Socialismo21 » 29 mayo, 2017

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Los ganadores en la era de la ciberguerra

Los gigantes tecnológicos aprovechan la complejidad de los ataques informáticos para expandir su negocio y su poder ante la pasividad de los Gobiernos

Es evidente que, gracias a la digitalización y la automatización, los futuros proveedores de casi todos los servicios serán los que posean los datos y la inteligencia artificial avanzada que esos datos alimentan. Por mucho que prediquen los valores de amor fraternal, descentralización y vida de hippies, los nuevos gigantes de Silicon Valley no son más que la nueva generación de rentistas, con más probabilidades de convertirse en un lastre para el resto de la economía que de producir la abundancia digital que prometen.

Evgeny Morozov*, escritor ensayista , experto en el mundo digital

Para valorar lo perniciosa que es nuestra dependencia de los gigantes tecnológicos estadounidenses, basta con darse cuenta de que una de las empresas que más probabilidades tiene de resultar beneficiada por los problemas informáticos mundiales causados por WannaCry, una serie de devastadores ciberataques que golpearon instituciones públicas y privadas en todo el mundo, es precisamente la empresa cuyo software se vio afectado: Microsoft.

Ya antes de los últimos ataques, Microsoft, que siempre trata de desviar la responsabilidad por los defectos de sus productos, había defendido la creación del equivalente digital a un convenio de Ginebra que proteja a los ciudadanos de los ciberataques lanzados por Estados-nación. Al mismo tiempo, un acuerdo de esta naturaleza atribuiría una enorme responsabilidad a las grandes compañías tecnológicas encargadas de garantizar la seguridad en la Red.

El presidente de Microsoft, Brad Smith, responsable de los esfuerzos de la empresa en este ámbito, ha llegado a comparar el sector tecnológico con la Cruz Roja. “Igual que el Cuarto Convenio de Ginebra reconoció que para proteger a la población civil era necesaria la participación activa de la Cruz Roja”, escribió en el blog de la compañía en febrero, “para protegernos frente a los ciberataques orquestados por Estados-nación es necesaria la ayuda directa de las empresas tecnológicas”.

Después de la conmoción de WannaCry, Microsoft intensificó su retórica y Smith y otros muchos exigieron medidas inmediatas a los Gobiernos.

Algo huele a insincero en esta campaña, porque Microsoft, en definitiva, está pidiendo que se le den más obligaciones y responsabilidades mediante leyes internacionales. ¿Qué empresa va a estar voluntariamente dispuesta a que se regulen más sus actividades en todo el mundo?

Los motivos del entusiasmo humanitario que se ha vuelto la marca de fábrica del sector tecnológico son totalmente egoístas. Para empezar, es un complejo ejercicio de publicidad que pretende presentar los ciberataques como algo natural e inevitable o, al menos, algo de lo que solo son responsables los Estados-nación; de acuerdo con esta lógica, las empresas tecnológicas no son más que las víctimas de sofisticadas agresiones piratas de los genios en los servicios de inteligencia.

Esta explicación tiene escaso fundamento real. Gigantes como Microsoft tienen tal poder de mercado —entre otras cosas, debido a todos los derechos de propiedad intelectual que poseen— que el entorno en el que operan tiene muy poco de competitivo.

Esa situación elimina cualquier incentivo para hacer que su software sea lo más seguro posible, publicar actualizaciones periódicas, retirar los productos anticuados e inseguros sin perder tiempo, y otras medidas de ese tipo. Las empresas se acomodan en una vida de rentistas que justifican con grandes palabras como “disrupción” e “innovación”. Para no hablar de que las patentes que protegen sus programas hacen que sea imposible examinarlos en busca de fallos y puertas traseras.

En segundo lugar, nada indica que Estados Unidos —el país con el aparato oficial de piratería informática más complejo y amplio del mundo— fuera a estar dispuesto a adherirse a esos convenios de Ginebra del sector digital. Pero, aunque el Gobierno de Trump decidiera firmar —y sería un milagro, porque todo hace pensar que Trump odia los tratados multilaterales—, existen motivos para pensar que la NSA (Agencia de Seguridad Nacional) y la CIA se limitarían a no tenerlos en cuenta.

