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Aprender de Portugal: El tiempo y la piel del oso

43-45-3-e4326-150x150Manolo Monereo 

Una de las cosas que me cuesta más trabajo de comprender es nuestro alejamiento espiritual  y humano  de Portugal y sus gentes. Pudo ser entendible durante las dictaduras de Franco Y Salazar, después de la Revolución de los Claveles no tiene ninguna  lógica. Hemos perdido mucho todos y lo seguiremos haciendo, en momentos en que la complicidad y la alianza de los pueblos ibéricos son algo más que viejas nostalgias. El “tan cerca pero tan lejos” sigue siendo, desgraciadamente, una realidad,  sobre todo, hay que subrayarlo, desde esta lado de la raya.

Recientemente se celebraron  elecciones  municipales y locales en el país lusitano que, a mi juicio, tiene mucha importancia y trascendencia también  para nosotros, al menos, una referencia que pude  ayudar  a entender algunos dilemas  de la izquierda alternativa española. El primer dato, nada sorprendente por lo demás, es la elevada abstención y el crecimiento de los votos  nulos y en blanco. En concreto, dejaron de ir a votar el 47,40 de los inscritos; el 3,87 votaron en blanco y el 2,95 anularon su voto.

Un segundo dato de interés, fue el  fuerte retroceso de las dos derechas en coalición y la clara recuperación del  Partido Socialista. La tendencia es bastante común: se vota contra los gobiernos que aplican las políticas de ajuste neoliberales, con la excepción, bien significativa, de Alemania. Lo de la recuperación del PS es singular: han bastado apenas dos años de gobierno de la derecha para que la ciudadanía se olvide el gobierno de Sócrates  y ponga de nuevo su confianza en el social liberalismo. Ciertamente, el PS  obtiene peores resultados que en las anteriores elecciones municipales del 2009, pero ser de nuevo primera fuerza y alcanzar una votación de entre 35 y 36 por ciento es un dato especialmente sobresaliente. La nueva dirección del PS  se demarcó de las políticas de la derecha gobernante y acentuó, sin demasiada radicalidad, su perfil de oposición responsable. No mucho más.

Un tercer dato fue, hasta la prensa española  ha tomado nota, el ascenso del Partido Comunista Portugués  y el retroceso del Bloque de Izquierdas. Algo más de un 12 por ciento de media dicen mucho del tipo de organización de los comunistas portugueses: un partido-comunidad, sólidamente asentado en sus territorios  e instrumento de las personas en momentos difíciles. Esto es fundamental: las clases trabajadoras saben que los comunistas no les fallarán y que estarán ahí, dando seguridad, sacrifico y entrega a la causa, como siempre.

El Bloque retrocede, moderadamente, en momentos de excepción y de crisis económica y social. Creo que no hay que extrañarse demasiado: desde sus inicios ha representado  a  sectores intelectuales y capas medias urbanas, grupos juveniles y, en general, a una parte de la población que pretendía situarse  más allá del tradicional alineamiento entre socialistas y comunistas.  Las elecciones locales  siempre han sido las más difíciles para ellos, dada su debilidad organizativa  y un  arraigo territorial poco consolidado.

El cuarto elemento, tiene que ver con el surgimiento de candidaturas independientes. El fenómeno no es menor: consiguen  gobernar en la segunda ciudad del país (Oporto) y se extienden en toda la geografía lusa. Se trata de una señal más de la  crisis (junto con la elevada abstención y los votos nulos y blancos) del sistema de partidos imperante. Cabe pensar que se trata más de formas que de contenidos; más  de un difuso rechazo de los partidos dominantes que de una alternativa  sistémica.

Estas elecciones nos dicen muchas cosas a nosotros, a los hombres y mujeres que defendemos la construcción  una oposición para la  alternativa en nuestro país. Lo central: las crisis no significan sin más superación y avance; es más, la historia de nuestro país nos dice mucho, pueden suponer retrocesos enormes  y restauraciones  de lo peor de la etapa anterior. Cuando hablamos de crisis del Régimen  monárquico del  78 estamos diciendo que una forma de dominio político se ha agotado históricamente y que comienza una etapa de transición cuyo centro es  la conservación o la transformación de una determinada correlación de fuerzas que todo  régimen institucionaliza y perpetua. Esta es la batalla real, en este sentido, cabe decir que el pasado no volverá y si lo hace, será para peor.

