Alain Badiou, filósofo fránces
«La hipótesis comunista establece que es practicable una organización colectiva diferente que elimine la desigualdad en la distribución de la riqueza e incluso la división del trabajo».
¿Cuál es la hipótesis comunista? En el sentido genérico que recibe en su Manifiesto canónico, «comunista» significa, en primer lugar, que la lógica de la clase –la subordinación fundamental del trabajo a una clase dominante, un orden que persiste desde la Antigüedad– no es inevitable; puede ser superada.
La hipótesis comunista establece que es practicable una organización colectiva diferente que elimine la desigualdad en la distribución de la riqueza e incluso la división del trabajo.
La apropiación privada de enormes fortunas y su transmisión mediante la herencia desaparecerán. La existencia de un Estado coercitivo, separado de la sociedad civil, dejará de presentarse como una necesidad: un largo proceso de reorganización basado en una libre asociación de productores asistirá a su extinción.
En cuanto tal, «comunismo» tan sólo indica este conjunto general de representaciones intelectuales. Se trata de lo que Kant llamaba una Idea, dotada de una función reguladora, antes que de un programa. Resulta estúpido decir que tales principios son utópicos; en el sentido en que los he definido aquí, se trata de modelos intelectuales, que siempre se actualizan de manera diferente.
En tanto que Idea pura de la igualdad, la hipótesis comunista ha existido sin duda alguna desde los comienzos del Estado. Tan pronto como la acción de masas se opone a la coerción del Estado en nombre de la justicia igualitaria, comienzan a aparecer los rudimentos o los fragmentos de la hipótesis. Las revueltas populares –los esclavos encabezados por Espartaco, los campesinos encabezados por Müntzer– podrían ser identificados como ejemplos prácticos de esta «invariante comunista».
Con la Revolución francesa, la hipótesis comunista inaugura la época de la modernidad política. No obstante, aún no hemos determinado el punto en que nos encontramos hoy en la historia de la hipótesis comunista. Un fresco del periodo moderno mostraría dos grandes secuencias de su desarrollo, con un intervalo de cuarenta años entre ambas.
La primera es la del establecimiento de la hipótesis comunista; la segunda, la de las tentativas preliminares de su realización. La primera secuencia está comprendida entre la Revolución francesa y la Comuna de París; digamos entre 1792 y 1871.
Vincula el movimiento de masas popular a la toma del poder, mediante el derrocamiento insurreccional del orden existente; esa revolución abolirá las viejas formas de sociedad e instaurará «la comunidad de los iguales». En el transcurso del siglo, el movimiento popular informe, compuesto de ciudadanos, artesanos y estudiantes, llegó a configurarse cada vez más bajo la dirección de la clase obrera. La secuencia culminó con la destacada novedad –y la derrota radical– de la Comuna de París.
La Comuna demostró la extraordinaria energía de esta combinación de movimiento popular, dirección de la clase obrera e insurrección armada, así como sus límites: los communards no pudieron establecer la revolución sobre una base nacional, ni defenderla contra las fuerzas de la contrarrevolución apoyadas por las potencias extranjeras.
La segunda secuencia de la hipótesis comunista queda comprendida entre 1917 y 1976: desde la Revolución bolchevique hasta el final de la Revolución cultural y el estallido militante en todo el mundo durante los años 1966-1975. Estuvo dominada por la cuestión: ¿cómo vencer? ¿Cómo resistir –a diferencia de la Comuna de París– contra la reacción armada de las clases propietarias; cómo organizar el nuevo poder para protegerlo frente al ataque violento de sus enemigos?
Ya no se trata de formular y poner a prueba la hipótesis comunista, sino de realizarla: lo que el siglo XIX había soñado, lo llevaría a cabo el siglo XX . La obsesión por la victoria, centrada en torno a las cuestiones de la organización, encontró su principal expresión en la «disciplina de hierro» del partido comunista, la construcción característica de la segunda secuencia de la hipótesis.
El partido resolvió de hecho la cuestión heredada de la primera secuencia: la revolución triunfó, mediante la insurrección o la guerra popular prolongada, en Rusia, China, Checoslovaquia, Corea, Vietnam, Cuba, y consiguió fundar un nuevo orden. Pero la segunda secuencia creó a su vez un problema adicional, que no pudo resolver utilizando los métodos que había desarrollado en respuesta a los problemas de la primera.
El partido había sido una herramienta adecuada para el derrocamiento de los regímenes reaccionarios debilita- dos, pero resultó ser inapropiado para la construcción de la «dictadura del proletariado» en el sentido en el que la había concebido Marx, esto es, un Estado temporal, que organizaba la transición al no Estado: su «extinción».
En vez de esto, el Estado partido se transformó en una nueva forma de autoritarismo. Algunos de aquellos regímenes dieron grandes pasos adelante en educación, sanidad, valorización del trabajo, etc.; y supuso un contrapeso internacional a la arrogancia de los poderes imperialistas.