En tercer lugar, no es posible entender el deseo de Microsoft de que haya más regulación sin saber exactamente qué implicaría. En pocas palabras, la complejidad de los ciberataques actuales es tan inmensa que los únicos capaces de protegernos frente a ellos son empresas como Google, Facebook y Microsoft. Incluso los profesionales de la seguridad más veteranos —los que llevan camisetas de Richard Stall­man y predican las virtudes del software libre a cualquiera dispuesto a escucharlos— reconocen ya que, para la mayoría de los ataques informáticos, puede ser más seguro utilizar los servicios comerciales de los gigantes tecnológicos que, por ejemplo, tener servidores de correo propios (como bien aprendió Hillary Clinton).

Cuando la inteligencia artificial y el aprendizaje de las máquinas se convierten en elementos fundamentales para distinguir qué es correo basura o un ataque malintencionado y qué no, es evidente que quien controla esos recursos es el proveedor de servicios fundamental. Y en este campo, las grandes empresas estadounidenses de tecnología no tienen apenas competencia, aparte de unas cuantas compañías chinas que intentan ponerse a su altura sin gran éxito.

¿Cómo han desarrollado las empresas norteamericanas esa tremenda capacidad en materia de inteligencia artificial? En parte, debido al legado de la Guerra Fría y las enormes cantidades de dinero que le dedicó el Gobierno. Pero también tiene que ver, en parte, con la peculiaridad de los modelos de negocio que prosperan gracias a la insistencia de EE UU en la liberalización del comercio mundial de servicios y la eliminación de los obstáculos que impiden la libre circulación de datos.

Estos modelos de negocio son de una simplicidad asombrosa: empresas como Google y Facebook financian con la publicidad la provisión de unos servicios relativamente sencillos, como las búsquedas o el correo, y extraen y utilizan los datos del usuario para desarrollar productos y servicios nada sencillos, como los coches sin conductor o los sistemas de análisis que diagnostican enfermedades de manera precoz.

Lo importante es que la concentración del recurso más valioso del nuevo siglo —la inteligencia artificial— en Silicon Valley hace que sea imposible causar disrupción en sus empresas y les permite crear nuevas oportunidades de obtención de rentas. En el caso de la ciberseguridad y el Convenio Digital de Ginebra, el plan de Microsoft está claro: una vez que los Estados-nación reconozcan a esas empresas como el equivalente digital de la Cruz Roja, deberían surgir lucrativos contratos privados de protección informática por un precio sustancioso. Así, además de obtener una renta periódica de los que usan su software, la empresa puede obtener más ingresos de esos usuarios por proteger el software que ya han alquilado pagando por otro lado (en el mundo digital, nadie compra nada ni es dueño de nada en realidad, sino que todo pertenece a los operadores de plataformas).

El conflicto de intereses es impresionante: ¡cuanto más inseguros son los programas de Microsoft, más demanda hay de sus servicios de ciberseguridad para protegerlo! Peor aún, los Gobiernos, en vez de hacer algo para eliminar esos conflictos de intereses, están empeorándolos, porque permiten a las tecnológicas que utilicen sus servicios de inteligencia como chivos expiatorios y creen un mercado secundario de armas informáticas que pueden servir a los pequeños delincuentes para inspirar miedo entre la población. No es extraño que sean bastantes los que piden algún tipo de convenio digital: la pesadilla con la que nos amenazan a la vez el Gobierno y el sector es demasiado horrible para imaginarla.

La transformación de la ciberseguridad en un servicio es un ejemplo perfecto de cómo las necesidades de vigilancia de los Gobiernos modernos —con EE UU a la cabeza— crean oportunidades casi infinitas para que las empresas tecnológicas obtengan unos ingresos monopolísticos. Básicamente, cada vez que leemos que se ofrece un servicio —un “servicio de nube” o un “servicio de movilidad”—, estamos ante un insulso eufemismo que oculta una extracción legalizada de rentas en la que una gran empresa tecnológica sirve de intermediaria.

Es evidente que, gracias a la digitalización y la automatización, los futuros proveedores de casi todos los servicios serán los que posean los datos y la inteligencia artificial avanzada que esos datos alimentan. Por mucho que prediquen los valores de amor fraternal, descentralización y vida de hippies, los nuevos gigantes de Silicon Valley no son más que la nueva generación de rentistas, con más probabilidades de convertirse en un lastre para el resto de la economía que de producir la abundancia digital que prometen.