Es que a una fuerza material solo cabe oponerle otra fuerza material y a ser posible vencedora. Cuando comenzó la “Gran Recesión” se dijo que el neoliberalismo estaba en crisis y hasta se habló de “refundar el capitalismo”. Hoy sabemos que lo que realmente se iniciaba para los países del sur de la Unión Europea fue la “gran regresión” producto de una ofensiva brutal  de los poderes económicos  apoyada por la derecha y la izquierda de la derecha. Si la izquierda no construye una alternativa social, cultural y electoral al neoliberalismo dominante este no se hundirá y las poblaciones pagarán, como ya lo están haciendo, un altísimo precio. Se trata de  una verdadera regresión civilizatoria.

Crisis de Régimen pues, pero no hundimiento; sí conflicto, sí disputa durísima por la hegemonía en  el proceso y sí lucha entre conservación-restauración, por un lado, y avance-ruptura democrática, por otro. Este es  el contenido sustancial de la fase política que vivimos y, no se debe olvidar, que tendrá  ganadores  y perdedores. Lo fundamental es discernir,  aquí y ahora, lo que realmente  está en juego.

La peor de las actitudes posibles es pensar que estamos ante una discontinuidad pasajera y que pasados unos años todo volverá a ser  lo que fue. Se quiere ignorar, no se quiere afrontar,  que el  pacto social y político que hizo posible la llamada Transición Democrática ha sido roto unilateralmente por los poderes económicos, políticamente representados por lo que se conoce por la Troika y apoyado por la clase política española (incluidas la burguesía vasca y catalana).

Lo que dicen también las elecciones portuguesas es que el bipartidismo ha sufrido reveses  muy serios, desgastes  especialmente fuertes, pero de ahí concluir que está en su etapa terminal es un error que hay que evitar; el bipartidismo no caerá por si solo por mucho que se le denuncie y critique: hay que crear una alternativa política y electoral, una fuerza material, que lo derrote, iniciando así el cambio en nuestro país. El bipartidismo ha sido y es un modo de organizar el poder para que los intereses de la oligarquía dominante no  fuesen cuestionados ni puestos en peligro por la soberanía popular, por eso sigue siendo el fundamento del Régimen monárquico. No entender esto es  equivocarse mucho y generar las condiciones para una transición que signifique la enésima Restauración borbónica y la derrota de las clases populares.

Derrotar el bipartidismo, construir la alternativa democrático-republica y reivindicar el poder constituyente de la ciudadanía es un mismo proceso. Repartirse la piel del oso del bipartidismo antes de tiempo es un grave error, lo primero es cazarlo y sabemos que será una tarea extremadamente difícil,  por mucho que las encuestas señalen tendencias y que los tertulianos de turno insistan una y otra vez que se termino el predominio del PP y del PSOE. Lo que está en juego es el poder de los que realmente mandan: no los dejarán caer sin una lucha feroz.

La otra cuestión clave es el tiempo, el tiempo histórico social. La transición ha comenzado y las fuerzas de la restauración siguen trabajando a fondo. Andan liados ahora con las (contra) reformas económicas y sociales e inician ya las políticas. Las señales son claras: usar la “anti política”, que ellos han creado, contra la política democrática, con el objetivo de domesticar y anular la soberanía popular, empezando por el sistema electoral. La llamada “cuestión catalana” será clave.

Lo que no se haga ahora es posible que mañana  no se pueda hacer: el tiempo cuenta y mucho.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Una educación abocada al subdesarrollo

images (1)Héctor Illueca

Doctor en Derecho e Inspector de Trabajo y Seguridad Social

Adoración Guamán
Doctora en Derecho y Profesora de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social

La reforma del ministro Wert ha conseguido unir a toda la comunidad educativa alrededor de un objetivo común: detener el desmantelamiento de nuestra educación pública y denunciar la naturaleza profundamente injusta de una reforma que se opone frontalmente a los criterios científicos y de justicia social vigentes en el campo de la educación. Tal y como sucedió con la reforma laboral aprobada en febrero 2012, la denominada Ley Orgánica de Mejora de la Calidad Educativa (LOMCE) ha desencadenado un conflicto entre el Gobierno y los intereses de la mayoría social que se prevé largo y complicado.

