor garantía para la destrucción total de la capacidad de las sociedades de la región de resistir el diktat de la globalización neoliberal. También ofrece la mejor excusa para dar apariencia de legitimidad a las intervenciones de la OTAN. En este sentido, la prensa de los Estados Unidos reconoció que la acusación realizada por D. Trump de que Hilary había apoyado activamente el establecimiento del Daesh estaba bien fundada.

Añadamos que el discurso que vincula la participación en las misiones de la OTAN con la defensa de la democracia se revela una farsa cuando es confrontado con la realidad.
III

La derrota de Hillary Clinton –más que el triunfo de Donald Trump– es una buena noticia. Tal vez aleje la amenaza del clan de los halcones más agresivos, dirigido por Obama y Hilary Clinton.

Digo “tal vez”, porque no está dicho que Trump no introducirá a su país en un camino diferente.

En primer lugar, ni la opinión de la mayoría que lo apoya ni la de la minoría que se manifiesta en su contra le obligan a ello. El debate se ha establecido únicamente sobre algunos de los problemas sociales de los EE.UU. (particularmente antifeminismo y racismo). No pone en cuestión los fundamentos económicos del sistema, origen del deterioro de las condiciones sociales de amplios sectores. El carácter sagrado de la propiedad privada, incluido el de los monopolios, se mantiene intacto; que el propio Trump sea un multimillonario ha sido un activo, no un obstáculo para su elección.

Pero además el debate nunca ha versado sobre la agresiva política exterior de Washington. Nos hubiera gustado ver a los manifestantes contra Trump de hoy protestar ayer contra las agresivas propuestas de Hilary Clinton. Obviamente, esto no sucedió; los ciudadanos de los EE.UU. nunca han condenado la intervención militar en el exterior y los crímenes contra la humanidad que acompañan a esa intervención.

La campaña electoral de Sanders había despertado muchas esperanzas. Atreviéndose a introducir en el debate una perspectiva socialista, Sanders iniciaba una saludable politización de la opinión pública, que no es más imposible en los EE.UU. que en otros lugares. Uno solo puede deplorar, en estas condiciones, la capitulación de Sanders y su posterior apoyo a Clinton.

Aún más importante que el peso de la “opinión pública” es el hecho de que la clase dirigente de los Estados Unidos no concibe otra política internacional que la actual, y eso desde la creación de la OTAN hace 70 años –garantía de su dominio sobre todo el planeta.

Habría, se nos dice, “palomas” y “halcones” en los dos campos, republicanos y demócratas, que dominan el Congreso y el Senado. El primero de estos calificativos es, sin duda, exagerado; se trata de halcones que reflexionan un poco más antes de embarcarse en una nueva aventura. Trump y algunos en su entorno están quizás entre ellos. Si es así, mucho mejor. Pero hay que evitar hacerse demasiadas ilusiones al respecto, aunque también explotar esa pequeña grieta en el edificio estadounidense para fortalecer la construcción de una globalización diferente, un poco más respetuosa con el derecho de los pueblos y las exigencias de la paz. Algo que los vasallos europeos de Washington temen más que nada.

Por otra parte, las palabras de D. Trump sobre la política internacional de los Estados Unidos son contradictorias. Por un lado parece estar dispuesto a entender la legitimidad de los temores de Rusia ante a los planes agresivos de la OTAN en relación con Ucrania y Georgia, mientras Moscú mantiene en Siria el combate contra el terrorismo yihadista. Pero luego dijo que quería dar por terminado el acuerdo nuclear con Irán. Y no se sabe todavía si está decidido a continuar con la política de apoyo incondicional de Obama a Israel o si va a matizar este apoyo.

IV

Por lo tanto, es preciso situar la victoria electoral de D. Trump en el marco más amplio de las manifestaciones de la implosión del sistema. Todas estas manifestaciones, hasta hoy ambiguas, pueden conducir a mejores situaciones, pero también a detestables derivas.

Algunos de los cambios vinculados a estos acontecimientos en modo alguno cuestionan el poder de la clase dominante oligárquica. Este es el caso de Brexit, la elección de Trump, los proyectos de los fascistas europeos.

Ciertamente, la campaña a favor del Brexit recurrió a argumentos nauseabundos. Para empezar, el proyecto de separación no cuestiona la opción fundamental capitalismo/imperialismo de Gran Bretaña. Solo sugiere que en la conducción de su política exterior, Londres puede tener una flexibilidad que le permita tratar directamente con sus socios, los Estados Unidos, en primera línea. Pero detrás de esta opción se dibuja igualmente lo que ya deberíamos saber: que el Reino Unido no acepta la Europa alemana. Esta dimensión del Brexit es sin duda positiva.