*Fuente: The New Republic

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Pedro Sánchez: el retorno

Manolo Monereo

¿Qué Pedro Sánchez vuelve? Esta es la pregunta. Sabemos algunas cosas. Primero, que Pedro Sánchez, en su etapa de secretario general, defendió una estrategia, diremos que coherente: el enemigo es (Unidos) Podemos y, para vencerle, hace falta polarizarse con la derecha, achicar espacios y reducir electoralmente a la formación morada para alcanzar a ser de nuevo el partido ordenador del régimen. Segundo, con audacia, se enfrentó con los barones y la baronesa y se la jugó a una carta: votar en contra del gobierno de Mariano Rajoy; no es no y punto. Lo que vino después es muy conocido: una amplia alianza entre los poderes fácticos y mediáticos con una parte sustancial de la dirección del Partido Socialista, la que obligó a Pedro Sánchez a dimitir. Aquí hay que detenerse un momento. El secretario general electo del PSOE siempre negoció con los poderes fácticos y no logró convencerlos cuando, de nuevo, el PP ganó y se dispuso a gobernar el país; por así decirlo, miraba de un lado, a una sociedad española en crisis y que cambiaba rápidamente y, de otro, pretendía convencer a los que mandan y no se presentan a las elecciones, de que para perpetuar el régimen y disminuir el peso electoral y político de Unidos Podemos (es la misma cosa) era necesario un Partido Socialista nítidamente alineado en una oposición dura al Partido Popular.

Sánchez, es el tercer elemento que conviene resaltar, demostró más coraje de lo que se le suponía y un conocimiento cabal de la crisis que vive el PSOE. Salió a la batalla política con mucha fuerza, denunciando la conspiración interna (el programa con Évole fue decisivo) y proponiendo un nuevo PSOE autónomo y de izquierdas. La palabra clave es autonomía. ¿De quién? De los poderes fácticos, especialmente de PRISA y su grupo, de Felipe González y de los grandes grupos de poder económico que, de una u otra forma, tienen enormes conexiones con los gobiernos socialistas de algunas autonomías y, sobre todo, de Andalucía. Autonomía quiere decir, en sentido estricto, capacidad del PSOE para dirigirse a sí mismo, para establecer las alianzas que considere y defender las políticas públicas que se estimen convenientes en el país. Había un tercer mensaje del que se habla poco pero que fue creciendo durante toda la campaña: el PSOE es la “izquierda” y la “única” alternativa a la derecha. Un hilo discursivo a no olvidar.

Su batalla ha sido muy dura y todos los grandes medios de comunicación, El País al frente, apostaron por Susana Díaz y combatieron a Pedro Sánchez con formas muy parecidas a las que emplearon con Pablo Iglesias y con Unidos Podemos. Los grandes medios de comunicación, férreamente alineados tras el gobierno de Rajoy, defienden un “discurso disciplinante”, es decir, se arrogan el poder de definición y, desde ahí, delimitan duramente los espacios de lo posible y lo imposible, de lo aceptable y de lo inaceptable, de lo legítimo y de lo ilegítimo. Como suele ocurrir cada vez que se le da la voz a la ciudadanía o a los militantes del Partido Socialista, estos acaban votando contra la dirección de derechas y apostando por un programa más auténtico, más autónomo, más de izquierdas.

El debate en el PSOE ha tenido un componente fuertemente identitario, con una frontal oposición a la derecha aprovechando el desconcierto de una base electoral y militante que había percibido cómo el Partido había sido intervenido por los grandes poderes y su legítimo secretario general obligado a dimitir. Parecería que el equipo de Sánchez busca una socialdemocracia clásica sin entrar a fondo en el análisis de los procesos de globalización en curso, las políticas realizadas por la Unión Europea –defendida entusiásticamente por toda la socialdemocracia- y, sobre todo, sus consecuencias en la estructura social, en las clases populares y, específicamente, en una juventud a la que se le ha bloqueado el futuro. De ahí que, cuando se pasa del análisis a las propuestas, el discurso de oposición se quiebra y aparecen todas las contradicciones del anterior Pedro Sánchez.

La pregunta por la que comenzamos sigue abierta. ¿Qué secretario general de PSOE retorna? ¿El del acuerdo con Ciudadanos? ¿El que se abre a un acuerdo con Unidos Podemos? ¿El que hará de la hegemonía del PSOE el objetivo central? Sánchez tiene una consistente legitimidad interna y, conociendo lo que conocemos del PSOE, pronto se configurará una dirección mayoritaria en torno a él. Se puede decir que una parte significativa del PSOE se ha (re) politizado convirtiéndose en algo más que espectadores pasivos controlados por potentes direcciones regionales y sin posibilidades reales de decisión. Paradójicamente, la primera “moción de censura” la ha perdido el equipo dirigente de un PSOE, justo es señalarlo, que en estos meses no ha realizado una oposición real y que ha tenido una escasa autonomía frente a la coalición PP-Ciudadanos.