Ambas reformas, junto con las ya iniciadas o anunciadas por el Gobierno en muy diferentes ámbitos (Código Penal, pensiones, aborto, etc.), configuran una estrategia ultraconservadora orientada a la ablación de los derechos sociales y políticos de la inmensa mayoría de la sociedad. Una sociedad condenada por quienes ostentan el poder político a la precariedad laboral, a la inseguridad social, a la insuficiencia en la formación y a la limitación de los derechos que atañen a la esfera íntima de libertad personal.

En el epicentro de la batalla contra la LOMCE, entre huelgas y manifestaciones, es preciso evidenciar y argumentar está la relación de continuidad entre las distintas reformas y en particular entre la reforma laboral y la educativa. Para ello debemos aludir, en primer lugar y de forma preeminente, a la profunda transformación operada en el seno de la Unión Europea a raíz de la implantación del euro.

Como es sabido, la existencia de la moneda única ha beneficiado a Alemania y a otros países ricos de Europa, reforzando su posición en el esquema europeo como exportadores netos de bienes de equipo y de consumo y como importadores netos de demanda general. O, por expresar la idea con otras palabras, la unión económica y monetaria ha permitido que los países centrales, especialmente Alemania, acumulen crecientes excedentes comerciales en su espacio vital europeo, bloqueando cualquier posibilidad de devaluación competitiva y alimentando una intensa redistribución del trabajo en perjuicio de las modestas economías de la cuenca mediterránea. Como vamos a comprobar enseguida, las reformas a las que nos referimos se inscriben en este contexto, que explica y moldea sus características fundamentales.

Veamos. El aspecto más notable de la zona euro ha sido la aparición de una nueva división del trabajo favorable a los países centrales, que han aprovechado la brecha de competitividad con la periferia para controlar porciones cada vez más grandes de los flujos comerciales en el interior de la Unión Europea. Mientras Alemania, Holanda o Finlandia orientaban sus economías hacia la fabricación de bienes de alto valor añadido, los países de la periferia se especializaban en la producción de bienes de bajo valor añadido, animando a base de crédito el consumo de productos fabricados en el Norte rico. España, por ejemplo, se entregó a una vorágine urbanizadora que, en apenas una década, transformó profundamente el territorio de nuestro país.

El virus de la especulación, que se extendió rápidamente por todo el cuerpo social, provocó un aquelarre inmobiliario que ha estimulado a la economía española durante algo más de un decenio, convirtiendo el sector de la construcción en la verdadera industria nacional y otorgándole una importancia económica muy superior a la de otros países europeos.

Partiendo de esta base, no parece exagerado afirmar que el proceso de construcción europea ha provocado una situación de naturaleza colonial, caracterizada por la hegemonía alemana y la subordinación de las economías periféricas a partir de una específica división del trabajo que convierte a los países pobres en una reserva de mano de obra barata.

Ciertamente, esta situación no se deriva de una guerra de agresión, sino de una estrategia competitiva encabezada por Alemania y plenamente aceptada por las clases dirigentes de los países periféricos, que de este modo asumen su incapacidad de afrontar un camino independiente para sus respectivos países. Sin embargo, el resultado no ofrece lugar a dudas: una relación de subordinación y dependencia semejante a la que se produce en el proceso de colonización clásico, caracterizado por la desposesión sistemática de las economías periféricas y la sobreexplotación de sus trabajadores.

En este contexto, la reforma laboral aprobada por el Gobierno del Partido Popular constituye un paso decisivo en la acelerada transición hacia el subdesarrollo que ha comenzado en nuestro país. Este proceso, que supone un importante retroceso en la protección legal de los trabajadores, se desarrolla al margen del turnismo político mediante diversas fórmulas legislativas: el abaratamiento del despido, la contratación temporal no causal o la desarticulación de la negociación colectiva… Su objetivo es elevar la tasa de beneficio incrementando la tasa de explotación de los trabajadores. Pretende rentabilizar al máximo el uso de la fuerza de trabajo flexibilizando el empleo y eliminando controles administrativos y sindicales. Se trata, en definitiva, de una violenta devaluación salarial que se encuentra reflejada en los diferentes datos estadísticos y que supone la consolidación del mercado de trabajo típico de los países subdesarrollados.