Los fascismos europeos –que marchan viento en popa– se sitúan en la extrema derecha; es decir, no cuestionan el poder de las oligarquías en sus respectivos países. Solo desean ser elegidos por ellas para poner el poder a su servicio. Al mismo tiempo, por supuesto, apelan a nauseabundos argumentos racistas, lo que les evita tener que responder a los verdaderos desafíos a los que se enfrentan sus pueblos.

El discurso de D. Trump se sitúa en esta categoría de las falsas críticas de la globalización liberal. Su tono “nacionalista” tiene como objetivo reforzar el control por parte de Washington de sus aliados subalternos, no el concederles una independencia que tampoco exigen. Trump podría, en esta perspectiva, tomar algunas modestas medidas proteccionistas; es lo que por otra parte las administraciones estadounidenses siempre han hecho, sin decirlo, imponiéndolas a sus aliados subalternos a los que no se les ha permitido defenderse. Aquí se perfila una analogía que la Gran Bretaña del Brexit podría querer establecer.

Trump ha dejado entender que las medidas proteccionistas en las que piensa tienen principalmente como objetivo a China. Antes, Obama y Hilary habían ya, a causa de su decisión de desplazar el centro de gravedad de sus fuerzas armadas desde el Oriente Medio a Asia Oriental, designado a China como el rival a batir. Esta estrategia agresiva, económica y militar, en flagrante contradicción con los principios del liberalismo del que Washington presume ser el campeón, podría ser derrotada invitando a China a avanzar en una saludable evolución hacia el fortalecimiento de su mercado popular interno y en la búsqueda de otros socios entre los países del Sur.

¿Derrogará Trump el Tratado de Libre Comercio? Si lo hiciera rendiría un gran servicio a la gente de México y Canadá liberándolos de su condición de vasallos impotentes y por tanto animándolos a involucrarse en nuevos caminos basados en la autonomía de proyectos soberanos populares. Por desgracia hay muy pocas posibilidades de que la mayoría de los representantes republicanos y demócratas en el Congreso y el Senado, todos ellos incondicionalmente vinculados a los intereses de las oligarquías estadounidenses, permitan a Trump ir en ese sentido muy lejos.

Las consecuencias de la hostilidad de Trump contra la Cumbre contra el cambio climático, COP 21, son menos graves de lo que dejan entender sus protagonistas europeos, pues lamentablemente se sabe –o se debería saber– que en cualquier caso el Tratado será letra muerta, pues los países ricos no tienen la intención de mantener sus promesas financieras en esta área.

Por el contrario, algunos efectos de la implosión de la globalización neoliberal pueden asociarse con un progreso social, más o menos débil.

En Europa, la victoria electoral de Syriza y el ascenso de Podemos se inscriben en ese marco. Sin embargo, los proyectos apoyados por estas nuevas fuerzas son contradictorios: rechazo de la austeridad impuesta, pero ilusión por la posibilidad de una reforma europea. La historia se encarga ya de demostrar este error de apreciación en relación con una reforma imposible.

En América Latina los avances realizados durante la primera década del siglo están hoy siendo cuestionados. Los movimientos que llevaron a cabo estos avances sin duda subestimaron el carácter reaccionario de las clases medias de sus países, en particular en Brasil y Venezuela, donde se niegan a compartir con las clases populares los beneficios de un desarrollo digno de este nombre.

La emergencia de otros proyectos –especialmente China y Rusia– también sigue siendo ambigua: ¿es su objetivo “atrapar” por medios capitalistas y en el marco de la globalización capitalista, que están obligados a aceptar ? O, conscientes de que este proyecto es imposible, ¿los poderes relevantes de las sociedades emergentes se orientarán preferentemente en la dirección de instaurar proyectos soberanos populares?

Fuente: http://www.elviejotopo.com/articulo/la-eleccion-donald-trump/

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Podemos: el año que vivimos peligrosamente

descarga (1)Manolo Monereo.

Nuestro maestro Alfonso Ortiz lo ha repetido insistentemente desde hace más de 40 años. La historia de España de los siglos XIX y XX es una sucesión de golpes de Estado, de guerras civiles y de restauraciones. En el centro, nuestra progresiva colocación como país semidesarrollado en una Europa que nos condena a ser periféricos y subalternos.

