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La amenaza fascista en Venezuela

images«Lo que está en juego es no sólo el futuro de Venezuela sino, indirectamente, el de toda América latina».
Atilio Boron, sociólogo argentino
La escalada desestabilizadora que actualmente sufre la Venezuela bolivariana tiene un objetivo no negociable: el derrocamiento del gobierno de Nicolás Maduro. No hay un ápice de interpretación en esta afirmación. Fue expresada en reiteradas ocasiones no sólo por los manifestantes de la derecha sino por sus principales líderes e inspiradores locales: Leopoldo López y María Corina Machado.
En algunas ocasiones se refirieron a sus planes utilizando la expresión que usa el Departamento de Estado: “Cambio de régimen”, forma amable de referirse al “golpe de Estado”. Esta feroz campaña en contra del gobierno bolivariano tiene raíces internas y externas, íntimamente imbricadas y solidarias en un objetivo común: poner fin a la pesadilla instaurada por el comandante Hugo Chávez desde que asumiera la presidencia, en 1999.

Para Estados Unidos, la autodeterminación venezolana –afirmada sobre las mayores reservas comprobadas de petróleo del mundo– y sus extraordinarios esfuerzos a favor de la unidad de Nuestra América equivalen a un intolerable e inadmisible desafío. Para la oposición interna, el chavismo significó el fin de su coparticipación en el saqueo y el pillaje organizado por Estados Unidos y que tuvo a los líderes y organizaciones políticas de la Cuarta República como sus socios menores y operadores locales.

Esperaban unos y otros la derrota del chavismo una vez muerto el comandante, pero con las presidenciales del 14 de abril del 2013 sus esperanzas se esfumaron, si bien por un porcentaje muy pequeño de votos. La respuesta de estos falsos demócratas fue organizar una serie de disturbios que cobraron la vida de más de una decena de jóvenes bolivarianos, amén de la destrucción de numerosos edificios y propiedades públicas.

Se aplacaron porque la respuesta del gobierno fue muy clara y con la ley en la mano y además porque confiaban en que las elecciones municipales del 8 de diciembre, que concibieron como un plebiscito, les permitirían derrotar al chavismo para exigir de inmediato la destitución de Maduro o un referendo revocatorio anticipado. La jugarreta les salió mal porque perdieron por casi un millón de votos y nueve puntos porcentuales de diferencia.

Atónitos ante lo inesperado del resultado –que por primera vez le ofrecía al gobierno bolivariano la posibilidad de gobernar dos años y administrar la economía sin tener que involucrarse en virulentas campañas electorales– peregrinaron a Washington para recibir consejos, dineros y ayudas de todo tipo para seguir llevando adelante el plan. Ahora la prioridad era, como lo exigiera Nixon para el Chile de Allende en 1970, “hacer chirriar la economía”.

De ahí las campañas de desabastecimientos programados, según recomienda el experto de la CIA Eugene Sharp, la especulación cambiaria, los ataques en la prensa en donde las mentiras y el terrorismo mediático no conocían límites y, luego, “calentar la calle” buscando crear una situación similar a la de Benghazi en Libia que desbaratase por completo la economía y generase una gravísima crisis de gobernabilidad que tornase inevitable la intervención de alguna potencia amiga, que ya sabemos quién es, que acudiese en auxilio para restaurar el orden.

Nada de eso ha sucedido, pero no cejarán en sus propósitos sediciosos. López se entregó a la Justicia y es de esperar que ésta le haga caer, a él y a Machado, todo el peso de la ley. Llevan varias muertes sobre sus mochilas y lo peor que le podría pasar a Venezuela sería que el gobierno o la Justicia no advirtieran lo que se oculta dentro del huevo de la serpiente.

Un castigo ejemplar, siempre dentro del marco de la legalidad vigente, y la activa movilización de las masas chavistas para sostener a la Revolución Bolivariana es lo único que permitirá aventar el peligro de un asalto fascista al poder que pondría sangriento fin a la gesta bolivariana. Y lo que está en juego es no sólo el futuro de Venezuela sino, indirectamente, el de toda América latina.

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Anguita : “La república no va a venir. Dejen de soñar. Hay que ir a por ella”

descarga (1)Del diario Publico.es

Aula Magna de la Facultad de Historia de la Universidad de Sevilla. Filas de bancas repletas de ciudadanos de todas las edades. Muchos escuchan en la puerta, en pie.

Hay quien incluso se sienta en las escaleras de acceso al estrado, que acoge un busto adornado con claveles rojos, amarillos y morados. Sobre él, una amplia mesa cubierta por dos banderas: la andaluza y la republicana.

En el centro, una de las voces más incómodas de los últimos años disecciona la situación y propone negociar un camino: la tercera república. Julio Anguita, que pasó por esas mismas clases cuarenta años atrás, tenía claro su objetivo: “Quiero hablar de la tercera república. Y no de cuando venga, sino de cuando usted y yo la traigamos”, dijo en una intervención en clave de desafío.

EL DIAGNÓSTICO

Anguita propone una tercera república que sepa responder a lo que considera una gran crisis de civilización. “No es una crisis económica, estamos ante algo muchísimo más gordo, más importante, más grave”.

Un escenario de fin de régimen en el que se enfrentan los dos grandes pilares del sistema, capitalismo y democracia representativa. “Hasta ahora, el poder económico y las instituciones han estado echando un pulso. Pero ese pulso lo ha ganado el poder económico”, aseguró el andaluz, “cuando un gobierno dice yo ya no puedo hacer nada porque los mercados lo dicen, la democracia representativa es una farsa”.

La soberanía de los ciudadanos ha caído ante las leyes económicas. “El poder político no tiene fuerza. ¿Quién manda? ¿En qué ha quedado el proyecto de Unión Europea? En dos nombres, Draghi y Merkel. Merkel y Draghi”. Ante ese escenario, Anguita propone salir del euro y ver cómo es posible articular otra comunidad política.  “Nuestro país está perdiendo soberanía. La más grande, la de la moneda. Quien no controla su moneda, no controla nada”, explicó, “Salirse del euro es una medida urgente”. En el camino para recuperar esa soberanía, la deuda. Anguita es rotundo: “No se paga. ¡Punto!”, dijo ante las risas del público.  En otros motivos, porque no se puede.

Un dato: España paga todos los días 105 millones de euros. “Traería problemas, pero prefiero esos problemas con la gente unida a terminar muriendome lentamente. Puede que estemos al borde del colapso de aquí a unos meses”.

En ese escenario, los poderes incumplen sistemáticamente las leyes. Así, explica Anguita, aparece el doble estado -concepto acuñado por el socialdemócrata alemán Ernst Frenkel- , ese que hace el trabajo sucio cuando el estado oficial no es capaz de cumplir su propia legalidad.

Y cuando se va aún más allá, el estado mafioso, en el que estamos instalados, ese en el que las instituciones son reemplazas por mafias económicas o políticas, que juegan a favor de sus intereses. Corrupción generalizada, que alcanza todos los niveles. Ese juego de poder se manifiesta, por ejemplo, en los indultos, “delincuentes que se ponen en la calle porque son cercanos al poder”.

El ciudadano es la única clave para invertir la situación: movilizados, activos y conscientes. Ante un movimiento obrero que ha perdido la batalla, una apuesta decidida por la educación. “Hasta que los sindicatos no les digan a sus afiliados que hay que leer y aprender no se v a conquistar nada”, defendió, “La ignorancia no sirve para nada. Es una pieza muerta”.

Es precisamente esa pasión por la educación lo que destaca de las dos repúblicas españolas.

Con él coincidió Carmen Lobo, exconcejal del Ayuntamiento de Camas que destapó un caso de corrupción en su municipio: “Mi corazón se convierte en un acerico -dijo parafraseando a Anguita- cuando veo lo que está pasando a mi alrededor y mis vecinos prefieren ver la televisión antes de salir a la calle a protestar. Cuando veo que el libro de Belén Esteban ha sido número uno en ventas, me avergüenzo de ser española”.

LA PROPUESTA

Los ciudadanos españoles, dice Anguita, hemos sido abducidos en dos ocasiones. Y la responsabilidad está repartida entre todas las fuerzas políticas. Una fue en la transición. “Entonces la democracia se convirtió en el mito, en el sentido de que iba a resolver todos los problemas”. Democracia como un fin y no como un medio, como una fase más de la lucha.

La segunda, la firma del tratado de Maastricht, la Unión Europea y el Euro, que se tomó como un milagro. “Tengo miedo a la tercera”, dijo el político: una abdicación de Juan Carlos y la llegada al trono de su hijo, el Príncipe Felipe, o la instauración de una república de mínimos. “El problema no es que tengamos una república formal, sino qué tipo de república”.

El excoordinador general de Izquierda Unida esbozó ayer las líneas generales de suPropuesta para la III República -así se llamaba la conferencia- ante una audiencia entregada. Sigue la línea de la Constitución jacobina de 1793: república es democracia y democracia es república. Y república también es un estado garantista, que tome la carta de derechos humanos como referencia.

El modelo que propone pasa por varios ejes fundamentales. Anguita apuesta por avanzar hacia una democracia más completa con un cambio de la legislación electoral o medidas para fomentar la participación -como hacer la figura del referéndum sea vinculante-. El ciudadano debe ser necesariamente la clave. Ese es precisamente, dice, uno de los fallos de la Constitución del 78. Los partidos no pueden ser únicamente los órganos que encaucen la participación.

Ahora dice, el rey es capaz de pastorear a los partidos: “El golpe de Tejero triunfó el 24, al día siguiente, cuando los representantes de los partidos van todos como buenos chicos y el rey como la gallina clueca los acoge a todos”.

Ese sistema deberá servir, además, para controlar al poder, luchar “a muerte” contra la corrupción e contar con contrapesos efectivos -“El defensor del pueblo es una plañidera”, dijo-. Atención especial a las separaciones: de los poderes entre sí, máxima fundamental, y entre iglesia y estado, en todos los ámbitos.

En cuanto a la articulación de esa nueva república, el modelo federal es el objetivo. Pero, a la vez, unitario -”No puede ser un estado de reinos taifas”- para garantizar los servicios sociales y que la economía no se imponga al poder político en ningún territorio.

Para el exterior, apuesta por la construcción de una nueva U.E con los países del sur, mirar más hacia Iberoamérica y un unión con Portugal -una república Ibérica-; para la defensa, un cambio del concepto de seguridad. No es concepto militar, sino civil: “Una sociedad segura es una sociedad que come, que tiene educación y trabajo. Lo otro es una sociedad armada, pero no segura”.

Anguita no quiere ponerle apellidos a su propuesta de tercera república. Ni socialista, ni comunista, ni nada que se le parezca. Sin embargo, aunque admite que sería una parte menor del proceso, si apuesta por mantener la bandera tricolor y el himno por su carga sentimental. Y contra los que quieran invocar a fastasmas del pasado , información: “¿Por qué no nos convertimos en militantes de la república?”. Así lo practica él, dice, cuando va al mercado, charlando con los clientes mientras espera en la cola.

Tanto la primera como la segunda república llegaron en momentos de crisis monárquica y en un contexto económico complicado . El escenario es similar hoy, ¿es factible una tercera república? “Hasta que no seamos más y no tengamos un proyecto de república que de manera democrática impongamos, vamos a dejarnos ya de cuándo va a venir la república”, defendió Anguita, “¡Dejen ustedes de soñar!”.

Para conseguirlo, solo hay una receta: consenso y unidad.“Yo digo, aquí está mi propuesta de república. Destrozadla. Pero, puñetas, ¡destrozadla”, dijo entre las risas del público, “En la oposición somos más narcisistas que la leche. Estamos todo el día mirándonos en el espejo. Espejito, ¿hay alguien más rojo que yo?”.

En los últimos minutos del acto, la voz de una joven interrumpió las palabras de Anguita. “¡Viva la república! ¡A por la tercera! ¡A por la tercera”, dijo antes de romper a llorar.

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La crisis política española y sus causas

descargaIgnacio Sánchez-Cuenca.

«La crisis económica, a veces llamada la Gran Recesión, comenzó en el otoño de 2008. En aquellos momentos era impensable que en 2014 tuviéramos niveles de paro por encima del 25%, jóvenes españoles con formación yéndose al extranjero a buscarse la vida, una tasa de crecimiento anémica, la Administración y el Estado de Bienestar en proceso de desguace, una deuda pública cercana al 100% del PIB y el mayor nivel de desigualdad de la Unión Europea.

También era difícil imaginar que la clase política y, sobre todo, los dos grandes partidos, iban a ser rechazados por buena parte de la ciudadanía. Para un segmento mayoritario de la opinión pública, los bancos pueden tener un alto grado de responsabilidad en el desencadenamiento de la crisis, pero son los políticos quienes no son capaces de sacarnos del agujero en el que estamos sumidos.