Sin embargo, el principio estatista resultó estar corrompido en su interior y, a largo plazo, se demostró ineficaz. La coerción policial no pudo salvar al Estado «socialista» de la inercia burocrática interna; y cincuenta años después estaba claro que jamás podría imponerse frente a sus adversarios capitalistas. Las últimas grandes convulsiones de la segunda secuencia –la Revolución cultural y Mayo del 68, en su sentido más amplio– pueden entenderse como intentos de abordar el problema de la inadecuación del partido.
Interludios
Entre el final de la primera secuencia y el comienzo de la segunda hubo un intervalo de cuarenta años durante el cual la hipótesis comunista fue declarada insostenible: durante las décadas comprendidas entre 1871 y 1914 se asistió al triunfo del imperialismo en todo el planeta. Desde que la segunda secuencia llegó a su fin en la década de 1970 estamos en otro intervalo, en el que el adversario vuelve a encontrarse en un periodo de auge. Lo que se juega en estas circunstancias es la consiguiente apertura de una nueva secuencia de la hipótesis comunista.
Pero lo que está claro es que no será –no puede ser– la continuación de la segunda. El marxismo, el movimiento obrero, la democracia de masas, el leninismo, el partido del proletariado, el Estado socialista –todas las invenciones del siglo XX – ya no nos sirven. En el ámbito teórico, merecen sin duda seguir siendo estudiadas y tenidas en consideración; pero en el ámbito de la práctica política se han tornado inservibles.
La segunda secuencia ha terminado y carece de todo sentido intentar restaurarla. Llegados a este punto, durante un intervalo dominado por el enemigo, cuando los nuevos experimentos están rígidamente circunscritos, no es posible decir cuáles serán los rasgos de la tercera secuencia.
Pero la dirección general parece discernible: implica una nueva relación entre el movimiento político y el ámbito de lo ideológico, que fue prefigurada por la expresión «revolución cultural» o por la idea de Mayo del 68 de una «revolución mental».
Conservaremos, sin embargo, las lecciones teóricas e históricas que emergen de la primera secuencia, así como la centralidad de la victoria que emerge de la segunda. Pero la solución no será el movimiento popular informe o multiforme inspirado por la inteligencia de la multitud –como creen Negri y los alterglobalistas–, ni el partido comunista de masas renovado y democratizado, tal como esperan los trotskistas y maoístas.
El movimiento (siglo XIX ) y el partido (siglo XX ) fueron modos específicos de la hipótesis comunista; ya no es posible volver a ellos. En su lugar, después de las experiencias negativas de los Estados «socialistas» y las lecciones ambiguas de la Revolución cultural y del Mayo de 68, nuestra tarea consiste en alumbrar de otro modo la hipótesis comunista, para contribuir a que surja dentro de nuevas formas de experiencia política.
Por eso nuestro trabajo es tan complejo, tan experimental. Debemos centrarnos en sus condiciones de existencia, en vez de limitarnos a improvisar sus métodos. Necesitamos reinstalar la hipótesis comunista –la proposición que dice que la subordinación del trabajo a la clase dominante no es inevitable– dentro de la esfera ideológica.
¿Qué consecuencias podrían desprenderse de ello? Desde el punto de vista experimental, podríamos concebir el descubrimiento de un punto que estaría fuera de la temporalidad del orden dominante, de lo que Lacan denominó en cierta ocasión el «servicio de la riqueza».
Cualquier punto, siempre que esté en oposición formal a ese servicio, y ofrezca la disciplina de una verdad universal. Uno de esos puntos podría ser la declaración: «No hay más que un mundo». ¿Cuáles serían las consecuencias de la misma? El capitalismo contemporáneo se vanagloria, por supuesto, de que ha creado un orden global; sus adversarios hablan también de «alterglobalización ».
En líneas esenciales, proponen una definición de la política como un medio práctico de trasladarse desde el mundo tal como es al mundo tal como desearíamos que fuera. ¿Pero existe un único mundo de sujetos humanos?
El «un mundo» de la globalización es únicamente un mundo de cosas –de objetos en venta– y de signos monetarios: el mercado mundial tal como fue previsto por Marx. La aplastante mayoría de la población tiene en el mejor de los casos un acceso restringido a ese mundo. Están expulsados del mismo, a menudo literalmente.
Se dijo que la caída del Muro de Berlín señalaba la llegada del mundo único de la libertad y la democracia. Veinte años después, está claro que el muro del mundo se ha limitado a desplazarse: en vez de separar a Oriente y Occidente, divide ahora al Norte rico capitalista del Sur pobre y devastado.