Pensar históricamente es hoy más importante que nunca y significa ir contra corriente. La posmodernidad “licuada” que nos domina nos roba la historia y nos condena a la insignificancia, a la banalidad de lo noticiable y a la normalización de lo existente.

¿Cuál sigue siendo hoy el problema real de nuestro país? El de sus clases dirigentes, el de sus élites económicas, financieras y empresariales, caracterizadas desde siempre por la ausencia de un proyecto autónomo de Nación capaz de integrar a las clases subalternas y a los pueblos del territorio, dependiente siempre de las grandes potencias y lucrándose siempre del Estado, de un Estado instrumento de dominación y de control de las poblaciones.

El fundamento, el mismo desde siempre: un nacional-catolicismo extremadamente reaccionario, antimoderno y ferozmente antidemocrático. Guerras civiles, golpes de Estado y restauraciones convertidas en costumbre nacional de los grupos de poder asociados a la casa de los Borbones. Cada vez que aparecía la posibilidad de una democracia verdadera, es decir, de la República, pronunciamientos, golpes de Estado y restauración. El objetivo, el de siempre: garantizar sus privilegios, incrementar radicalmente sus beneficios, asegurarse la impunidad y el control del sistema político.

El capitalismo español vive una “crisis orgánica”, como otras veces. Es estructural y sobreestructural a la vez; afecta al modo de insertarse España en la Unión Europea, a las relaciones de producción básicas, a la correlación de fuerzas entre las clases y al régimen político en su conjunto.

Desde que comenzó la crisis, las clases económicamente dominantes impulsan una reestructuración radical económico-social y una recomposición a fondo del sistema político. Es tan claro, tan obvio, que casi nunca lo tenemos en cuenta. Reestructuración económica significa aquí y ahora lo siguiente: adaptarse sumisamente a la nueva división del trabajo que nos impone la UE en proceso de redefinición. Lo que eso significa lo tenemos delante de nuestros ojos, un país especializado en el turismo y en la construcción, con un gigantesco sector servicios, con una industria extremadamente dependiente y con un sector primario bloqueado.

En un país así configurado no habrá nunca trabajo digno y con derechos, se incrementarán las desigualdades y veremos cómo el paro y la precariedad se convierten en permanentes. Los escasos derechos sociales irán desapareciendo y el sistema de pensiones estará amenazado. ¿Dónde está la clave? En un modelo productivo basado en una devaluación permanente de la fuerza de trabajo, es decir, un modelo que exige la desaparición de los derechos laborales, sindicales y la precariedad de nuestra vida. Este es —llevo años señalándolo— el debate que sistemáticamente se oculta y se silencia.

Para consolidar este modelo productivo se necesita un nuevo modelo de poder, un nuevo sistema político y de partidos. La dificultad es extrema, ¿cómo conseguir que los ciudadanos y ciudadanas acepten democráticamente vivir peor, perder derechos y renunciar a libertades históricamente conquistadas? Este es el problema central. Ya en el 2013 el Banco JP Morgan, en un conocido informe, advertía de que las reformas estructurales impuestas a las poblaciones necesitaban ir más allá hasta conseguir cambios en las constituciones para hacerlas más adecuadas al capitalismo financiero dominante.

En concreto, denunciaban unos sistemas constitucionales que dotaban de demasiados derechos a los trabajadores, que garantizaban excesivo peso a los sindicatos y sobreprotegían a las clases trabajadoras. Hay que insistir y repetirlo de nuevo: la orientación prevalente en esta fase es que las poblaciones acepten una gigantesca redistribución de renta, riqueza y poder en favor de los grupos financieros y empresariales dominantes. Hay que entenderlo: el dato específico, singular, del capitalismo realmente existente hoy es su radical incompatibilidad con la democracia constitucional y con la soberanía popular.

Algunos lo hemos venido señalando desde el comienzo de la crisis. El factor que aparecía con más fuerza era una contradicción muy significativa entre los grupos de poder dominantes y la clase política, es decir, el PP y el PSOE. Al fondo, Podemos, que se había convertido en una fuerza capaz, no solo de bloqueo, sino también de alternativa y —hay que decirlo— a contracorriente de lo que estaba ocurriendo en los países de la Unión Europea; no era la primera vez que esto ocurría en nuestra historia reciente. Este era el “gran juego político” que se inició en diciembre de 2015.

La propuesta que impulsaban los poderes fácticos era clara, rotunda, imperativa: gobierno de gran coalición en torno al PP, PSOE y Ciudadanos. El objetivo —ya lo dije antes— era la reestructuración económica y la recomposición del sistema político. Lo fundamental, derrotar a Podemos, es decir, dividirlo, romperlo y cuestionar sus liderazgos básicos. Estaba escrito en las estrellas desde hacía siglos: aceptación de la restauración en proceso o destrucción de un adversario convertido en enemigo. Es la historia de Podemos desde que nació.