Este juicio es tanto más llamativo cuanto que en marzo de 2008, en las elecciones generales celebradas justo antes de la crisis, el PSOE y el PP obtuvieron entre ambos el 83,8% del voto válido, el máximo de nuestra historia democrática reciente. En aquel año, la opinión pública española era una de las que más alta valoración tenía de los partidos políticos en las encuestas europeas, y era también una de las más satisfechas con su democracia.

Da vértigo echar la vista atrás y comprobar lo mucho que ha cambiado el país. En 2008 España era todavía un país admirado internacionalmente. Estábamos viviendo un ciclo de crecimiento económico muy prolongado, iniciado en 1994, que nos llevó a superar a Italia en renta per cápita y a aproximarnos a Francia. Habíamos fortalecido la red de infraestructuras, con inversiones masivas en autovías, trenes de alta velocidad, puertos y aeropuertos.

Nuestro país era una potencia mundial en energías renovables. Algunas denuestras grandes empresas tuvieron una expansión internacional impresionante. A partir de 2004, con la formación de un gobierno del PSOE, se inició un periodo de crecimiento enorme del gasto público en I+D. Por lo demás, la deuda pública llegó a estar por debajo del 40%, en cifras muy inferiores a las de la media europea, y el Estado tuvo superávit fiscal por primera vez en democracia.

España se puso a la vanguardia en materia de derechos civiles y sociales. Fuimos uno de los primeros países en aprobar una ley de matrimonio homosexual. El país recibió, entre 1990 y 2010, cinco millones de inmigrantes, que venían atraídos por la prosperidad sin fin, y consiguió integrarlos, de una u otra forma, evitando el surgimiento de movimientos xenófobos.

El paro bajó del 10%. Los españoles cosechaban grandes éxitos internacionales en deportes, cine, gastronomía, literatura e incluso en ciencia. En fin, el país iba como un cohete.

El 24 de septiembre de 2012, The New York Times publicaba una crónica sobre la vuelta del hambre a España, acompañado por un reportaje fotográfico escalofriante con el título Hambre y austeridad en España.

Ese mismo periódico, el más influyente del mundo, colocaba en su portada el 4 de mayo de 2013 una historia sobre La Muela, un municipio de 5.000 habitantes a menos de 25 kilómetros de Zaragoza. La periodista Suzanne Daley eligió La Muela como muestra de todo lo que había ido mal en España. La alcaldesa de la localidad, María Victoria Pinilla, su marido, su hijo, un concejal y 16 técnicos y empresarios fueron detenidos en 2009, en la llamada Operación Molinos. Pinilla y su familia habían amasado una fortuna de más de 20 millones de euros en una gestión disparatada de especulación urbanística.

El caso llamó la atención de la periodista norteamericana por los excesos que se cometieron: la corporación municipal de La Muela se embarcó en proyectos faraónicos como la construcción de una plaza de toros cubierta, un centro deportivo con capacidad para 25.000 espectadores, un aviario y dos museos, uno sobre el aceite y otro sobre el viento. Alguno pensará que hay algo de justicia poética en la decisión de la alcaldesa de dedicar un museo al viento.

¿Cómo reconciliar las dos Españas de estos últimos años, la que quería comerse el mundo y la que hoy es incapaz de consensuar un proyecto de futuro? Hemos pasado de una etapa de euforia a otra de depresión, de una fase de extroversión orgullosa a otra de introversión vergonzante y melancólica.

Una forma muy tentadora de encajar ambas percepciones del país pasa por concluir que la fase de crecimiento fue un espejismo, una pompa de jabón que tenía que explotar. España, según esta tesis, ha despertado del ensueño y se ha dado de bruces con la realidad.

Y se ha encontrado con que nada aprovechable queda de todo aquello.Urbanizaciones fantasma, aeropuertos sin uso y trenes de alta velocidad que atraviesan el país sin apenas pasajeros: ese es el desangelado legado de los años del dinero fácil.Este tipo de análisis ha dado lugar a un resurgimiento del regeneracionismo de factura “noventayochista”.

Lo que la crisis ha dejado al descubierto, según esta visión, son caracteres nacionales que nos impiden tener las instituciones y las economías de los países europeos avanzados: una ilustración insuficiente, el cainismo hispánico, la primacía de los particularismos, una pesada herencia católica, el desprecio a la legalidad, etcétera. Se trata de explicaciones que recurren a la cultura y a la moralidad para dar cuenta de nuestro desgraciado presente.

Su manifestación más emblemática es el reciente libro de Antonio Muñoz Molina Todo lo que era sólido, que ha cosechado gran éxito de público y crítica (Antonio Muñoz Molina, Todo lo que era sólido, Madrid, Seix Barral, 2013. Publiqué una crítica dura de este libro, con el título Ideas gaseosas sobre la solidez, en la revista tintaLibre, 5, julio-agosto, 2013, pp. 50-51.

El libro defiende algunas tesis verdaderamente sorprendentes, como la de ligar la crisis económica a la memoria histórica y a la descentralización territorial del país). Una característica general de este tipo de enfoques es su profundo “provincianismo”, en el sentido de que se abren y se cierran con España, sin pararse a considerar, ni por un momento, que otros países, con sociedades e instituciones muy distintas de las nuestras, están sin embargo sufriendo dificultades parecidas a las que tenemos aquí.

A partir de este discurso noventayochista sobre los males seculares de la patria, han surgido multitud de propuestas regeneracionistas: basta asomarse a las páginas de opinión de El País para encontrarse con ellas a diario.

El formato se repite cansinamente: el autor comienza realizando un diagnóstico sombrío del estado de la nación para, a continuación, presentar una letanía de reformas que España “tiene que” acometersi quiere superar sus problemas (Entre otros muchos posibles, valgan estos dos ejemplos: Guillermo de la Dehesa, ¿Una segunda transición?,El País, 2/2/2013; Jonás Fernández, España está por reformar, El País, 24/12/2013). 

“Hay que” reformar la administración, “hay que” reformar la justicia, “hay que” reformar el sistema educativo, “hay que” reformar la estructura del Estado, “hay que” reformar el funcionamiento de los partidos, y así hasta el agotamiento.

Muchos de los regeneracionistas parten de un relato común sobre las razones que nos han llevado hasta aquí. En síntesis, dicho relato es este:tras la muerte de Franco, las fuerzas políticas del régimen y de la oposición pactaron unas reglas de juego que favorecían la estabilidad de los gobiernos, según queda reflejado, entre otros aspectos, en el fuerte componente mayoritario de nuestro sistema electoral, que propicia un bipartidismo imperfecto, y en la naturaleza constructiva de la moción de censura, en la que el primer ministro solo cae si un candidato alternativo obtiene apoyos suficientes.

La apuesta por la estabilidad suele explicarse como una reacción comprensible ante la fragilidad de los gobiernos que se formaron durante el periodo de la Segunda República. A causa del diseño constitucional de 1978, en España se consolidaron dos grandes partidos, que han tenido un poder enorme en el sistema.

Esos partidos han ido “colonizando” nuevos territorios, lo que ha generado un elevado grado de politización de muchas instituciones del Estado, incluyendo los niveles superiores de la Administración, el Tribunal Constitucional, el Consejo General del Poder Judicial y muchos de los organismos reguladores, así como las cajas de ahorros.

Todo ello ha favorecido prácticas corruptas, pues el sistema funciona con poca transparencia y no hay instrumentos adecuados de control de la acción de los partidos. Al mismo tiempo, el proceso de descentralización ha generado patologías similares en cada una de las 17 comunidades autónomas, con sus correspondientes elites regionales.

La crisis económica, continúa el argumento, ha sacado a relucir las limitaciones de las instituciones nacionales y del Estado autonómico. Si a todo esto se suma la crisis de legitimidad del sistema, tal y como se manifiesta en la falta de confianza de los ciudadanos en las instituciones y los partidos, no queda más remedio que decretar el fin de una etapa.

Llegados a este punto de inflexión (no otra cosa quiere decir el término “crisis”), son legión quienes optan por una refundación del régimen democrático de 1978. Tales empeños adoptan dos formas.

En sus versiones más extremas, frecuentadas por el movimiento 15-M y por los partidos a la izquierda del PSOE, se concluye que nada tiene arreglo en el seno del régimen vigente, por lo que hay que poner el contador a cero, es decir, hay que ir a una situación constituyente en la que se definan unas nuevas reglas de juego que superen para siempre el régimen de la transición, el de la Constitución de 1978.

En sus versiones más moderadas, la apuesta consiste en someter al país a un tratamiento de choque mediante reformas institucionales y económicas (las famosas “reformas estructurales”), siempre dentro del terreno de juego que define la Constitución, que debe ser modificada, pero de acuerdo con los procedimientos establecidos al efecto.

Entre tales reformas institucionales se incluirían la del sistema electoral, la del funcionamiento interno y financiación de los partidos, la de la independencia de la justicia y la de la modernización de la Administración.

En este libro soy más bien escéptico sobre muchas de las propuestas  regeneracionistas. No es que no crea que la corrupción es un problema gravísimo de la democracia española: desde luego que lo es. Igualmente, estoy convencido de que hay margen para mejorar la racionalidad del sistema autonómico.

Ahora bien, tiendo a desconfiar de las reformas institucionales que circulan en el debate público sobre la crisis por varias razones. En primer lugar, muchos de los análisis que he podido leer pecan del “provincianismo” al que me he referido antes con respecto al libro de Muñoz Molina: hacen una lectura exclusivamente española de los problemas políticos que quieren corregir, sin sacar consecuencias ni extraer lecciones de la experiencia comparada.

Es crucial, sin embargo, y así voy a insistir una y otra vez en las siguientes páginas, entender que si otros países atraviesan problemas parecidos de insatisfacción con la democracia y desconfianza hacia los partidos, la causa no puede estar en lo que es específico de cada país, sino, más bien, en aquello en lo que son similares.

Resulta imprescindible, para caracterizar con precisión nuestra crisis, elevar la vista más allá de nuestras fronteras. Con todo, el debate en España sigue siendo, en lo esencial, un debate introspectivo, con muy pocas referencias a lo que sucede en otros países europeos. Curiosamente, esto no sucede en los análisis económicos, pues todo el mundo da por supuesto que la evolución de las principales magnitudes económicas solo puede interpretarse a la luz de lo que sucede en el resto de Europa.

En segundo lugar, buena parte de los problemas que sufre el país no depende tan solo, ni siquiera principalmente, de las reglas institucionales. Hay algo de ingenuo en la idea de que basta cambiar las reglas para que las personas modifiquen su comportamiento.

La historia está llena de ejemplos de reformas institucionales que no tuvieron efecto alguno o que tuvieron efectos muy distintos a los previstos originalmente.

Las patologías políticas españolas pueden proceder en parte de un mal diseño institucional, pero hay también otros factores, de naturaleza social, que se pasan por alto en las propuestas regeneracionistas.

Por poner una ilustración que desarrollo en el capítulo 2, en el caso de la corrupción hay explicaciones institucionales, relativas al funcionamiento de los partidos y la politización de la Administración, pero hay también explicaciones sociales: sabemos que aquellos países cuyos ciudadanos tienen bajos niveles de información política tienden a desarrollar mayor corrupción.

La información política de la gente, medida por ejemplo a través de la circulación de periódicos en la población, no es algo que pueda determinarse a golpe de BOE. El cambio en una variable como esta solo puede producirse de forma gradual, en el medio y largo plazo.

En tercer lugar, es frecuente en las propuestas regeneracionistas encontrar un elemento de oportunismo político: se trata de aprovechar la crisis económica para justificar reformas institucionales que no guardan una relación clara con dicha crisis. Puesto que toda crisis es una oportunidad para el cambio, son muchos quienes en este contexto pretenden conseguir apoyos para moldear el país según sus principios ideológicos.

Es como si en los malos momentos todo el mundo buscara arrimar el ascua a su sardina. De hecho, algunas de las reformas que se propugnan son perfectamente razonables, pero lo eran también hace 10 años, cuando todavía no había llegado la crisis económica.

Lo que resulta intelectualmente deshonesto es presentar las reformas políticas como la condición necesaria para superar la crisis. Quien desee que las reformas políticas se lleven a cabo debería justificar su posición con razones políticas, sin apelar de forma tramposa a las supuestas consecuencias milagrosas que tendrán sobre la economía.

Finalmente, creo que los diagnósticos de los que parten los regeneracionistas, aun siendo correctos en buena medida, resultan insuficientes y parciales. Por una parte, llama la atención que rara vez presten atención a la dimensión distributiva de la crisis económica, perdiendo de vista que esta crisis tiene consecuencias muy distintas sobre los países y, dentro de cada país, sobre las distintas clases sociales.

Por otra, debe recordarse que hay una dimensión específicamente europea en la crisis política. Uno de los problemas principales, si no el principal, es que la pertenencia al euro estrecha muchísimo el margen de maniobra de los gobiernos, lo cual no puede sino generar una enorme frustración en la ciudadanía.