Se están construyendo nuevos muros en todo el mundo: entre los palestinos y los israelíes, entre México y Estados Unidos, entre África y los enclaves españoles, entre los placeres de la riqueza y los deseos de los pobres, tanto si son campesinos que viven en aldeas como habitantes de la ciudad que viven en favelas, banlieues, urbanizaciones, hostales, casas ocupadas y asentamientos chabolistas.
El precio del mundo supuestamente unificado del capital es la división brutal de la existencia humana en regiones separadas por perros de policía, controles burocráticos, patrullas navales, alambradas de espino y expulsiones.
El «problema de la inmigración» es, en realidad, el hecho de que las condiciones a las que se enfrentan los trabajadores de otros países proporcionan la prueba viviente de que –desde el punto de vista humano– el «mundo unificado» de la globalización es un engaño.
Una unidad performativa
Así pues, es preciso dar la vuelta al problema político. No podemos partir de un acuerdo analítico sobre la existencia del mundo y emprender una acción normativa en lo que respecta a sus características. El desacuerdo no atañe a sus cualidades, sino a su existencia.
Enfrentándonos a la división artificial y asesina del mundo en dos –una disyunción que está inscrita en el nombre mismo de «Occidente»– debemos afirmar la existencia del mundo único desde el principio, como axioma y principio. La mera frase, «no hay más que un mundo», no es una conclusión objetiva. Es performativa: decidimos que así es para nosotros.
Fieles a este punto, se trata de aclarar las consecuencias que se desprenden de esa sencilla declaración. Una primera consecuencia es el reconocimiento de que todos pertenecemos al mismo mundo al que yo pertenezco: el obrero africano al que veo en la cocina del restaurante, el marroquí al que veo cavando una zanja, la mujer con velo que cuida de unos niños en el parque. Con ello invertimos la idea dominante del mundo unido por objetos y signos, para hacer una unidad de seres vivos, activos, aquí y ahora.
Estas personas, diferentes de mí por lenguaje, vestimenta, religión, alimentación y educación existen exactamente igual que yo; puesto que existen como yo, puedo discutir con ellos y, como con cualquier persona, podemos estar de acuerdo y en desacuerdo acerca de las cosas. Pero sobre el presupuesto de que ellos y yo existimos en el mismo mundo.
Llegados a este punto, nos será planteada la objeción relativa a la diferencia cultural: «nuestro» mundo está formado por aquellos que aceptan «nuestros» valores: democracia, respeto hacia las mujeres, derechos humanos. Aquellos cuya cultura es contraria a los mismos no forman parte en realidad del mismo mundo; si quieren ingresar en él tienen que compartir nuestros valores, «integrarse». En palabras de Sarkozy: «Si los extranjeros quieren permanecer en Francia, tienen que amar a Francia; de lo contrario, tendrán que marcharse.»
Pero cuando se ponen condiciones se abandona el principio: «Hay sólo un mundo de hombres y mujeres vivos.» Podría decirse que tenemos que tener en cuenta las leyes de cada país. En efecto, pero una ley no establece una condición previa para la pertenencia al mundo. No es más que una regla provisional que existe en una región particular del mundo único.
Y a nadie se le pide que ame una ley, sino sencillamente que la obedezca. El mundo único de mujeres y hombres vivos puede perfectamente tener leyes; lo que no puede tener son condiciones previas subjetivas o «culturales» para la existencia en su seno: la exigencia de que uno debe ser como todos los demás.
El mundo único es precisamente el lugar en el que existen un conjunto ilimitado de diferencias. Desde el punto de vista filosófico, lejos de arrojar duda alguna sobre la unidad del mundo, estas diferencias son su principio de existencia.
Se plantea entonces la cuestión de si hay algo que gobierne estas diferencias ilimitadas. Bien es posible que sólo haya un mundo, ¿pero significa eso que ser francés, o un marroquí que vive en Francia, o un musulmán en un país de tradiciones cristianas, no significa nada? ¿O bien deberíamos ver la persistencia de tales identidades como un obstáculo? La definiciónmás sencilla de «identidad» es la serie de características y propiedades por las cuales un individuo o un grupo se reconoce como «él mismo».
Ahora bien, ¿qué es ese «mismo»? Es aquello que, a través de todas las propiedades características de la identidad, permanece más o menos invariante. Cabe decir, pues, que una identidad es el conjunto de propiedades que mantienen una invariante.
Por ejemplo, la identidad de un o una artista es aquella gracias a la cual puede ser reconocida la invariancia de su estilo; la identidad homosexual consiste en todo aquello que está vinculado a la invariancia del posible objeto de deseo; la identidad de una comunidad extranjera en un país es aquella por la cual puede ser reconocida la pertenencia a dicha comunidad: lenguaje, gestos, vestimenta, hábitos alimentarios, etc.