Ni Rajoy ni Sánchez estaban por la labor, y Rivera, a lo suyo: correveidile de los que mandan y no se presentan a las elecciones. El secretario general del PP sabía que apartarse del poder y ceder era poner fin al PP que habíamos conocido e iniciar un camino que terminaría entronizando a Rivera como el hombre de la situación, sin garantías ni base social propia.

Hizo lo que mejor sabe hacer: aguantar el tipo, medir los tiempos y esperar que el contrario se equivoque. Pedro Sánchez seguía un guión singular y —hay que reconocerlo— audaz. Se podría explicar así: puesto que el problema es Podemos, gobernar con el PP es dejarle el espacio libre al partido de Pablo Iglesias; luego hay que polarizarse con el PP y disputarle la hegemonía a Podemos. De ahí surge la propuesta PSOE-Ciudadanos. Cada uno buscaba dirimir y crear espacio: uno a su izquierda y el otro por su derecha.

Pablo Iglesias —porque fue él quien tomó la responsabilidad y decidió la táctica— se la jugó y empezó a maniobrar sabiendo que el objetivo real era golpear a Podemos, erosionarlo electoralmente y dividirlo, sobre todo en el Congreso de los Diputados. Nunca fue en serio Sánchez en su ofrecimiento de gobernar a Podemos. Nunca. Al final, el asunto llegó donde estuvo desde el primer momento: o aceptar un gobierno PSOE-Ciudadanos o elecciones generales, culpabilizando de ellas a Pablo Iglesias. Él, solo él, sería el culpable de nuevas elecciones. Personalizar todo el mal en él fue parte esencial de esta estrategia que marcó una etapa y que se quedaba como guión del futuro: el problema de Podemos es Pablo Iglesias.

Los resultados del 26 de junio sirvieron para clarificar el mapa político. Los poderes reconocieron que Mariano Rajoy tendría que conducir la recomposición del sistema político, es decir, de la restauración. Pedro Sánchez volvió a tener unos malos resultados electorales. Con terquedad volvió a su discurso de siempre: se pierden votos y diputados, pero seguimos siendo la segunda fuerza política del país y, además, Unidos Podemos tiene un resultado peor de lo esperado, luego a polarizarse con el PP —”no es no”— y revertir la tendencia. Podemos, Unidos Podemos, consiguió —era lo fundamental— unir todo lo que estaba a la izquierda del PSOE y organizar un bloque complejo y denso, territorialmente y socialmente arraigado.

Los resultados no acompañaron a las expectativas, pero se tenía un grupo parlamentario de 71 diputadas y diputados y 21 senadoras y senadores. Unidos Podemos no solo era la única fuerza democrática y de izquierdas que crecía en Europa, sino que seguía siendo verosímilmente alternativa de gobierno y de poder.

Lo que vimos después fue algo solo comparable a la liquidación política de Adolfo Suárez: la intervención por los poderes fácticos del Partido Socialista hasta conseguir la dimisión de su secretario general. Sánchez no se dio cuenta de que el juego se había terminado y de que los poderes reales exigían el cumplimiento de lo ordenado desde hacía más de un año: reestructuración económica y restauración política. La línea de demarcación fue de nuevo señalada, el nacional-constitucionalismo. A un lado, los partidarios de la monarquía borbónica y su régimen. Al otro, el antisistema, el caos, la anarquía.

Pedro Sánchez no aceptó sin más estas condiciones y fue defenestrado por una alianza entre los medios de comunicación y una parte de su dirección política. Hay que cualificar esta alianza. Estamos hablando de medios cada vez más controlados por los poderes financieros y de la dirección de un partido anclado en los poderes y dependiente de ellos.

Esto tampoco debería asombrarnos demasiado. Es una característica de la UE: el enorme poder del capital financiero y su creciente control sobre una clase política corrupta, sin raíces ni ideología. Los resultados están ahí: desmantelamiento del Estado social, devaluación de la democracia, pérdida de soberanía, crisis de la forma-partido y, más allá, de la política en sentido estricto entendida como autogobierno de las poblaciones.