A mi juicio, la impotencia de los gobiernos en el área euro es una de las causas del descrédito de la política en estos tiempos. Y eso, me temo, es algo que no cabe arreglar mediante la clase de reformas que defienden los regeneracionistas.

Frente a las lecturas regeneracionistas de la crisis, en este libro trato de ofrecer una interpretación distinta, que parte de un principio absolutamente obvio, pero que, sorprendentemente, suele pasarse por alto en muchos análisis: la crisis política está estrechamente ligada a la crisis económica.

La naturaleza exacta de esa relación, no obstante, es muy compleja de analizar, pues los vínculos entre ambas crisis se dan a varios niveles. En el nivel más básico de todos, la gente rechaza la política tradicional por los malos resultados económicos.

No hace falta suponer un razonamiento muy sofisticado por parte de los ciudadanos, en virtud del cual estos atribuyen una responsabilidad directa a los políticos por la tasa de paro y la ausencia de crecimiento económico: sencillamente, cuando la tasa de paro se dispara y hay tanta gente sin ningún horizonte laboral, cunde el desánimo y la irritación, que se canalizan hacia los políticos.

Los ciudadanos, desde este punto de vista, no toleran que el paro se desborde, da igual si está en manos de los políticos o no solucionar el problema. Y lo mismo vale para el empobrecimiento de amplias capas de la población, los desahucios, la pobreza energética, la desnutrición infantil y otros problemas sociales que han surgido durante la crisis: todos ellos constituyen una razón muy poderosa para que el ciudadano se sienta fuertemente decepcionado con la política.

En un segundo nivel, la crisis económica tiene un efecto indirecto sobre la política: no son ahora los resultados económicos, sino la manera insatisfactoria en la que el poder político aborda el problema lo que acaba generando una crisis de legitimidad del sistema. Como argumento, en el capítulo 3 de este libro hay una percepción muy extendida, que cruza todo el espectro ideológico, de que la distribución de costes y sacrificios durante la crisis ha sido profundamente injusta.

No todo el mundo ha pagado igual: la crisis se ha cebado con los más vulnerables. Y no solo eso: quienes mayor responsabilidad han tenido a la hora de desencadenar la crisis no son precisamente quienes más han pagado por ello.

Por un lado, los trabajadores que han perdido su empleo han sido, sobre todo, los de menor cualificación (en los primeros años de la crisis, fundamentalmente del sector de la construcción, luego ya en todos los demás). Se ha producido asimismo una disminución importante de renta disponible que ha afectado más a quienes menos ingresos tenían. Ha habido además subidas fiscales importantes que han repercutido especialmente en los asalariados.

En el otro extremo, tenemos que ha aumentado el número de millonarios en España; no se ha reducido el fraude fiscal, el grueso del cual corresponde a grandes empresas y grandes fortunas; y el Estado ha perdido del orden de 40.000 millones de euros en ayudas al sector financiero que no recuperará jamás, mientras que no ha habido rescate alguno a las familias en bancarrota o a las víctimas de las preferentes.

Quizá la ilustración más lacerante de la injusticia de la crisis sea la de los desahucios. Los bancos son asistidos o rescatados por el sector público mediante préstamos blandos del Banco Central Europeo (BCE), avales del Estado e inyecciones de capital, pero esos mismos bancos se muestran inmisericordes con la situación desesperada de muchas familias que no pueden seguir pagando la hipoteca al perder el trabajo uno o varios de sus miembros, procediéndose al desahucio de sus viviendas ante la pasividad de los gobiernos, primero el de José Luis Rodríguez Zapatero y luego el de Mariano Rajoy. 

El divorcio entre la ciudadanía y sus representantes es máximo en este caso. Es importante subrayar que el gobierno de turno no puede refugiarse en constricciones económicas o en imposiciones por parte de instituciones supranacionales: dentro del pequeño margen de acción que conservan los ejecutivos europeos, la regulación de la ley hipotecaria es uno de ellos. Por eso mismo resulta tan desmoralizador, desde un punto de vista democrático, la ceguera y falta de sensibilidad de PP y PSOE ante esta cuestión.

La percepción de injusticia tiene un efecto deletéreo sobre el sistema político. El contrato social gracias al cual funciona la política democrática queda cuestionado cuando los ciudadanos consideran quela otra parte, el Estado, no ha actuado en el interés general de la población, sino en el interés de los poderosos y las grandes corporaciones.

En otros tiempos, una injusticia tan manifiesta podía provocar la rebelión de la ciudadanía y la quiebra del sistema político. En tiempos más pacíficos, sin embargo, la gente se desentiende de la política institucional, generándose un clima de desafección como el que se observa en los países europeos que han sufrido más con la crisis.

Hay un tercer nivel en el que la crisis económica se traslada a la política:la crisis ha sacado a relucir la impotencia del poder político ante los intereses financieros, las fuerzas de la globalización y, en el caso específico de la Unión Europea, la pérdida de soberanía de los gobiernos en beneficio de instituciones no representativas de naturaleza tecnocrática.

Desde que la crisis global de los países desarrollados mutó en una crisis de deuda en la Unión Europea, hemos visto las consecuencias dramáticas del conjunto de decisiones equivocadas que tomaron los gobernantes europeos a propósito del euro en los años noventa.

El euro, lejos de promover la convergencia de las economías europeas, ha provocado más bien su divergencia, produciéndose una ruptura en dos bloques: el de los países acreedores (con Alemania a la cabeza) y el de los países deudores (los países mediterráneos más Irlanda). Las políticas de ajuste que se han impuesto a los países deudores para satisfacer los intereses de los acreedores han sido un rotundo fracaso.

Tras años de recortes y reformas estructurales, la economía se ha hundido, produciéndose una caída de los ingresos públicos superior en muchos casos al monto de los recortes, lo que ha provocado que los déficit apenas bajen o incluso suban (como en España), que se dispare la deuda pública, que el paro esté en niveles altísimos y que aumente la pobreza y la desigualdad.

Los países deudores han sido intervenidos (Grecia, Irlanda, Portugal, Chipre) o se han impuesto soluciones de gobierno tecnocrático (como en Italia con Mario Monti). El episodio más elocuente sobre el respeto al principio democrático durante la crisis de la deuda europea tuvo lugar en los primeros días de noviembre de 2011, cuando Yorgos Papandréu convocó un referéndum popular sobre las condiciones de un nuevo préstamo a Grecia: los centros de poder europeos reaccionaron con verdadera indignación por el atrevimiento, que ponía en cuestión toda la arquitectura política de la austeridad, y al poco tiempo Papandréu se vio obligado a retirarse y dar paso a un nuevo gobierno.

En España no ha sido necesario ni el rescate ni la interferencia política, pues los dos gobiernos, el del PSOE primero y el del PP después, han cumplido como alumnos aplicados las exigencias procedentes de las instituciones europeas, con los resultados económicos que a la vista están.

Quizá lo más humillante en términos políticos haya sido que países que, al menos en teoría, son soberanos y se organizan democráticamente, dependieran enteramente del favor del BCE, institución no democrática que se ha erigido durante la crisis en el verdadero soberano europeo.

Los gobiernos nacionales de los países con mayores necesidades de financiación externa han sido marionetas en manos del BCE, que decidía si les ayudaba o no en función de una extraña mezcla de dogmatismo ideológico e intereses económicos de los países acreedores.

De forma muy esquemática: el BCE ha interpretado los problemas de la prima de riesgo en los países endeudados como resultado de desequilibrios internos de estos países, sin tener nunca en cuenta los incentivos que el diseño defectuoso del área euro generaba para que los inversores financieros atacaran la deuda pública de los Estados con mayor déficit de cuenta corriente.

Los Estados afectados, al haber cedido toda la competencia monetaria al BCE, se han encontrado inermes para hacer frente a los ataques.

Sin un prestamista de última instancia que apoyara sus deudas públicas, los gobernantes se han visto obligados a realizar penosos sacrificios económicos (los famosos recortes) con la intención de calmar a los mercados: dichos recortes no han servido para arreglar el problema de la prima de riesgo y, en cambio, han hundido las economías nacionales de los países periféricos.

Solo cuando el colapso del área euro parecía un peligro real, el BCE se decidió a actuar, mostrando a las claras que ha utilizado el problema de la prima de riesgo para imponer las políticas de la austeridad, pues el BCE, si hubiera querido, podría haber resuelto mucho antes el problema. De hecho, bastaron unas palabras contundentes del gobernador Mario Draghi en el verano de 2012 para que la presión sobre la prima de riesgo se relajara automáticamente.

La ciudadanía de los países más afectados por la crisis de la deuda se ha revuelto no solo contra sus gobiernos, sino también contra sus propios sistemas democráticos y, además, de forma muy acusada, contra la Unión Europea, que pasa por una crisis de legitimidad comparable en magnitud a la de los sistemas políticos de los Estados periféricos.

Los sindicadores de confianza en la Unión Europea se han hundido. En la actualidad, en un país tradicionalmente europeísta como España, la proporción de gente que confía en una institución como la Comisión Europea es incluso más baja que en el país euroescéptico por antonomasia, Gran Bretaña.

Aunque muchos ciudadanos tengan un nivel bajo de información acerca del funcionamiento del euro, que es un asunto técnicamente bastante complejo, la gente entiende que la capacidad de los gobiernos nacionales para hacer política económica se ha reducido de forma muy notable en la unión monetaria. El actual presidente, Mariano Rajoy, fue especialmente claro en su intervención en el Congreso el 11 de julio de 2012:

«Los españoles hemos llegado a un punto en que no podemos elegir entre quedarnos como estamos o hacer sacrificios. No tenemos esa libertad. Las circunstancias no son tan generosas. La única opción que la realidad nos permite es aceptar los sacrificios y renunciar a algo; o rechazar los sacrificios y renunciar a todo» (Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados, X Legislatura, 2012, nº 47, p. 12).

En esas circunstancias, que Rajoy describe con tanta crudeza, son muchos quienes se preguntar acerca del valor del voto en unas elecciones: si sabemos de antemano que quienquiera que sea el partido vencedor se va a ver obligado, con independencia de su ideología, a poner en práctica los “sacrificios”, ¿para qué votar? 

Si, además, esas políticas son claramente perjudiciales para el país, condenándolo a deshacer un camino recorrido con grandes esfuerzos durante muchos años, es lógico que se forme una corriente poderosa en la opinión pública de decepción profunda con la democracia, las instituciones y la política más en general.

La impotencia democrática que se ha instalado en los gobiernos españoles no puede explicarse únicamente a partir de factores nacionales. Es preciso tener en cuenta la inserción de España en el área euro y, más general, en la Unión Europea.

Lo curioso es que mientras que la opinión pública, según revelan múltiples encuestas, ha revisado sus convicciones europeístas y hoy muestra una posición muy crítica hacia la Unión Europea, las elites españolas, tanto económicas como políticas, continúan defendiendo un europeísmo incondicional y acrítico que les aísla cada vez más de la sociedad en la que viven.

Así como en Portugal o en Grecia ha habido vivos debates sobre las ventajas e inconvenientes de permanecer en el euro, en España ese debate no ha llegado a surgir. Impresiona leer las palabras finales de José Luis Rodríguez Zapatero en su libro sobre la crisis:

«La Unión Europea y el euro son proyectos irrenunciables, y más aún en la era de la globalización. La fuerza de los valores que inspiran la unidad europea es superior a cualquier circunstancia, por muy adversa que esta sea.

No podemos ignorar que los progresos de los 30 años de democracia en España se han logrado de la mano de Europa, por Europa y con Europa, y por muy duras que sean ahora las consecuencias y las limitaciones del euro, no deberíamos ni pensar por un momento en la renuncia al euro» (José Luis Rodríguez Zapatero, El dilema. 600 días de vértigo, Barcelona, Planeta, 2013, p. 377).

La adhesión absoluta a un proyecto técnico e instrumental como el del euro, al margen de las consecuencias que tenga para un país, responden a un cierto tipo de rigidez intelectual que está muy extendida en España. Y el hecho de que nuestro país se haya beneficiado más o menos en el pasado por su pertenencia a la Unión Europea no justifica que ahora o en el futuro España pueda ser castigada sin límite.

Más valdría admitir el daño que el euro está haciendo a la sociedad española y luchar para evitarlo, buscando coaliciones con partidos y gobiernos de otros países para hacer frente a los dictados perjudiciales del BCE y de la Comisión, estableciendo así un límite a lo que un país puede aguantar antes de abandonar el club.

Curiosamente, la única manera de que el sistema del euro se reforme en una dirección que lo haga aceptable para los países más débiles consiste en que estos exijan esa reforma en los términos más duros posibles.

Mientras los gobiernos y los establishments de los países del Sur porfíen en esa actitud de sumisa aceptación de todos los sacrificios en nombre de un ideal europeo que los propios países del Norte no respetan, estamos condenados a no tener futuro.