Pues bien, la LOMCE se explica y cobra sentido en este contexto económico y laboral. Recordemos que, entre otros aspectos, la Ley reduce el número de asignaturas y limita la carga lectiva a unos contenidos mínimos, orientando el sistema educativo hacia la preparación de mano de obra barata, futuros trabajadores precarios provistos de los conocimientos indispensables para desenvolverse adecuadamente en el mercado laboral basura que les brinda el capitalismo.

Ignorando las verdaderas necesidades del alumnado, la reforma alumbra un sistema educativo que se basa en la realización de exámenes continuos, convirtiendo la educación en una carrera de obstáculos en la que las condiciones económicas y familiares serán determinantes para el éxito o el fracaso escolar. En una economía periférica, el mercado laboral reclama mano de obra masiva y no cualificada, como corresponde a una sociedad clasista que descarta la igualdad de oportunidades. No es aventurado suponer que, tras la aprobación de la LOMCE, los hijos de una familia trabajadora verán disminuidas sus posibilidades de progresar socialmente y sufrirán las consecuencias de la nueva división europea del trabajo.

En coherencia con ello, la reforma apuesta decididamente por la segregación clasista del alumnado, delineando un abanico de itinerarios formativos que se inician a edad muy temprana y que pretenden eliminar de manera progresiva la educación común durante la etapa obligatoria. Como ha denunciado la comunidad científica, esta opción legislativa ignora y vulnera las necesidades y motivaciones del alumnado, convirtiendo el sistema educativo en una gigantesca agencia de formación y selección de personal para satisfacer las necesidades de las empresas.

Por si hubiera alguna duda sobre la intención del legislador, el segundo borrador de la Ley establecía que los alumnos que presenten una “situación socioeconómica desfavorable” serían desviados a diversos programas de formación profesional, evidenciando el futuro que el Ministro tiene reservado a aquellos estudiantes que proceden de familias con menos recursos.

Hace meses que la comunidad educativa viene alzando la voz para desenmascarar las verdaderas intenciones de esta bárbara reforma. Las masivas movilizaciones y protestas de la marea verde ponen de relieve que este colectivo está unido en la defensa de la educación pública. Pero más allá de la comunidad educativa, es la sociedad en su conjunto la que debe rechazar esta reforma de manera contundente y reclamar con toda firmeza la construcción de una alternativa, con protestas por las vías tradicionales, con la reinvención de la movilización y la acción social, desde estructuras ya establecidas y con la creación de otras nuevas. No nos queda otra opción que reconquistar nuestra independencia para detener el empobrecimiento de la población. De lo contrario, la transición hacia el subdesarrollo se consolidará e institucionalizará, convirtiendo a nuestro país en una reserva de mano de obra barata condenada a vender su fuerza de trabajo por salarios de miseria.

La clave es una movilización de carácter general y sostenida en el tiempo contra una nueva colonización dirigida por la Troika (Comisión Europea, Banco Central Europeo y Fondo Monetario Internacional) y consentida por régimen bipartidista. Todas las resistencias deben confluir en un objetivo común, de mayor alcance, construyendo una amplia alianza político-social alrededor de la propuesta de impago de la deuda, la recuperación de la soberanía y el rechazo a las reformas alevosamente impuestas a nuestro país.

Las recientes movilizaciones, protestas y malestar compartido demuestran que no se trata de un brindis al sol: esta alianza existe de manera potencial en nuestra sociedad y acabar de conformarla está en manos de las personas que salimos a la calle en defensa de nuestra educación pública, las que hemos salido y saldremos en defensa de nuestros derechos. Pero ya no basta con repetir el ritual de protesta, hace falta avanzar en los distintos caminos de organización y confluencia. La transición está en marcha y el tiempo no corre a nuestro favor.

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Exclusivo: Introducción al libro “El gobierno del hombre endeudado”

descargaMaurizio Lazzarato, filósofo y sociólogo italiano.