En estos meses estamos viendo en la práctica un gobierno de gran coalición dirigido y organizado por Rajoy y su vicepresidenta política, Soraya Sáenz de Santamaría. No está siendo fácil. El PP es un partido muy de derechas, poco habituado a los pactos, con una tendencia permanente a mandar. Convertirse en partido de régimen será muy difícil para él. En ello andan con la sobreactuación permanente de Ciudadanos y un PSOE que intenta levantar cabeza desde lo que podríamos llamar una oposición útil, que obtiene resultados por pequeños que sean. Las dudas de Pedro Sánchez son comprensibles, su partido está sólidamente ligado a los que mandan y no se presentan a las elecciones y —es el problema real— ya no hay en él, en su interior, fuerzas capaces de regenerarlo y oponerse a un aparato despolitizado y temeroso de perder privilegios y prebendas.

Tendrá que escoger entre ser minoría o montar una nueva organización. Cabe otra opción: echarse a un lado y esperar mejores tiempos.
Hay dos tareas inmediatas: la cuestión catalana y la neutralización de Podemos. Lo que más daño le ha hecho al régimen ha sido la tendencial convergencia entre cuestión social y cuestión nacional, en la perspectiva de construir un nuevo país y un nuevo Estado.

Este nudo tenía y tiene que ser roto. El ejemplo vasco es paradigmático. Un acuerdo PNV-PSOE para gobernar Euskadi y negociar con Madrid. Es más, la vicepresidenta intenta pactar los presupuestos con el PNV y volver al viejo esquema del bipartidismo imperfecto, es decir, la alianza con las minorías nacionalistas. En Cataluña la cosa es más difícil porque hay que buscar interlocutores y fuerzas políticas susceptibles de construir un escenario que acompañe al proceso restaurador en el resto del Estado.

La neutralización de Podemos ha avanzado mucho, muchísimo. Lo ocurrido en estas semanas ha cubierto las expectativas de las fuerzas del régimen y del tripartido convergente: ruptura del equipo dirigente, silencio sobre la política real -la que afecta a las personas y a sus gravísimos problemas- y confrontación por el poder interno. La conclusión que se intenta imponer como marco es que todo está en crisis, incluso la alternativa de renovación y el cambio democrático. Lo que se intenta transmitir: no hay esperanza, solo queda aceptar lo existente; no hay salvación en lo colectivo; la política para los que viven de ella y cada uno a lo suyo.

No hay que dejarse engañar por las apariencias. El debate está donde estaba en estos meses y donde siempre ha estado, en la política de verdad, la que define el futuro. Pero lo que se dice y nunca se verbaliza ni se publica es otra cosa, que los poderes han ganado ya y no hay margen para la ruptura democrática; que hay que dejarse de maximalismo y aceptar que en estas sociedades no son posibles los cambios sustanciales y que siempre hay que acompañar a los poderes, disputándoles sus márgenes para parecer útiles y realistas.

Que un partido de masas, sólidamente enraizado en la sociedad y en el conflicto social es cosa del pasado y que ahora mandan las nuevas tecnologías y la sociedad-red. No se puede hacer mucho cuando se gobierna, casi nada. Los límites que impone la Europa alemana del euro son tan grandes que solo cabe la política de las pequeñas cosas, de gestos y de gestión hábil e inteligente de los medios. Se podría continuar.

Deberíamos debatirlo en público y que las inscritas e inscritos decidan. Esa es la democracia que defendemos y proponemos.

La grandeza de Podemos y sus gentes es que en su próxima asamblea lo que dirimirá el debate real, el sustancial, será restauración o ruptura democrática; democratizar la sociedad, el Estado y el poder o ser una fuerza política más, subalterna a los que mandan y sumisa a los poderes económicos foráneos y propios; cambiar la sociedad y la política o ser cambiado por ellas.

Restauración y ruptura van siempre de la mano, están —por así decirlo— en la realidad de las cosas, en las fuerzas políticas y sociales y en las cabezas de los dirigentes, siempre como posibilidad y tentación. La política de verdad no es solo análisis, propuesta, táctica; es lucidez y coraje moral, definición y decisión, punto de vista y carácter.

La paradoja es muy fuerte, fortísima. Todos son de Pablo Iglesias, desde Íñigo Errejón a Clara Serra, pasando por Eduardo Maura, Moruno y Sergio Pascual. Ternura hasta las lágrimas. En medio, una ofensiva general contra Podemos y su secretario general. Yo, menos poético, titánico y amoroso, que vengo de una tradición que no cree “ni en dioses ni en reyes ni en tribunos” apoyaré a Pablo Iglesias si sigue haciendo la política que hasta ahora ha hecho, si construye una dirección coherente con el proyecto y democratiza realmente la organización.

 

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