Aunque soy consciente de que defiendo una opinión minoritaria, me provoca sumo desconcierto que el debate público en España se centre en la reforma del modelo autonómico, el cambio en la financiación de los partidos y la modificación de la ley electoral y apenas hablemos del autoritarismo del BCE, de la insolidaridad de Alemania, que se niega a la mutualización de la deuda pública europea (los eurobonos), del apoyo de la Comisión a las políticas de austeridad y del limitado espacio democrático que queda en el seno de la unión monetaria.

Por supuesto que los economistas hablan de estos asuntos con frecuencia, pero su debate es esencialmente técnico. Lo que estoy reclamando en estas páginas es más bien un debate político, en el que se ponga sobre el fiel de la balanza los costes sociales y políticos (democráticos) de permanecer en el área euro.

Como ya he indicado anteriormente, estoy de acuerdo con todos aquellos que defienden que en España hay un problema grave de corrupción, que los partidos funcionan realmente mal y que hay graves patologías en el sistema autonómico.

Pero esos problemas existen desde hace tiempo y no explican el hundimiento de los indicadores de legitimidad del sistema político español. Para dar cuenta de ese hundimiento, resulta imprescindible hacerse cargo de los terribles resultados sociales de la crisis económica y de la impotencia de los gobiernos para hacer frente a los mismos. 

Aunque tenga matices propios y características específicas, la crisis política española, como se verá en el capítulo primero, es también portuguesa, griega o italiana: todas ellas están relacionadas en última instancia con los errores de diseño del euro y con el déficit democrático de la Unión Europea (se estrecha la democracia nacional mientras que no se abre paso una democracia supranacional).

¿Qué tipo de país será España cuando supere la doble crisis económica y política en la que se encuentra? Si no hay ningún cataclismo institucional, como la ruptura del área euro, lo más probable es que el país salga con una fractura interna muy fuerte, que se traduzca en niveles de desigualdad elevadísimos.

Habrá una minoría que se beneficie de las ventajas de la globalización y del euro y una gran mayoría de perdedores, con dificultades cada vez mayores para encontrar trabajos no ya estables, sino simplemente dignos.

El Estado de Bienestar español, que siempre ha estado muy por debajo de la media europea en cuanto a financiación y provisión de servicios, será aún más débil: las pensiones públicas solo asegurarán un mínimo de subsistencia y los servicios públicos irán quedando reservados para los más pobres. En general, el país se volverá más liberal y anglosajón en su forma de organizar las relaciones entre mercado, sociedad y Estado.

Desde un punto de vista político, es más difícil anticipar el futuro. Sabemos, por un lado, que en las democracias desarrolladas no se producen derrocamientos violentos. Esto, en principio, nos permite descartar episodios insurreccionales o revolucionarios que acaben con el sistema. Otra cosa es que si la situación sigue deteriorándose, en algún momento pueda haber saqueos o reacciones espontáneas de violencia, pero este tipo de sucesos no suele provocar grandes cambios políticos.

Por otro lado, muchos creen que el régimen que se inició con la Constitución de 1978 está agotado y que la única manera de relegitimar el sistema político pasa por una fase constituyente, en la que todo se cambie de forma pacífica. Es harto improbable que algo así ocurra, aunque si el Parlamento se fragmentara mucho, los partidos pequeños y medianos, que serán esenciales para formar gobierno, podrían forzar una revisión constitucional profunda.

Quisiera, sin embargo, situarme en un plano más abstracto para especular sobre las consecuencias más generales que tendrá la crisis en el mundo desarrollado. Para ello, creo que vale la pena volver la mirada hacia la crisis de los años setenta. Dicha crisis tuvo un impacto duradero, pero no porque hubiera revoluciones o grandes cambios políticos en el mundo desarrollado, sino más bien porque se modificaron las reglas de juego.

Fueron unos años en los que se habló mucho de crisis de la democracia y de crisis del Estado de Bienestar. Tres autores conservadores, Michel Crozier, Samuel Huntington y Joji Watanuki,escribieron, por encargo de la Trilateral, el libro The Crisis of Democracy: On the Governability of Democracies (1975). A su juicio, los regímenes políticos de los países desarrollados estaban en peligro por un “exceso de democracia”: los sistemas eran demasiado permeables a las demandas procedentes de la sociedad civil, lo cual los volvía ingobernables y excesivamente burocráticos.

En esas condiciones, los gobiernos carecían de autoridad para llevar a cabo las políticas anticrisis y no podían establecer planes estratégicos a medio y largo plazo. Desde la izquierda, James O’Connor publicó The Fiscal Crisis of the State en 1973, defendiendo la tesis de que el Estado de Bienestar era insostenible, pues la dinámica democrática conducía a un aumento constante del gasto social que no se veía compensado por un aumento equivalente de los ingresos.

Ese mismo año, Jürgen Habermas publicó su libro Problemas de legitimación en el capitalismo tardío, en el que argumentaba que el capitalismo destruía los valores precapitalistas que lo embridaban y lo hacían aceptable ante la ciudadanía.

La destrucción de dichos valores morales llevaba a la erosión de la legitimidad del Estado en su intervención en el sistema económico, de manera que o bien el Estado renunciaba a su papel activo o bien actuaba en un sentido meramente tecnocrático, no político.

A pesar de todas estas advertencias, las democracias desarrolladas consiguieron sobrevivir a las demandas sociales, los Estados de Bienestar no entraron en quiebra y el capitalismo, tras el hundimiento de la URSS y el socialismo real, se convirtió en el único sistema económico posible. A medida que la economía mejoró durante la década siguiente, la de los años ochenta, las preocupaciones de los setenta fueron quedando en el olvido.

No obstante, ya nada fue igual después: el consenso keynesiano o socialdemócrata de la posguerra empezó a perder fuerza ante el embate del neoliberalismo representado porRonald Reagan en Estados Unidos y Margaret Thatcher en Gran Bretaña.

La crisis actual también está transformando el terreno del juego. Al igual que con lo ocurrido en los setenta, creo que en esta crisis se está produciendo un cambio de gran alcance en la naturaleza de la democracia. La crisis ha acelerado algunos procesos de transformación que amenazan con convertir las democracias representativas que conocemos en algo muy distinto.

El problema general es el de la impotencia al que antes me he referido. Los gobiernos nacionales han ido perdiendo margen de maniobra, en parte debido a las fuerzas de la globalización, que generan mayor dependencia de la política con respecto al capital, y en parte debido al proceso de vaciamiento de la capacidad de autogobierno.

En los países desarrollados, se ha ido delegando el poder de decisión sobre materias esenciales, fundamentalmente económicas, a instituciones independientes o supranacionales que no tienen responsabilidad democrática alguna, y en muchos casos se han constitucionalizado reglas que atan las manos de los gobiernos (como la reforma constitucional española de 2011 que obliga a un déficit estructural nulo y que establece la prevalencia del interés de los acreedores sobre el de los deudores).

De esta forma, las decisiones colectivas sobre asuntos económicos ya no se toman en función de las preferencias de los ciudadanos (principio básico del autogobierno democrático), sino en función de lo que establecen agencias y reglas sin base popular.

La Unión Europea es, en este sentido, el proyecto más radical en el proceso de adelgazamiento democrático que están viviendo muchos países. Señala la dirección en la que evolucionarán las democracias en el futuro. En el epílogo del libro presento algunas reflexiones (un tanto sombrías) al respecto. Según lo veo, el porvenir político que dibuja la crisis es el de un régimen liberal y tecnocrático, con formas residuales de democracia (a nivel local o regional en todo caso), en el que las libertades y los derechos fundamentales estarán garantizados gracias al Estado de derecho, pero en el que no habrá autogobierno político.

No nos dirigimos, por tanto, hacia nuevas formas de autoritarismo, sino hacia un Estado liberal y tecnocrático sin autogobierno. Habrá libertad personal, sí, pero no se ejercerá políticamente.

El papel de los ciudadanos consistirá en controlar la honestidad y la capacidad de los gestores públicos, no en elegir entre alternativas políticas o ideológicas.

En un orden tecnocrático, el poder lo ejercerán expertos al servicio de los grandes intereses corporativos. Podrá haber formas de resistencia ciudadana cuando se cometan graves abusos, pero no habrá un debate auténtico sobre programas alternativos de gobierno.

Si estoy en lo cierto y estamos entrando en una nueva fase política, caracterizada por el liberalismo y la tecnocracia, no debería sorprender que la opinión pública de los países que más están sufriendo en esta gran transformación muestre actitudes de gran decepción con la política y la democracia.

Sin duda, son claves los malos resultados económicos, pero parece que muchos ciudadanos han empezado a entender también que el vínculo representativo se está deshaciendo: de ahí la profunda insatisfacción democrática que se observa en la mayoría de los países de la Unión Europea. La crisis política es, ante todo, resultado de la impotencia de los gobiernos».

 

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Ejes de la democracia

imagesPablo Bustinduy, filósofo

«Una opción política que defienda los derechos sociales sólo tiene sentido si la próxima ley general de sanidad nace en la marea blanca, la de educación en la marea verde y la de vivienda, en las asambleas de la PAH. Las palabras solas no valen: la única medida de la democracia es su capacidad de generar realidad»

 

“Y aquel príncipe que se ha apoyado sólo sobre sus palabras, encontrándose desnudo de otras preparaciones, fracasa”.

Niccoló Macchiavelli, Il Principe

1. Hay dos ejes fundamentales que sirven hoy de orientación a la política antagonista: el eje arriba/abajo (que reordena la cuestión del sujeto y apunta a los lugares de la emancipación) y el eje vertical/horizontal (que reordena el “cómo” de la política y apunta a la manera de habitar esos lugares). Estos dos ejes fueron la espina dorsal del 15M, cuyo famoso programa de “mínimos” podría resumirse a posteriori en una doble exigencia: desmontar la escena de la representación política moderna (“no nos representan”) y dar lugar a un proceso radical de democratización política, económica y social (“lo llaman democracia y no lo es”).

¿Pero cómo recorrer el camino entre esos dos polos? ¿Cómo generar formas de institucionalidad que sean tan diferentes del orden existente como capaces de hacerle frente y ocupar su lugar? ¿Qué política requiere esa transición de la representación a la democracia?

2. La lógica de la representación queda ilustrada en la imagen del Leviatán: un cuerpo común sublime y poderoso, formado por una multitud de individuos que encuentran en la figura del representante la coherencia y viabilidad de las que carecen. Esa lógica postula (impone, asume) que todos los ciudadanos están de algún modo presentes en la persona del poder, y a continuación postula (impone, asume) cualquier acto del poder como expresión de la libre voluntad de todos los ciudadanos.

Ese doble movimiento, por el que se hace ficcionalmente presente en el poder lo que parecía estar lejos de él, asegura el reparto de posiciones, capacidades y órdenes de actuación en la vida común y los asuntos políticos. La representación gobierna así las variantes que ella misma ha producido: sujeto y objeto (de poder), actividad y pasividad, autoridad y obediencia, legitimidad y sumisión. La ficción representativa es lo que permite cada vez que la relación entre esos términos se haga asimétrica e intransitiva.

3. La larga odisea del liberalismo intentó mitigar ese problema por medio de las elecciones y la división de poderes, de modo que los ciudadanos pudieran elegir a sus “servidores públicos”, hacerlos responsables de sus decisiones, y se estableciera así una comunicación en doble sentido entre representantes y representados que debería constituir lo esencial de la vida política.

Sin embargo, se trata de un juego de balanzas en el que los pesos están trucados de partida. En las constituciones liberales, las elecciones y los mecanismos de control del poder político sirven para presionar o reemplazar a los personajes de la ficción representativa, pero rara vez logran comprometer su trama: la representación delimita los márgenes de la política como un mundo propio y separado, una esfera estanca y distinta de las otras fuentes de poder (económico, financiero, productivo, cultural, religioso, moral) que segmentan la superficie de lo social.

Cuando se denuncia que hoy en día vivimos gobernados por instancias que nadie ha elegido y que no responden a ningún mecanismo de control democrático, se está apuntando a aquello que la representación deja fuera de sí, a sus efectos de mediación y alejamiento de la política de muchos ámbitos decisivos para la reproducción del poder y de la vida social. Por eso el poder le tiene pavor a la política que sucede fuera de las instituciones: la representación es el mecanismo clave para la acotación de la democracia y la despolitización de la economía que define las sociedades burguesas.

4. Así se explica que muchos movimientos revolucionarios hayan hecho uso en algún momento del mandato imperativo (la comuna de París: delegados revocables en todo momento, trabajando por el salario de un obrero) en su afán de extender, profundizar y ampliar el sentido mismo de la política. Así se explica también que los movimientos democráticos que logran politizar

efectivamente la cuestión de la representación, como ha sucedido en varios procesos latinoamericanos recientes, lo hagan poniendo en juego y en cuestión mucho más que la eficacia de un procedimiento parlamentario o electoral: cada uno de estos procesos desborda la base material misma de la representación liberal, haciendo presente al sujeto que autoriza el poder, aboliendo las distancias verticales (que son distancias de clase) entre representantes y representados, acercando en definitiva todo aquello que el liberalismo político aleja y hace inaccesible, sometiéndolo al control de un poder popular que se hace en los hechos autónomo y efectivo. Igual que la economía, la representación se desfigura y se transforma esencialmente en su proceso de socialización.