«El New Deal es imposible en el capitalismo neoliberal. El único reformismo que el capital ha practicado alguna vez, y que ha supuesto auténticos cambios, fue el utilizado para hacer frente a la crisis de 1929, medidas que son exactamente las contrarias a las reformas neoliberales».  

Austeridad

«Los 500 más ricos de Francia han aumentado en un año su fortuna un 25%. En diez años su riqueza se ha cuadruplicado y representa a día de hoy el 16% del PIB del país. Equivale al 10% del patrimonio financiero de los franceses, esto es una décima parte de la riqueza está en manos de una cien milésima parte de la población» («Le Monde», 11 de julio de 2013).

Mientras a los medios de comunicación, a los expertos, a los políticos se les llena la boca de balances presupuestarios, asistimos a una segunda gran expropiación de la riqueza social, tras la llevada a cabo desde las finanzas a partir de los años ochenta. La particularidad de la crisis de la deuda es que sus causas se asumen como un remedio. Un círculo vicioso que no es un síntoma de la incompetencia de nuestras oligarquías, sino de su cinismo de clase, porque persigue un fin político preciso: destruir la resistencia residual (salarios, rentas, servicios) a la lógica neoliberal.

Deuda pública

Con la austeridad las deudas públicas han alcanzado cifras record, lo que significa que las rentas de los acreedores también han alcanzado cifras record.

Impuesto

El impuesto es el principal instrumento de gobierno sobre el hombre endeudado. El impuesto no viene después de la producción y no tiene una función meramente distributiva. Al igual que la moneda, que no tiene un origen comercial, sino directamente político. Cuando, en la crisis de la deuda, la moneda no circula ya como instrumento de pago ni como capital; cuando el mercado no garantiza ya funciones de medida ni de asignación de recursos, entonces interviene el impuesto como instrumento de gubernamentalidad política. El impuesto garantiza la continuidad y la reproducción del beneficio y de la renta bloqueados por la crisis; ejerce un control económico-disciplinar sobre la población; mide la eficacia de las políticas de austeridad sobre el hombre endeudado.

Crecimiento

Hoy Estados Unidos está en punto muerto. El motor de su maquinaria gira, pero no avanza. Y el motor gira únicamente porque la Reserva Federal compra cada mes 85 mil millones de títulos del Tesoro y de obligaciones inmobiliarias y desde 2008 garantiza dinero a coste cero. Estados Unidos no está en recesión sólo porque recibe una continua transfusión monetaria y, a pesar de esto, es incapaz de sacar al resto del mundo de una crisis  que ellos mismos han provocado.

La enorme cantidad de dinero inyectado cada mes por la Reserva Federal se limita a producir un ligerísimo aumento de puestos de trabajo, la mayoría en el sector servicios, con sueldos bajísimos y a tiempo parcial. De este modo continúan reproduciendo las causas de la crisis y no sólo porque la brecha entre las diferencias salariales entre la población no cesa de aumentar, sino porque se perpetua el fortalecimiento de las finanzas.

Mientras la política monetaria fracasa en reactivar la economía y el empleo, con el riesgo de alimentar otra burbuja financiera, favorece el boom económico de sólo un sector, el financiero. La enorme disponibilidad  de dinero puesta a disposición de la economía va a parar principalmente a los bancos que, de paso, no dejan de enriquecerse. A pesar del débil crecimiento de los otros sectores, los mercados financieros han alcanzado niveles record.

Todos están esperando el crecimiento, pero otra cosa se entrevé en el horizonte: supremacía de la renta, desigualdadades abismales entre trabajadores dependientes y sus jefes, gigantescas diferencias patrimoniales entre los más ricos y los más pobres (en Francia la relación es 900 a 1), clases sociales cristalizadas en su reproducción, bloqueo de la ya débil movilidad social (sobre todo en los Estados Unidos donde el «sueño americano» es ya sólo un sueño), todo esto, más que en la creatividad destructiva del capitalismo, hace pensar en el Ancien Régime.

Crisis

Cuando hablamos de crisis, obviamente nos referimos a la crisis  que estalla en el 2007 tras el colapso del mercado inmobiliario estadounidense. En realidad se trata de una definición restrictiva y limitada, ya que desde 1973 estamos en crisis.