Si vemos la foto del Pedro Sánchez ganador, observamos algunas viejas glorias (pocas), gentes menos conocidas y muchos cuadros intermedios. Esto dice mucho de las dificultades que el nuevo dirigente del PSOE debe vencer. Hay otra mitad del Partido que está o frente a él o que espera poco de él. Los barones regionales siguen teniendo un enorme poder y la todopoderosa virreina del Sur se apresta a crear un muro en Despeñaperros. No perdonará ni olvidará y con ella toda la vieja guardia que son hoy, más que nunca, fuerzas vivas de un régimen en decadencia. Operaciones tipo Ciudadanos no parecen posibles a medio plazo y se abren las posibilidades de una -no demasiado lejana- convocatoria electoral, precedida o no, de una moción de censura del propio Pedro Sánchez.

Rajoy va a continuar, acorralado por los escándalos, defendiendo hasta el final el proceso de restauración en marcha. No olvidemos que ésta tiene cuatro objetivos decisivos: primero, perpetuar la monarquía y sus instituciones básicas; segundo, alinearse con unos EEUU en proceso de transformación y, sobre todo, con su estrategia geopolítica y militar; tercero, consolidar el cambio de modelo social imperante en nuestro país, es decir, aceptar el papel de España en la nueva división del trabajo que está organizando la UE bajo la hegemonía del Estado alemán; cuarto, intentar resolver, sin grandes costes, la llamada “cuestión catalana” en un momento en el que el PP pacta de nuevo con el PNV y busca relacionarse con los antiguos partidarios de Convergencia y Unió.

No sorprenderá demasiado que sobre estos grandes temas, la posición del PSOE sea débil o cuando no abiertamente coincidente con el PP y con Ciudadanos. De estos temas cruciales solo en uno parece que el PSOE pueda definir espacios de convergencia y unidad con las demás fuerzas políticas democráticas y de izquierdas. Me refiero a la cuestión social, en concreto, a la denuncia del nuevo modelo sociedad que progresivamente se va imponiendo en nuestro país. Oponerse a la desigualdad, a la precariedad del trabajo, a la pobreza y a la exclusión no es demasiado difícil. Cambiar el patrón productivo y de poder; confrontar con los Tratados y directivas que vienen de la UE; defender un modelo de relaciones laborales basado en el pleno empleo, derechos sociales y laborales de las clases trabajadoras; proponer un nuevo sistema fiscal progresivo que grave a las grandes rentas y fortunas; en fin, tomarse en serio la necesidad patriótica de (re) industrializar España, es ya otra cosa, requiere, sobre todo, una definición política fuerte, un proyecto de país claro en favor de las grandes mayorías sociales. En el centro, la ruptura generacional, la cuestión de las y los jóvenes, entendida como síntesis y definición de un nuevo bloque democrático y plebeyo.

Lo que viene, a mi juicio, es una dura y compleja lucha por la hegemonía en las izquierdas. Este será el núcleo duro de la nueva mayoría en gestación, de la unidad en el nuevo equipo dirigente: con Pedro Sánchez se puede ganar a la derecha y neutralizar a Unidos Podemos; seguramente ya no será como en el pasado, pero se debe garantizar un PSOE hegemónico y una formación morada minoritaria, predispuesta a apoyos externos y con limitadas capacidades alternativas, un Unidos Podemos que devenga en una IU algo más grande. No mucho más. Es la nostalgia del “viejo orden”, de la estabilidad del bipartidismo perdido. ¿Recordamos todavía su fundamento?: modo de organización del poder para que ganen siempre los que mandan y no se presenta a las elecciones; la clave es un PSOE claramente mayoritario de tal forma que no tenga que pactar las políticas con su izquierda, es decir, que lo haga con su derecha, con la real, la fáctica, la trama. La partida está en su enésimo comienzo y subestimar al país real, el de carne y hueso, es la vieja política, la de Felipe González, la de Susana Díaz, la de Cebrián. Sería bueno no intentar repetir el pasado.

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