5. Las formas organizativas del movimiento democrático son la clave de ese proceso. A menudo, el problema organizativo se plantea sin embargo de manera dogmática: todo liderazgo se asume como una forma estricta de representación, que contamina por principio los efectos producidos y es incompatible con procesos horizontales y democráticos.

Es evidente que hay un problema en este esquema binario: al plano de lo horizontal/vertical le falta una tercera dimensión, los puntos de encuentro entre prácticas y palabras, lugares de condensación, intensificación y aceleración de los procesos. Así es por ejemplo el liderazgo de Ada Colau: no “representa” a las asambleas de la PAH, sino que expresa una acumulación de fuerzas que multiplica la capacidad de cada una para actuar e intervenir en su propia realidad.

6. Socializar la política es vincular prácticas y espacios en los que la hipótesis de la igualdad pueda ponerse a trabajar de manera efectiva. Esas intervenciones tienen a menudo un componente vertical, pero lo esencial no está en el origen sino en el efecto: en cómo son reapropiadas, reorientadas, con qué tensiones y resultados.

Lo esencial no tiene que ver con la “persona” (la máscara, la escena) y sus palabras, sino con la existencia y la intensidad del proceso en el que esas palabras se significan, se socializan, se hacen o no verdad. Parece abstracto, pero es sencillo: una opción política que defienda los derechos sociales sólo tiene sentido si la próxima ley general de sanidad nace en la marea blanca, la de educación en la marea verde y la de vivienda, en las asambleas de la PAH.

Las palabras solas no valen: la única medida de la democracia es su capacidad de generar realidad.

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Algunas consideraciones sobre la independencia y la nación.

Sin título

Puesta al día sobre los sujetos de emancipación desde el republicanismo-democrático.

Andres Piqueras,  Antropólogo Social , profesor de Universitat Jaume I.

La independencia es un término fuerte, que concita corrientes espontáneas de simpatía entre las gentes siempre que no afecte al propio proyecto identitario. En ese caso lo que provoca son reacciones visceralmente antagonistas casi siempre. De forma infalible se acoge con temor desde los poderes instituidos. Especialmente cuando se trata de un proyecto irredente frente al Estado expresado a través de la nación y cuando la construcción nacional del propio Estado se desmorona.

Por eso es oportuno políticamente analizar, aunque sea muy brevemente, qué hay detrás de estas idea-fuerzas.

Desde el punto de vista republicano-democrático, o republicano-plebeyo, de donde saldría entre otros el pensamiento marxista, los seres humanos podemos empezar a sentirnos independientes sólo a partir del momento en que no dependemos de la voluntad de otro para vivir. Es decir, cuando no tenemos que trabajar para otros. O lo que es lo mismo, cuando entre unos y otros seres humanos deja de mediar una relación de explotación. Sólo así pueden éstos empezar a ser dueños de su propia vida.

Tal posibilidad pasa necesariamente por la construcción de una sociedad en la que los medios de producción y de organización estén socializados y por tanto las oportunidades de vida niveladas. Es por eso que a esa sociedad, ya desde hace algún siglo, se la dio el nombre de socialista.

Desde esta perspectiva la independencia siempre requiere, por tanto, de libertad. Esto es, que las personas no estén desposeídas de medios de vida para vivir por sí mismas.

Dicho de otra  manera, la libertad requiere necesariamente de altas cotas de igualdad social. Y sólo con libertad e igualdad de por medio podemos empezar a hablar de democracia en sentido fuerte en cualquier sociedad (entendida aquélla como asociada al autogobierno de las personas en cuanto productoras y ciudadanas libres; libres del trabajo dependiente en todas sus formas -el esclavo, el servil, el doméstico, el asalariado…-). Eso quiere decir también que la participación y la decisión directa sobre los propios procesos económicos, sociales y políticos, prevalecen sobre la delegación y la representación.

¿Qué puede decirse, entonces, acerca de la vía nacionalista a la independencia?

Para poder dar alguna respuesta aceptable, es preciso primero que consideremos las propias vías de construcción de la nación.

Si hablamos de Europa, las antiguas grandes migraciones de pueblos habidas entre el fin del Imperio Romano y la Alta Edad Media trastocarían los anteriores asentamientos ciudadanos, fundando, cuando por fin esos pueblos quedaron asentados en unos u otros lugares al final de la Baja Edad Media, las bases de nuevas identidades étnicas. Con ellas regresó el sentido de la pertenencia a través de la mismidad. Esto es, pertenecen al grupo, a la sociedad, quienes se reconocen como “mismos” en cuanto que descendientes de una supuesta misma línea de ascendencia y en cuanto que pretendidamente hacen las mismas cosas.

No van a importar tanto las desigualdades de estratificación o condición social, entre otras, que pudieran existir entre quienes se atribuyen la mismidad (más tarde identidad) y que en realidad no les hacía tan “iguales”. En todas estas colectividades étnicas, algunas devenidas después en nacionales, la “identidad” prevalecerá por encima de la “igualdad”. O dicho de otra forma, la identidad era la única que confería, cuanto menos formalmente, cierta “igualdad”.

Estas identidades quedarían especialmente ligadas al territorio, a específicas formas de organización sociopolítica y de elaboración de los referentes mítico-religiosos, así como a claves bien perceptibles como el vestido o la lengua. Esta última (caso de sobrevivir) se iría haciendo el principal elemento distinguidor de esos grupos étnicos, conforme otras iniciales características iban siendo laminadas por la imposición de formas económicas, sociales y políticas anejas a la expansión y afianzamiento del capitalismo.

Es de esas etnicidades que surgiría en el siglo XIX, con la construcción del Estado que emprenden las emergentes burguesías (como ente encargado de la gestión y administración de las nuevas relaciones capitalistas), el proyecto nacional. En adelante la nación, entendida como heredera de aquellos ancestrales pueblos étnicos, se entendería posible a través de dos vías fundamentales:

1) Como sustento del Estado, que mediante un proceso de reetnificación de las poblaciones incluidas dentro de sus fronteras, aupa el mito de una gran familia de iguales en sangre: con una pretendida misma ascendencia, misma Historia, misma cultura e incluso misma fe. Sin embargo, la asimilación de esas poblaciones se realizó en lo cultural a partir de una entidad étnica que adquirió una situación hegemónica o dominante en su construcción (como el recurrido ejemplo del Estado francés en torno a lo franco. Ejemplo que intentó seguir el español con más menguado éxito, en virtud de lo castellano).

En los planos económico y social, los Estados europeos no pudieron empezar a generar la conciencia nacional sino hasta la fusión en una de las dos naciones sociales: la de la gentry y la del vulgo, esta última excluida hasta entonces de la ciudadanía. Para ello fue imprescindible la incorporación de la cuestión social como una cuestión de Estado, es decir, una cuestión nacional, de manera que sólo al encauzarse aquella primera podría cobrar vida de facto esta segunda.

La renta imperialista (por la que las poblaciones de las sociedades centrales se beneficiaban en diferente proporción de las relaciones de intercambio desigual y de la división internacional del trabajo a favor de sus burguesías)[1] fue decisiva en ese proceso. No hay que ser muy agudo para darse cuenta de que esa circunstancia minó, de paso, las bases objetivas del internacionalismo.

2) A partir del grupo étnico, por complejización y politización del mismo en busca de su correspondencia político-territorial y la creación de su propio Estado (muy pocas grupos étnico-políticos dieron ese paso). El fracaso del proyecto es proclive a conducir bien a la dilución de la identidad étnica en el Estado, bien al irredentismo dentro del mismo

Es ese irredentismo latente o manifiesto el que impulsa a moverse en el terreno de lo nacional-étnico como manera de ganar independencia frente a la entidad incluyente (el Estado). Ésta es, indudablemente, una forma de “independencia”. Pero, en el mundo actual, ¿tiene algún contenido fáctico más, de cara a los seres humanos que componen la entidad “nacional”, en cuanto al enriquecimiento de la calidad de vida colectiva, la capacidad de decisión y participación democrática no sólo en el ámbito político sino también en el laboral, o en el uso y cuidado de los propios recursos, por ejemplo, entre otras muchas consideraciones que deben nutrir de realidad cotidiana el concepto “independencia”?

De nuevo, para poder calibrar mejor esto debemos dar otro paso: se trata ahora de un mínimo análisis de coyuntura del Sistema en el que debe desenvolverse lo nacional.

Puntos de partida para sopesar la cuestión en la fase actual del capital

Punto 1. La reestructuración del poder al interior de la clase capitalista conlleva profundos cambios en la composición del poder mundial y de los poderes en cada formación socio-estatal. Pugnas por la apropiación de la plusvalía mundial entre los diferentes tipos de capitales (productivo-comercial, rentista y de interés-especulativo) y unas y otras burguesías estatales. Sin embargo y al mismo tiempo, unos y otras se coordinan y aprovechan la coyuntura para recomponer el poder de clase y golpear la fuerza histórica conseguida por el Trabajo, rebajando al máximo su poder social de negociación y desbaratando todos los dispositivos de preservación de la fuerza laboral y de regulación de la relación Capital/Trabajo, así como las formas institucionalizadas del mal llamado “pacto de clases” a que fue empujado el capitalismo histórico por la acción del Trabajo.

En estos momentos lo que está en juego para el Capital a escala global es la reestructuración de su dominio de forma compatible con la búsqueda de paliativos a la caída de su tasa de ganancia. O lo que es lo mismo, a medio plazo se trata de recomponer drásticamente las bases económicas del Sistema sin alterar en lo profundo la forma de dominación.

El Estado ha sido hasta ahora la entidad reguladora de la lucha de clasesdonde se dirime la hegemonía y la capacidad de integración o fidelización de las poblaciones a la dinámica del capital (favorecida o perjudicada en virtud de la específica posición de cada Estado en la división internacional del trabajo, dentro del Sistema Mundial).

Pero hoy, además, entidades supraestatales de coordinación capitalista deciden las claves en que esa hegemonía es factible y cómo se realiza. El supra-Estado (la UE, por ejemplo) el G-20, FMI, BM, las transnacionales o grandes grupos de poder industrial-financieros e incluso las propias agencias de calificación de riesgos, ajenos a cualquier atisbo de democracia, toman decisiones y ejecutan programas de domino, sobre-explotación y desposesión que afectan tan directa como dramáticamente a poblaciones de todo el planeta, las cuales no tienen por lo general ni la más remota idea de unas y otros.

Aquel conjunto de entidades internacionales encargadas de velar por los intereses del gran capital, imponen medidas ajenas a los programas políticos sometidos a elección popular y a los compromisos entre los agentes económicos, políticos y sociales a escala de cada Estado.

Lo cual, si por una parte garantiza el dominio de clase y la plusvalía mundial, por otra va erosionando la capacidad de fidelizar poblaciones en cada Estado (es decir, corroe “la paz social”), al tiempo que desbarata los anteriores procesos de reetnificación estatal.

Y esto último es así porque al resquebrajarse la cuestión social, la cuestión nacional vuelve a primer plano como conflicto. Porque en el fondo en las sociedades modernas lo nacional no se sostiene sin lo social, sin la satisfacción de las necesidades sociales. Y esto es válido para cualquiera de las dos vías nacionales que hemos descrito.

Punto 2. La reestructuración del sistema capitalista a escala planetaria deja atrás las bases y acuerdos que construyeron el mundo moderno tras la Paz de Westfalia, donde la soberanía estatal era el principio rector de las relaciones internacionales.

La mayor parte de los Estados, más cuanto más débiles, dejan de ejercer un control efectivo sobre sus recursos estratégicos y su industria, y en general sobre las claves que constituyeron la soberanía de facto: política interna, política exterior, política monetaria, fiscalidad, energía, transportes, comunicaciones, alimentación, formación-conocimiento, etc.

Esto se traduce por una mayor venta de recursos energético-naturales y estratégicos al capital globalizado, así como en una presión creciente de las burguesías locales para rebajar el precio de su fuerza de trabajo (vender más barato también a su población en el mercado laboral global).

Hechos que, a pesar de haber sido llevados a cabo tanto por las burguesías estatales como por las supuestamente “irredentistas”, se siguen pretendiendo hacer compatibles con la enarbolación del nacionalismo por ambas. Se agarran a este truco de mala magia, probablemente, como último recurso para convocar a “la paz social” ante el deterioro de las condiciones de vida de las poblaciones por las que dicen velar.

Se trata de un desesperado intento de reedición de la “igualdad” exclusivamente a través de la “identidad”.