La crisis es permanente: sólo cambia su intensidad y el nombre que se le da. La gubernamentalidad liberal y neoliberal se ejerce en el pasaje que va de la crisis económica a la crisis climática, a la crisis demográfica, energética, alimentaria y así sucesivamente. Variando el nombre, sólo varía el tipo de miedo. Miedo y crisis constituyen el horizonte insuperable de la gubernamentalidad del capitalismo neoliberal. No saldremos de la crisis (como mucho cambiará de intensidad), simplemente porque la crisis es la modalidad de gobierno del capitalismo contemporáneo.

Capitalismo de Estado

«El capitalismo no ha sido nunca liberal», ha sido siempre capitalismo de Estado». La crisis de la deuda soberana muestra sin ninguna duda la pertinencia de esta afirmación de Deleuze y Guattari. El liberalismo es sólo una de las posibles formas de subjetivación del capitalismo de Estado: soberanía y gubernamentalidad van siempre de la mano y en concierto. En la crisis los neoliberales no buscan en absoluto gobernar lo menos posible, pretenden al contrario gobernar todo hasta el último detalle.

No producen «libertad», sino su continua limitación. No proponen la articulación entre libertad de mercado y Estado de derecho, sino que ponen en práctica la suspensión de la ya debilitada democracia. La gestión neoliberal de la crisis no duda en diseñar un «Estado máximo», que, una vez perdida toda autonomía en relación al capital, expresa su propia soberanía únicamente como control sobre la población.

Gubernamentalidad

La crisis saca a la luz los límites de una de las categorías más importantes de Michel Foucault, la de gubernamentalidad, y nos empuja a desarrollarla. Gobernar, según Foucault, no significa someter, comandar, dirigir, ordenar, normalizar. Ni fuerza física, ni prohibición, ni norma de comportamiento, la gubernamentalidad se limitaría a organizar, a través de una serie de reglamentaciones flexibles y adaptables, un ambiente que empuje, incite al individuo a actuar de un modo más que de otro. La crisis, en cambio, nos revela que las técnicas de gubernamentalidad son imposición, prohibición, norma, dirección, comando, orden y normalización. La gubernamentalidad deviene, de manera irreversible, autoritaria.

La privatización de la gubernamentalidad nos obliga a tomar en consideración dispositivos biopolíticos no estatales. Desde los años veinte se desarrollan tecnologías de governance basadas en el consumo, que progresivamente se han visto perfeccionadas con marketing, sondeos, televisión, internet, redes sociales. Estos dispositivos biopolíticos son contemporáneamente dispositivos de valorización, de producción de subjetividad y de control policial.

Lucha de clase

El capitalismo neoliberal ha instaurado y lidera una lucha de clases asimétrica porque sólo hay una clase: recompuesta en torno a las finanzas, en torno al poder de la moneda como crédito o al dinero como capital.

La clase obrera ya no es una clase. Desde los años setenta el número total de trabajadores en el mundo ha aumentado enormemente, pero los obreros ya no representan una clase política y no la representarán nunca más. Los obreros tienen ciertamente una existencia sociológica, económica, pero la centralidad de la relación acreedor/deudor le ha confinado definitivamente a la marginalidad política. Partiendo de las finanzas y del crédito, el capital pasa continuamente al ataque. Partiendo de la relación capital/trabajo lo que queda del movimiento obrero está continuamente a la defensiva y asiduamente derrotado.

La nueva composición de clase surgida en los últimos decenios no ha pasado por la fábrica, constituida por una multiplicidad de situaciones de empleo, de no empleo, de empleo precario, de pobreza más o menos grande, está dispersa, fragmentada, precarizada y se encuentra todavía muy lejos de constituirse como «clase» política, incluso representando la mayoría de la población.

Como los bárbaros a la caída del Imperio romano, perpetran incursiones rápidas e intensas, para replegarse rápidamente a sus territorios, desconocidos para la mayoría y, sobre todo, para los partidos y sindicatos. No toma posesión. Da la impresión de sondear su propia fuerza (demasiado débil todavía) y la del «Impero» (todavía demasiado fuerte), para después retirarse.