Así definida, mediante invariantes, la identidad está doblemente relacionada con la diferencia: por una parte, la identidad es lo que es diferente del resto; por otra parte, es lo que no se vuelve diferente, lo que es invariante. La afirmación de la identidad tiene otros dos aspectos adicionales.
La primera forma es negativa. Consiste en sostener desesperadamente que yo no soy el otro. A menudo esto resulta indispensable, frente a las demandas autoritarias de integración. El obrero marroquí afirmará forzosamente que sus tradiciones y costumbres no son las del europeo pequeño burgués; llegará incluso a reforzar las características de su identidad religiosa o consuetudinaria.
La segunda acarrea el desarrollo inmanente de la identidad dentro de una nueva situación: más bien como en la famosa máxima de Nietzsche, «deviene lo que eres». El obrero marroquí no abandona aquello que constituye su identidad individual, social o familiarmente; pero adaptará progresivamente todo ello, de manera creativa, al lugar en el que se encuentra.
De tal suerte que inventará lo que es –un obrero marroquí en París– no teniendo que pasar por una ruptura interna, sino mediante una expansión de su identidad. Las consecuencias políticas del axioma «no hay más que un mundo» trabajarán para consolidar lo que es universal en las identidades.
Un ejemplo –un experimento local– sería un encuentro celebrado recientemente en París, en el que obreros sin papeles y ciudadanos franceses se reunieron para exigir la abolición de las leyes de persecución, las redadas policiales y las expulsiones; para exigir que los obreros extranjeros sean reconocidos sencillamente por su presencia: que ninguna persona es ilegal; se trata en todo caso de exigencias que resultan normales para las personas que básicamente están en la misma situación existencial –personas del mismo mundo.
Tiempo y valentía
«Ante tanta desgracia, ¿qué te queda?», pregunta su confidente a la Medea de Corneille. «¡Yo misma! ¡yo misma!, digo, y con ello me basta», es su res- puesta. Lo que Medea conserva es la valentía para decidir su propio destino; y la valentía, me atrevería a decir, es la principal virtud frente a la desorientación de nuestra época. Lacan plantea también la cuestión cuando discute la cura analítica de la debilidad depresiva: ¿no debería terminar ésta con grandes discusiones dialécticas acerca del valor y de la justicia, conforme al modelo de los diálogos de Platón?
En el famoso «Diálogo sobre el valor», el general Laques, interrogado por Sócrates, replica: «La valentía es cuando veo al enemigo y me abalanzo sobre él para entablar batalla». Sócrates, por supuesto, no queda muy satisfecho con la respuesta, y le reprende amablemente: «Es un buen ejemplo de valentía, pero un ejemplo no es una definición».
Corriendo los mismos riesgos que el general Laques, daré mi definición. En primer lugar, conservaré el estatuto de la valentía como una virtud, esto es, no como una disposición inicial, sino como algo que se construye, y que uno construye en la práctica. Así, pues, la valentía es la virtud que se manifiesta mediante la resistencia en lo imposible.
No se trata únicamente de un encuentro momentáneo con lo imposible: eso sería heroísmo, no valentía. Siempre se ha representado el heroísmo no como una virtud, sino como una postura: como el momento en el que uno se vuelve para enfrentarse a lo imposible cara a cara.
La virtud de la valentía se construye mediante la resistencia dentro de lo imposible; el tiempo es su materia prima. Lo que exige valentía es operar con arreglo a una duración diferente de la que viene impuesta por la ley del mundo. El punto que buscamos debe ser tal que pueda conectar con otro orden del tiempo.
Aquellos que están presos en la temporalidad que nos es asignada por el orden dominante siempre estarán inclinados a exclamar, como han hecho muchos secuaces del Partido Socialista, «doce años de Chirac, y ahora tenemos que esperar otra ronda electoral. Diecisiete años; tal vez veintidós; ¡es toda una vida!». En el mejor de los casos, quedan deprimidos y desorientados; en el peor, se convierten en ratas.
En muchos aspectos hoy estamos más cerca de las cuestiones del siglo XIX que de la historia revolucionaria del XX . Una amplia variedad de fenómenos del siglo XIX está volviendo a aparecer: vastas zonas de pobreza, desigualdades crecientes, una política disuelta en el «servicio de la riqueza», el nihilismo de partes considerables de la juventud, el servilismo de buena parte de la intelligentsia; el experimentalismo, asediado y circunscrito, de unos cuantos grupos que tratan de expresar la hipótesis comunista… Por tales motivos no cabe duda de que, como en el siglo XIX , lo que hoy está en juego no es la victoria de la hipótesis, sino las condiciones de su existencia.
Esa es nuestra tarea durante el interludio reaccionario que hoy impera: la renovación, mediante la combinación entre procesos de pensamiento –siempre de carácter global o universal– y experiencia política, siempre local y singular, pero transmisible, de la existencia de la hipótesis comunista, en nuestra conciencia y sobre el terreno.