Punto 3. Mientras que la soberanía, la democracia y la independencia real se evaporan por doquier, lo que sí se ha extendido por todo el mundo según se expande su ley del valor es una cultura capitalista, capaz de subordinar al conjunto de formas culturales, principios de organización social y subjetividades a través de los que la diversidad humana había cobrado forma hasta ahora. Una especie de metacultura diferentemente plasmada en atención a las distintas claves históricas de cada formación social con la que el capitalismo interacciona, pero sobre todo en función de los diferentes grados de subsunción formal y real del trabajo al capital.

Digámoslo de otra manera, la expansión mundial de las relaciones sociales de producción capitalistas afectan decisivamente al conjunto de relaciones humanas, a las múltiples formas de interpretar el mundo y, en consecuencia, a los procesos de formación de subjetividades que nutren unas y otras formaciones sociales. La dinámica de anteriores modos de producción ha sido radicalmente alterada y desarticulada, destruyéndose la particular relación entre producción, circulación y consumo que les confería su distintividad. Es decir, se trastoca radical y globalmente el ámbito de las culturas, por lo que cada vez más formaciones sociales han perdido el control sobre sus condiciones de reproducción social y cultural y se han visto sobrepasadas como totalidades socioeconómicas y políticas.

Osea, que el avance capitalista ha ido destruyendo las bases identitarias objetivas de donde surgieron las etnicidades y después la vía nacional.

Los muy variados procesos de subsunción real de las diferentes sociedades a la dinámica capitalista, implican una gran diversidad de formas de extracción de plusvalía, así como de subordinación o dominio social. En esas diferentes dinámicas y “formas” residen las principales claves de conformación de las (nuevas) identidades y actores sociales en el mundo actual. Si eso significa que el concepto y realidad de la nación se pueda modificar en concordancia, está por ver.

Tengamos en cuenta que el hecho nacional es siempre un hecho político, cuya prevalencia y plasmación fáctica, pero también «fenomenológica», traduce, entre otras cuestiones, relaciones de fuerza y poder. Quien domina la escena social impone su realidad nacional. Pero además, quien impone unas determinadas formas de producción y vida está marcando ya la cultura real en la que se mueven los individuos y colectivos.  Más allá de cualquier cultura añorada o imaginada.

¿Elegir a la nación como proyecto emancipador?

¿Tiene sentido, dentro de estos cauces, plantearse hoy la independencia en claves nacionales? ¿Y tiene sentido seguir fundamentando esas claves en el componente étnico?

Ello se antoja especialmente extraño para quienes defienden transformaciones sociales de amplio calado, teniendo en cuenta que la nación hace prevalecer el sentido de unidad entre las clases, de comunión en torno a una identidad que, como vimos, a la postre siempre es étnica. Moverse detrás de las burguesías locales que miran su mejor acoplamiento al capitalismo global, y tener como referente, por ejemplo en el caso europeo, la Europa ultraliberal, de las grandes corporaciones, a la que ninguna de esas burguesías pone en cuestión, es sencillamente suicida para el mantenimiento de cualquier proyecto de soberanía nacional[2].

Por el contrario, cualquier definición identitaria-territorial que busque superar la fase de modernidad burguesa de la que venimos, y de su destrucción de los sustentos de la ciudadanía en cualquiera de sus versiones, debe encontrar sus claves en el pluriorigen y heterogeneidad de sus integrantes. Debe deshacer de una vez los mitos de una única historia, lengua, fe o tradición, ligados al primigenio concepto étnico. Para lo cual debe necesariamente reinventar y repolitizar la ciudadanía (de manera que asegure la participación y la autogestión, capaces de generar identidad por sí mismas).

Sólo así puede entenderse que la nación como propuesta de totalidad en sí y asumida de forma más o menos pasiva, tenga otra posible expresión en cuanto que nación-sujeto, en la medida en que se recrea como proyecto común, capaz de trasladar a unas u otras poblaciones la posibilidad de la autogestión (y autodeterminación), al tiempo que se sustenta en ésta, como una construcción basada en la comunidad de posibilidades de participación (que implica la distribución horizontal de s recursos, la información y la decisión). Que se ampara no tanto, o no solamente, en el “qué somos”, sino en el “qué queremos ser”, a través del voluntario reconocimiento mutuo permanente y colectivamente renovado en el hacer autogestionado.

Eso nos recuerda que en el siglo XX ha habido otra vía de construir la nación que no partió de la clave étnica.

3) Los proyectos nacionales sustentados en revoluciones políticas suscitadas por la segunda descolonización o independencia política. A través de la hegemonía en una entidad político-territorial determinada, de los sujetos del Trabajo como clase heterogénea pero cuyos integrantes tienen en común ubicarse en el lado de los explotados. No se busca, por tanto, la “reetnificación” de la población, sino que se reivindica la nación como forma de emancipación política (contra el colonialismo interno y externo), como proyecto libertario común soberanista.

Es decir, sería en cierta manera un proceso inverso al descrito en la vía 1, pues se trata esta vez de una construcción popular, por el que una concreta población con carácter de clase, actúa para la consecución de su propia entidad “nacional”, entendida como espacio de soberanía política, refundando el Estado (en su versión más fuerte puede contemplar el objetivo de trascender el propio Estado y la posibilidad de existir sin clases, en la realización de otro tipo de ciudadanía).

Probablemente los “orígenes” y marcadores identitarios al menos relativamente “etnificados” siempre tendrán su peso en buena parte de las construcciones territoriales del nosotros, pero la clave es que no se erijan en elemento sine qua non, ni siquiera en el pilar de la adscripción.

En el capitalismo global actual, todo lo que sea poner a la nación como objetivo final, o desideratum en sí mismo, termina siendo además de un proyecto reaccionario por excluyente e indiferente a las desigualdades de la división internacional del trabajo, un salvoconducto para el fracaso del mismo (a no ser que se quiera reeditar para la nación la vía del “socialismo en un solo país”).

Por el contrario, tenderán a ser más viables las entidades “nacionales” que entrelacen sus fuerzas con el conjunto de luchas y sujetos políticos que coagulan en el ámbito estatal, que es donde todavía se mide en primera instancia la correlación de fuerzas Capital/Trabajo.

El sentido más profundo del inter-nacionalismo empieza ahí, como a continuación se explica. Aunque no lo agota, obviamente, ni mucho menos.

¿La nación como el sujeto del “derecho a decidir”?   

Desde un punto de vista republicano-democrático es imprescindible admitir que cualquier otra forma de constituir un nosotros podría independizarse también de la nación. Ahora bien, ¿por qué hemos de intentar rescatar o recuperar la nación para un proyecto independentista, es decir, emancipador social, política y económicamente hablando?

¿Dónde ponemos el corte de la soberanía, del “derecho a decidir”? ¿Por quen la nación y no en comunidades menores o mayores, colectivos humanos de diversos tipos, proyectos cooperativos interculturales, sujetos constituidos a través de diversas identidades políticas?

Una respuesta válida podría ser aquella que argumente que es preciso elegir el ente socio-político con plasmación territorial que nos pueda proporcionar mayores posibilidades de conseguir la democracia como “derecho a decidir” permanente a un mayor espectro de población, no sólo en el ámbito político-institucional sino también en la esfera social y económica, en la oficina y la fábrica, en el barrio y en la comarca, en la escuela y en el espacio doméstico.

Quienes así aducen aprecian la nación por su correspondencia territorial, como reflejo social del ámbito estatal (o bien como un ámbito territorial irredente al Estado), donde hasta ahora se ha resuelto el entramado de la reproducción y legitimidad del orden burgués. También por su capacidad de aglutinamiento, arrastre y arraigo histórico[3]. Sobre todo si tenemos en cuenta que la cuestión nacional resurge con fuerza toda vez que la cuestión social se deteriora (aunque generalmente lo haga en forma defensiva, tendente a excluir a los de fuera –y por tanto reaccionaria-, en busca de un pasado perdido de pertenencia nacional identificada con la garantía de la cuestión social).

La clave radica en que unas condiciones construidas históricamente que fueron capaces de generar una identidad digamos “pasiva”, dada, puedan constituir un sujeto colectivo activo, con proyección política.

Entonces la nación, como proyecto irredente susceptible de devenir insumiso a las políticas desplegadas por el capital global y como confrontador de los procesos en curso, podría erigirse en un ente por la pugna de la independencia, esto es, de la democracia.

Para ello, sin embargo, no deberían perderse de vista al menos dos condiciones sine qua non. Una, tener en cuenta y combatir la división de clases interna, llevando a cabo el proceso de independencia como parte de la hegemonía popular de clase. Dos, realizarlo imprescindiblemente a través del internacionalismo, pero no en el sentido débil de “hacer o mirar por otros”, sino en el fuerte de “federar” o “confederar” esfuerzos y formas de autogobierno y de producción-distribución-consumo. Aquí hay que combinar el ámbito estatal, como prioritario hoy por hoy, con el interestatal.

Las fuerzas para cumplir esas dos condiciones no pueden venir del pueblo o la nación, entendidos como entes homogéneos que diluyen en una supuesta identidad (ya sea “étnica” o “popular”) la estratificación interna y las desigualdades sociales. La transformación social no deviene tampoco, ni mucho menos, de un ente amorfo “que no se sabe qué es”, y que no tiene ideología, o que se predica, a la estela de la nefanda moda postmoderna, “más allá de izquierdas o derechas”, “postpolítico”. No perdamos de vista que las manidas alusiones al 99% reproducen el sentido de homogeneidad social que tan a menudo critican a la nación.

Así que aquí no queda más remedio que ser clásicos e innovadores a la vez.

Clásicos en el tomar buena nota de las bases teóricas que nos han sido legadas por las luchas precedentes. Lo importante es siempre quién hegemoniza un determinado proyecto. Por eso la construcción de un bloque social (conscientemente interclasista) con vocación de constituirse en hegemónico es vital para la izquierda integral (la que busca transformar el sistema, no hacer cambios en el mismo). Esa es su diferencia con quienes pretenden llevar a cabo reediciones frentepopulistas[4] o más inconsistentemente aún recuperaciones de la nación o la multitud del 99%, en tanto que sujetos más allá de las clases.

Donde estamos obligados a innovar, en cambio, es en la interpretación actual y construcción de ese posible bloque social y de su propia hegemonización interna. Todo lo cual no puede desligarse, como siempre fue así, del riguroso análisis de fase del capital, de las fuerzas internas con las que se cuenta, las que hay que enfrentar y las posibles oportunidades y dificultades que ofrece el plano interestatal en el que hay que concurrir.

La Política en grande requiere de, e implica, una guerra de posiciones (Gramsci dixit), esto es, una reforma cultural profunda (un “acto pedagógico”) que transforme los cimientos cultural-ideológicos de la sociedad, para iniciar un periodo de “doble poder” que vaya más allá del cambio de poder formal, y sustente una cultura distintiva de verdad.

Esto es vital para quienes quieren salvaguardar un lugar a la nación en los procesos transformadores. Pues sólo en otras relaciones sociales de producción podremos tener realmente otra cultura.

También sólo siguiendo esa estela la nación podría ser un elemento de combate social. Una construcción histórica propia de un espacio-tiempo político y económico susceptible de dejar paso a otras formas más completas, ricas y solidarias de integración social y relación humana, donde la identidad se construya fundamentalmente en torno a la igualdad de condiciones de vida.


[1] Por eso los Estados plurinacionales más débiles han tenido menos posibilidades de alcanzar un elevado éxito en los procesos de integración de las poblaciones como por tanto en su reetnificación. Hemos de tener en cuenta que el éxito en esa integración hace que el conflicto de clase interno (diluido por mor de una gran entente de clases en torno al progreso –hoy crecimiento-, el consumo y las reformas sociales) sea sustituido en parte por la lucha de clases a escala interestatal (que de paso marca una posición objetiva de competencia entre la clase trabajadora en todo el planeta, máxime hoy al caer el Segundo Mundo o Bloque Socialista y establecerse una sola fuerza de trabajo mundial como un enorme ejército de reserva planetario).

[2] Es decir, la primera pregunta que debería hacerse cualquier proyecto de soberanía o auténtica “independencia” es con qué programa. Seguida de para qué modelo de sociedad o proyecto social (esto es, 1. ¿cuáles y cómo son los pasos que se van a dar? y 2. ¿hacia qué objetivo final?). Cuestiones que están absolutamente ausentes de las propuestas burguesas al respecto, como la burguesía catalana demuestra en todo momento.

[3] Demasiado a menudo el marxismo ortodoxo cometió el error de desconocer las claves locales y de herencia cultural, la importancia de las consolidaciones identitarias. De hecho, han seguido siendo uno de los principales impulsores de la movilización social en determinados ámbitos, propiciando coyunturas de oportunidad para otras movilizaciones y conciencia social (también, por posible contagio, en otros ámbitos territoriales).

[4] Los Frentes Populares, a la postre, fueron una opción surgida de la propia debilidad de la izquierda revolucionaria. Siempre estuvieron hegemonizados por la izquierda integrada, es decir, la izquierda del sistema (la misma que ha hecho a tantos hoy renegar del término “izquierda” por falto de contenido).

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La “anomalía” francesa, último obstáculo para la hegemonía alemana, toca a su fin.

43-45-3-e4326-150x150“La gran tarea de los gobiernos de la Unión ( Europea)  y de sus instituciones es conspirar sistemáticamente contra sus ciudadanos y ciudadanas. Para conseguir esto es necesario una férrea alianza entre el capitalismo monopolista-financiero, los poderes mediáticos y la clase política”.

Manolo Monereo

El 17 de noviembre del 2013 Paul Krugman daba la voz de alarma y denunciaba la existencia de un “complot” contra Francia. Motivo: la rebaja por parte de Standard & Poor’s (S&P) de la calificación del país galo.

Tomaba nota, de un lado, la campaña de importantes medios internacionales de comunicación económica que calificaban a Francia de autentica “bomba de relojería” potencialmente más grave que España, Grecia o Portugal; analizaba, de otro, las variables macro más importantes del país vecino sin encontrar razón alguna para tanto pesimismo y tanta alarma, sobre todo si se comparaban con las de otros países del denominado “núcleo”.

Su conclusión no podía ser más contundente: “Francia ha cometido el imperdonable pecado de ser fiscalmente responsable sin hacer sufrir a los pobres y a los desafortunados. Y debe ser castigada”.

Dos meses más tarde, el conocido Premio Nobel de Economía vuelve al mismo asunto, esta vez con un titular aún más significativo: Escándalo en Francia. El centro de la noticia: el cambio radical de posición del presidente Hollande hacia las tesis neoliberales, reduciendo impuestos a las empresas y recortando el gasto, llegando a reivindicar, nada más y nada menos, que la famosa Ley de Say: “en la realidad la oferta genera demanda”.

Marx y Keynes seguro que darán un salto en sus tumbas y podrán recordar, con ironía, aquello de que cuando las sesudas teorías coinciden con los intereses de los poderosos se garantizan un amplio predicamento a cambio de perder capacidad analítica y predictiva.

El viejo revolucionario, añadiría que el sistema sigue agudizando sus contradicciones y que la crisis seguirá su curso; el liberal, se preguntaría, una vez más, qué tendría que pasar para que los economistas y los políticos de la derecha aprendieran de verdad del pasado y dejaran de poner en peligro el bienestar de las personas y, lo fundamental, la viabilidad del propio capitalismo.

Sin embargo hay que negar la mayor: Hollande no ha cambiado sustancialmente de posición, simplemente ahora está en condiciones de hacer público su “programa oculto”. El PSOE ha hablado mucho en estos años del “programa oculto” del PP, llamando la atención sobre la doblez y la hipocresía de una derecha que dice una cosa en la oposición y hace otra radicalmente diferente en el gobierno.

El verdadero programa oculto de los ex socialdemócratas y de los conservadores no es otro que la trama de poder neoliberal institucionalizada y garantizada por la Europa alemana del euro.

Cuando el presidente francés, una vez más, incumpliendo sus promesas electorales, hizo suyo el “Tratado de Estabilidad, Coordinación y Gobernanza en la Unión Europea” aceptó conscientemente atarse de pies y de manos a unas reglas de juego y a unos objetivos que acentuaban los rasgos “ordo liberales” del Tratado de Lisboa y que de facto la convertían en su verdadero programa-marco de gobierno, en Francia y en todos los países de la zona euro.

Perry Anderson, con su agudeza habitual, advertía ya en Junio del año pasado por dónde estaba caminado realmente el gobierno francés. El giro a la derecha lo daba ya por supuesto, añadiendo dos opiniones de mucho interés, también para nosotros. La primera, que los socialistas estaban mejor preparados que la derecha para aplicar el programa neoliberal, ya que se aseguraban una menor oposición de los sindicatos y que siempre podían usar el espantajo de la vuelta de la derecha al poder para moderar a su base social y electoral.

La segunda era más sutil: dado que los gobiernos, todos los gobiernos, aplican políticas especialmente negativas para la ciudadanía, necesitan de “un suplemento ideológico” capaz de polarizar el debate público y hacer resaltar las diferencias. El suplemento de Sarkozy fue la “identidad nacional”; el de Hollande, “matrimonio para todos”; en nuestro país parece que será el aborto y sus contornos.

Para entender lo que pasa y lo que nos pasa es fundamental comprender bien el papel que cumple la Unión Europea en el discurso político. Europa (así, confundiendo esta con La UE) es el instrumento, la justificación y, en último lugar, la coerción necesaria para hacer avanzar el neoliberalismo en todos y cada uno de los países europeos. Lo que no podría realizarse, sin grandes conflictos sociales y políticos, en cada uno de los países individualmente considerados, se ejecuta en el conjunto de la Unión sin poner en grave peligro la gobernabilidad y la estabilidad del sistema.

El dispositivo europeo es enormemente eficaz: sirve de coartada (Europa lo ha decidido ya), de justificación, (no podemos dar marcha atrás en el proceso de unidad e integración europea que es un bien en sí mismo) y de coerción (no cumplir los tratados es condenarse a salir del euro y de la UE). La clave: desconectar la soberanía popular de las decisiones fundamentales que afectan a las poblaciones.

Es la otra cara del proceso de integración: consciente y planificadamente se ceden parcelas vitales de la soberanía estatal a instancias no democráticas, ligadas estructuralmente a los grupos de poder económico, que toman decisiones obligatorias para los Estados y para las personas. La Troika es esto: los administradores generales de los poderes económicos unificados tras el Estado alemán.

Hollande quiere, con el apoyo de la patronal y de las instituciones de la Unión, dar por concluida la “anormalidad francesa”. Lo que esto significa es claro: poner fin a un Estado fuerte, capaz de controlar el mercado, asegurar los derechos sociales y garantizar una ciudadanía plena e integral. En el centro está la República, sus valores, sus instituciones y, más allá, la legitimidad del sistema político. Hollande afronta un reto común a todos los gobiernos de la zona euro: ¿cómo conseguir en condiciones democráticas que las poblaciones acepten la degradación de los servicios públicos, la pérdida de los derechos sindicales y laborales y el retroceso sustancial en la condiciones de vida de las personas?

Desde otro punto de vista se puede decir que la gran tarea de los gobiernos de la Unión y de sus instituciones es conspirar sistemáticamente contra sus ciudadanos y ciudadanas. Para conseguir esto es necesario una férrea alianza entre el capitalismo monopolista-financiero, los poderes mediáticos y la clase política.

Hay un dato que no se puede olvidar en este contexto y es el papel de Alemania. La cuestión se podría definir del siguiente modo: para que el Estado alemán pueda construir una sólida hegemonía en la UE, los demás Estados deben de ser “menos Estados”, es decir, tiene que haber un debilitamiento estructural de los Estados nacionales y sus instrumentos de regulación y control. Aquí es donde aparece la dimensión geopolítica. Francia es el único país que está en condiciones de oponerse a la gran Alemania y liderar a los países del Sur. La Francia republicana, rebelde y nacional-popular sigue siendo la gran reserva espiritual y material de la democracia plebeya.

Hablar aquí, como he hecho tantas veces, de Vichy es pertinente. De nuevo se produce una alianza de los poderes económicos franceses y el Estado alemán para derrotar al movimiento popular y republicano, a la izquierda realmente existente. Hollande es el eje de esta alianza. No es de extrañar su agresiva política internacional, su alineamiento férreo con los sectores más duros de la Administración norteamericana y su supeditación al Estado de Israel.

¿Alguien se puede extrañar de que, en un contexto caracterizado por la construcción de democracias “limitadas y oligárquicas”, la degradación de las condiciones de vida y la pérdida radical de derechos, crezca la extrema derecha y el populismo nacionalista de Marie Le Pen?

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Pablo Iglesias pone las cartas sobre la mesa

images«Proponemos algo sencillo: que el candidato o la candidata surja de un proceso abierto a todos los ciudadanos sin control de censo, y eso es sencillo de hacer». 

Elorduy de Diagonal entrevista a P. Iglesias

Tras una participación intensa en debates televisivos, Pablo Iglesias (Madrid, 1978) presentó el 17 de enero Podemos, una iniciativa electoral de cara a las elecciones europeas de mayo. Su paso ha generado un debate en torno a la representación de la izquierda en las instituciones.

En un principio, Pode­mos ha apelado a las individualidades, no a colectivos o a movimientos, ¿por qué esta estrategia?

El análisis del que partíamos era la extrema debilidad de la izquierda social y de los movimientos y de sus articulaciones. Llegamos a la conclusión de que íbamos a hacer un gesto de audacia. Éramos conscientes de que íbamos a recibir críticas, y críticas justas.Nor­malmente, quien tiene que asumir las críticas es quien hace algo, no quien plantea un diagnóstico correcto.

Si hubiera organizaciones de la sociedad civil y movimientos sociales mucho más fuertes no tendría sentido este tipo de actuación ni sería llamativo que alguien como yo fuera a los medios de comunicación. Enten­día­mos que esa debilidad necesitaba de gestos que sirvieran para generar lo que para nosotros es imprescindible: un empoderamiento desde abajo a partir de un gesto de ruptura que fuera capaz de ilusionar a la gente.

La izquierda de la que venimos ha tenido dificultades para salir de su propio gueto. Con un gesto así lo que pretendíamos era correr. Si esto no sirve para que se produzcan formas de empoderamiento social y popular en barrios, ciudades y pueblos, habremos fracasado, aunque tuviéramos un magnífico resultado electoral.

Para que esto funcione, los círculos que plantea Podemos tienen que estar mucho más definidos. ¿Cómo se articula esa fórmula de liderazgo y empoderamiento?

Cuando decimos que no somos un partido ni queremos serlo, no sólo asumimos la belleza de la afirmación, sino también sus contradicciones. No hay un comité de dirigentes que ha hecho un diseño de lo que va a ocurrir en los próximos meses. ¿Existe un plan preciso para ver lo que tienen que hacer los círculos de Pode­mos? Evidentemente, no. So­mos cons­cientes de que la forma movimiento es irrepresentable, incontrolable. No estamos llamados a ser líderes de nada, y no porque la existencia de líderes esté mal,sino porque los procesos de desbordamiento implican que haya portavoces que puedan funcionar mientras la gente quiera.

¿Cómo interactúa Podemos con IU antes y después de las europeas?

La mano tendida hacia IU es sincera y parte de un análisis triste. La izquierda política española, con todas sus características, es una condición para que puedan ocurrir muchas cosas. Creo que no se puede prescindir de las organizaciones políticas de la izquierda tradicional independientemente de sus bagajes, de los que unos me gustan y otros no me gustan. Creo que ese proceso de encuentro se tiene que dar.

Ojalá sea antes de las elecciones europeas si podemos confluir en torno al método. Si no se puede dar, yo seguiré trabajando para que ese encuentro se produzca después. Sé que los encuentros raramente se dan partiendo de las buenas intenciones, ni siquiera en el nivel de los movimientos sociales, sino de la fuerza que tengas. Si demostramos que Podemos deja de ser el proyecto que tienen en la cabeza Pablo Iglesias y unas cuantas personas más y se convierte en apuesta política y en una forma de organización, el encuentro de la izquierda será no sólo deseable, sino inevitable, ni siquiera ellos lo podrán evitar.

¿Es una piedra de toque la posibilidad de pactos con el PSOE?

Nosotros no vamos a bajar línea, sino que vamos a abrir la discusión. Me parece que los pactos con el PSOE plantean un problema de tipo estratégico que es aspirar a ser la fuerza política bisagra de una fuerza política que no es igual que el PP pero que se mueve en las mismas claves de régimen, que tienen que ver con su concepción de Europa, su concepción de la entrega de soberanía y en el fenómeno de las castas políticas. ¿Eso quiere decir que los que llegan a acuerdos con el PSOE son unos traidores? No creo que necesariamente sea así. Pero quien piense que en este país se puede transformar algo aspirando a ser el socio menor en un Gobierno con el PSOE se equivoca. Ésta es la opinión de Pablo Igle­sias, en Podemos hay no sólo diferencias de matiz, sino distintas posiciones.

Sin embargo, eres tú quien aparece en Cuatro y escribe en Público.

Si juego el papel que estoy jugando es porque hemos asumido utilizar algo que es el resultado de una interacción de factores: por una parte el “estilo Tuerka”, de intervención en los medios, que pusimos a funcionar primero en el programa [La Tuerka, que se emite en TeleK] y después con mayor o menor alcance en medios de masas.

En mi caso, el alcance fue enorme y decidimos utilizarlo para hacer política, con todas las contradicciones que eso implica, porque ¿qué pasa si Vasile o Lara descuelgan el teléfono y dicen “aquí no se llama más al coleta”? Pues que habremos perdido un instrumento de propaganda política crucial y que además no está en nuestras manos. Así de precario y de fino es el terreno en el que nos movemos.

En el caso de que se dé ese bloqueo mediático, seguiremos haciendo La Tuerka como venimos haciendo y seguiremos saliendo en los medios de comunicación más afines al movimiento si quieren que salgamos. Éramos conscientes de las contradicciones a las que nos enfrentábamos, de las críticas que iban a venir y también de la brutalidad de un gesto como el nuestro en los ámbitos políticos de los que provenimos, pero también pensamos que esto ha generado una ilusión de la que estamos satisfechos. Encon­trar mil personas en Asturias y 700 en Zaragoza revela que hacemos algo digno de respeto.

¿Qué plazos se marca Podemos de aquí a mayo?

No estamos agobiados por los plazos. A partir del 9 de febrero estableceremos los contactos con movimientos sociales e iniciativas ciudadanas para hacerles una propuesta en torno al método, y esa propuesta es sincera. Si alguien piensa que se puede negociar puestos en listas no nos conoce y no ha entendido nada.

Proponemos algo sencillo: que el candidato o la candidata surja de un proceso abierto a todos los ciudadanos sin control de censo, y eso es sencillo de hacer. Entenderemos si IU u otras formaciones como Anova o las CUP nos dicen que, a pesar de la hermandad o la simpatía, no se dan las condiciones. En ese escenario, de acuerdo con unos pocos, o con nadie más, valoraremos la fuerza y el respaldo que tenemos. Si nos vemos en una dirección similar a la que llevamos, seguiremos adelante.

¿Cómo encaja el uso del término patriotismo en el modelo europeo de Podemos de cara a unas elecciones que se juegan en ese espacio?

La cuestión de la patria responde a una disputa del lenguaje. Hay una crítica implícita a la manera en la que la izquierda ha regalado el discurso del sentido común. La noción que yo manejo identifica la patria con los derechos sociales, la libertad, y la opone con la noción de patria que amenaza los derechos de los catalanes y los vascos. Se trata de disputar el lenguaje en los medios.

A pesar de que el Parlamento Euro­peo es una institución con capacidad legislativa disminuida, muy vulnerable a la presión de los lobbies, es al fin y al cabo un espacio que permite discutir de Europa y decir que el problema no es Europa sino esta Unión Europea y una institucionalidad puesta al servicio de los bancos y las élites que acaba con todo.

Aunque me gustaría construir un futuro en una gran alianza con los europeos del sur, y me gustaría construir ese futuro en el marco de una Europa de los pueblos, ¿quién soy yo para decirle a un vasco o un catalán o un gallego que se tiene que identificar con un proyecto de país de países? Creo que en este caso lo fundamental es una alianza de la ciudadanía en la defensa de la democracia, de la soberanía entendida como esas atribuciones estatales que permiten la existencia de servicios públicos y el derecho a decidir sobre todas las cosas.

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Después de Yugoslavia, ¿le ha llegado el turno a Ucrania?

images«El 1º de enero de 2014, el control de la revuelta cambia de manos. El partido nazi  Svoboda organiza una marcha con antorchas que reúne 15 000 personas, en memoria de Stepan Bandera (1909-1959), el líder nacionalista que luchó contra los soviéticos aliándose con los nazis». 

Thierry Meyssan, intelectual francés fundador de la Red Voltaire

Después de desmembrar Yugoslavia con una guerra civil de 10 años (de 1990 a 1999), ¿ha decidido Estados Unidos destruir Ucrania de la misma manera? Eso hacen pensar las maniobras que está preparando la oposición para su realización durante los Juegos Olímpicos de Invierno de Sochi.

Ucrania ha estado dividida históricamente entre el oeste, con una población favorable a la Unión Europea, y el este, cuya población es favorable al acercamiento con Rusia. A esos dos grupos se agrega una pequeña minoría musulmana en Crimea. Después de la independencia, el Estado ucraniano fue debilitándose. Aprovechando la confusión, Estados Unidos organizó en 2004 la llamada «revolución naranja» [1], que puso en el poder un clan mafioso proatlantista.

Cuando Moscú respondió anulando sus subvenciones al precio de gas, los occidentales dieron la espalda al gobierno naranja a la hora de pagar sus compras de gas a precio de mercado. El gobierno naranja perdió la elección presidencial de 2010 y la presidencia pasó a manos de Viktor Yanukovich, político corrupto y a veces pro-ruso.

El 21 de noviembre de 2013, el gobierno ucraniano renuncia al acuerdo de asociación negociado con la Unión Europea. La oposición responde a esa decisión con una serie de manifestaciones en Kiev y en la parte occidental del país, manifestaciones que rápidamente toman un cariz insurreccional.

La oposición exige elecciones legislativas y presidenciales anticipadas, pero se niega a formar un gobierno cuando el presidente Yanukovich le propone hacerlo, luego de la renuncia del primer ministro. Ya para entonces,Radio Free Europe –radio del Departamento de Estado estadounidense– había bautizado las manifestaciones como Euromaidan y, posteriormente, como Eurorrevolución.

Por otro lado, el servicio de seguridad de la oposición lo garantiza Azatlyk, un grupo de jóvenes tártaros de Crimea que regresó para eso de la yihad en Siria, en la que participaron con el respaldo del senador estadounidense John McCain [2].

La prensa atlantista también respalda a la «oposición democrática» ucraniana y denuncia la influencia rusa. Altas personalidades de los países miembros de la alianza atlántica incluso se han tomado el trabajo de presentarse personalmente ante los manifestantes, como la secretaria de Estado adjunta y ex embajadora de Estados Unidos ante la OTAN Victoria Nuland y el ya mencionado senador estadounidense John McCain, también presidente de la rama republicana de la NED. La prensa rusa denuncia, por el contrario, que los manifestantes pretenden derrocar desde la calle las instituciones ucranianas democráticamente electas.

Al principio, el movimiento parece ser un intento de reeditar la «revolución naranja». Pero el 1º de enero de 2014, el control de la revuelta cambia de manos. El partido nazi Svoboda [Libertad] organiza una marcha con antorchas que reúne 15 000 personas, en memoria de Stepan Bandera (1909-1959), el líder nacionalista que luchó contra los soviéticos aliándose con los nazis. A partir de ese momento, las paredes de la capital ucraniana se cubren de consignas antisemitas y se registran ataques callejeros contra personas de origen judío.

La oposición proeuropea se compone de 3 partidos políticos:

- La Unión Panucraniana «Patria» (Bakitchina), de la oligarca y ex primera ministro Yulia Timochenko (quien actualmente se halla en la cárcel cumpliendo varias condenas por malversación de fondos públicos), partido encabezado ahora por el abogado y ex presidente del parlamento Arseni Yatseniuk.
Defiende la propiedad privada y el modelo liberal vigente en Occidente. Obtuvo un 25,57% de los sufragios en las elecciones legislativas de 2012.

- La Alianza Democrática Ucraniana por la Reforma (UDAR) del ex campeón de boxeo Vitali Klichko.
Dice ser demócrata-cristiana y obtuvo un 13,98% de los votos en las elecciones de 2012.

- La Unión Panucraniana Libertad (Svoboda), del cirujano Oleh Tyahnybok.
Esta formación proviene del Partido Nacional-Socialista de Ucrania. Se pronuncia por retirar la nacionalidad ucraniana a los judíos. Obtuvo un 10,45% de los votos en las elecciones legislativas de 2012.

Estos partidos, representados en el parlamento ucraniano, cuentan con el respaldo de:

- El Congreso de los Nacionalistas Ucranianos, grupúsculo nazi nacido de las antiguas redes stay-behind de la OTAN en el antiguo Bloque del Este [3].
Es sionista y se pronuncia por la anulación de la nacionalidad de los judíos ucranianos y su expulsión hacia Israel. Obtuvo un 0,08% de los votos en las legislativas de 2012.

- La Autodefensa Ucraniana, grupúsculo nacionalista que ha enviado sus miembros a luchar contra los rusos en Chechenia. También los envió a Osetia durante el conflicto georgiano.

La oposición ha recibido también el apoyo de la iglesia ortodoxa ucraniana, en rebelión contra el Patriarcado de Moscú.

Desde que el partido nazi salió a la calle, los manifestantes –a menudo protegidos con cascos y uniformes paramilitares– levantan barricadas y asaltan los edificios oficiales. Algunos elementos de las fuerzas policiales también han procedido brutalmente, llegando incluso a torturar detenidos. Se afirma que han muerto varios manifestantes y que se cuentan cerca de 2 000 heridos. Los desórdenes siguen propagándose en las provincias de la parte occidental del país.

Según nuestras propias informaciones, la oposición ucraniana está tratando de introducir material de guerra comprado en mercados paralelos. Por supuesto, la compra y traslado de armas en Europa Occidental es imposible… a no ser que se haga con el consentimiento de la OTAN.

La estrategia de Washington en Ucrania parece ser una mezcla de las recetas que ya han funcionado anteriormente, durante las «revoluciones de colores», con las fórmulas recientemente aplicadas en las «primaveras árabes» [4].

Estados Unidos ni siquiera trata de ocultarlo, al extremo de haber enviado a Ucrania una alta funcionaria, Victoria Nuland –adjunta de John Kerry en el Departamento de Estado– y el senador John McCain –quien es también presidente del IRI, la rama republicana de la NED [5]–, para expresar su apoyo a los manifestantes.

Al contrario de los casos de Libia y Siria, Washington no tiene en Ucrania yihadistas que se encarguen de sembrar el caos –aparte de los extremistas tártaros, pero estos están en Crimea. Así que decidió utilizar a los nazis, con los que el Departamento de Estado ya había trabajado anteriormente en contra de los soviéticos y a los que organizó en partidos políticos después de la independencia.

El lector neófito puede encontrar chocante esta alianza entre la administración Obama y los nazis. Pero hay que recordar que el presidente estadounidense Ronald Reagan rindió públicamente homenaje a varios nazis ucranianos, entre los que se encontraba Yaroslav Stetsko, primer ministro ucraniano bajo el III Reich y posteriormente convertido en jefe del Bloque de Naciones Antibolcheviques y miembro destacado de la Liga Anticomunista Mundial [6]. Uno de sus lugartenientes, Lev Dobriansky, fue embajador de Estados Unidos en Bahamas. Y la hija del propio Dobriansky, Paula Dobriansky, fue subsecretaria de Estado para la democracia (sic) en la administración de George W. Bush.

Fue precisamente la señora Dobriansky quien financió durante 10 años una serie de estudios históricos destinados a hacer olvidar que el Holodomor, la gran hambruna que asoló Ucrania en 1932-1933, también devastó Rusia y Kazajstán y hacer creer que fue una decisión deliberada de Stalin tomada para acabar con el pueblo ucraniano [7].

La realidad es que Washington, que respaldó el partido nazi alemán hasta 1939 y siguió haciendo negocios con la Alemania nazi hasta finales de 1941, nunca tuvo se planteó problemas morales hacia el nazismo, como tampoco se los plantea en este momento cuando respalda militarmente el yihadismo en Siria.

Las élites de Europa Occidental, que tanto utilizan el nazismo como pretexto para perseguir a los aguafiestas –como puede comprobarse en Francia con la polémica sobre la «quenelle» de Dieudonné M’Bala M’Bala [8]– han olvidado el verdadero significado de la palabra «nazi». En 2005, cuando la entonces presidenta de Letonia, Vaira Vike-Freiberga, rehabilitó el nazismo, prefirieron mirar para otro lado como si fuera algo sin importancia [9].

Ahora, apoyándose en meras declaraciones a favor de la Unión Europea, su candoroso atlantismo los lleva a respaldar al peor enemigo de los europeos. La guerra civil podría comenzar en Ucrania, durante los Juegos Olímpicos de Sochi.

[1] «Moscú y Washington se enfrentan en Ucrania», por Emilia Nazarenko y la redacción, Red Voltaire, 24 de noviembre de 2004.

[2] «Yihadistas dan servicio de seguridad a los manifestantes de Kiev», Red Voltaire, 4 de diciembre de 2013.

[3] De ese mismo vivero procede el líder de la «revolución naranja». Cf. «La biografía oculta del padre del presidente ucraniano», Red Voltaire, 22 de abril de 2008.

[4] «“Primavera árabe” a las puertas de Europa», por Andrew Korybko, Oriental ReviewRed Voltaire, 4 de febrero de 2014.

[5] «La NED, vitrina legal de la CIA», por Thierry Meyssan,OdnakoRed Voltaire, 11 de octubre de 2010.

[6] «La Liga Anticomunista Mundial, internacional del crimen», por Thierry Meyssan, Red Voltaire, 26 de enero de 2004.

[7] Ver L’Holodomor, nouvel avatar de l’anticommunisme «européen», por la profesora Annie Lacroix-Riz, 2008.

[8] «El “enemigo público” del establishment francés», por Diana Johnstone, CounterpunchRed Voltaire, 24 de enero de 2014.

[9] «La presidenta de Letonia rehabilita el nazismo», por Thierry Meyssan, Red Voltaire, 20 de marzo de 2005.

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