Finanzas

Periodistas, expertos, economistas y políticos están enfrascados en una multiplicidad de inútiles debates: ¿las finanzas son parasitarias, especulativas o productivas? Controversias ociosas, dado que las finanzas (y las políticas monetarias y fiscales que las acompañan) son la política del capital.

La relación acreedor/deudor introduce una fuerte discontinuidad en la historia del capitalismo. Es la primera vez desde que existe el capitalismo que la relación capital/trabajo ya no está en el centro de la vida económica, social y política. En treinta años de financiarización, el salario, de variable independiente del sistema, se ha convertido en variable de ajuste (siempre a la baja respecto al sueldo y al alza respecto a la flexibilidad y el tiempo de trabajo).

Trasversalidad

Lo que hay que subrayar no es tanto la potencia económica de las finanzas, sus innovaciones técnicas, sino el hecho de su funcionamiento como un dispositivo de governance transversal en la sociedad y en todo el planeta. Las finanzas operan transversalmente en la producción, en el sistema político, en el Welfare, en el consumo.

La crisis de la deuda soberana confirma, profundiza, radicaliza en sentido autoritario las tecnologías de gobierno transversales, puesto que «estamos todos endeudados». Una organización de las luchas basada sobre una base nacional y sobre una división entre trabajadores a tiempo completo y precarios, entre sociedad y economía, entre economía y sistema político, es incapaz de resistir a la transversalidad de las finanzas.

Capital humano (o el emprendedor de sí mismo)

La crisis no sólo es económica, social y política. Es ante todo una crisis del modelo subjetivo neoliberal encarnado en elcapital humano. El proyecto de sustituir al trabajador asalariado del fordismo con el emprendedor, transformando al individuo en empresa individual que gestione sus propias capacidades como recursos económicos que capitalizar, se ha derrumbado con la crisis de las subprime. Desde este punto de vista, la situación de los países ricos y la de los países emergentes, en lugar de divergir –con el estancamiento y el declive de los primeros y el crecimiento y el progreso de los segundos– converge en la producción de un mismo modelo de subjetividad, repetido a pesar de su fracaso: el capital humano (el neoliberalismo no tiene nada que ofrecer).

El capital humano implica un máximo de privatización económica y un máximo de individualización. Las políticas sociales, por el contrario, introducen siempre un mínimo (un salario mínimo, una renta mínima, servicios mínimos) para que el emprendedor se vea obligado a competir. Tal resultado puede lograrse también de manera diferente, como en Alemania, donde el salario mínimo no existe, pero existen ocho millones de trabajadores pobres.

La globalización capitalista ha hecho salir a de millones de pobres de la extrema miseria en el «sur» del mundo. En realidad, estas políticas no son en absoluto incompatibles con el neoliberalismo. Cuando se llevan a gran escala, como en Brasil, llegan incluso a configurarse como una experimentación capaz de proporcionar una fuerza de trabajo adecuada al capitalismo de los países emergentes. En Brasil, entre las muchas causas de la movilización de este verano de 2013, también está ésta.

Tanto la minoría que ha salido de la pobreza extrema como la nueva composición de clase metropolitana en vías de empobrecimiento se encuentran no sólo frente a una macroeconomía organizada según los más clásicos principios neoliberales, sino también ante un Estado de bienestar de doble velocidad: por una parte, servicios sociales de mediocre calidad (mínimo de servicios) y por otra, buenas escuelas, un sistema sanitario que funciona, servicios de calidad, pero todo de pago. Para acceder a ellos hay que «movilizarse» y participar del darwinismo social en salsa «socialista».

Sin embargo, se han movilizado con gran realismo por la justicia social y contra la versión «sur» del capital humano. En Europa el proceso es inverso (aquí el problema es el desmantelamiento de los servicios públicos gratuitos), si bien se llega al mismo resultado: la construcción de un Welfare de doble velocidad se ha acelerado con la crisis de la deuda..

Reformismo

El New Deal es imposible en el capitalismo neoliberal. El único reformismo que el capital ha practicado alguna vez, y que ha supuesto auténticos cambios, fue el utilizado para hacer frente a la crisis de 1929, medidas que son exactamente las contrarias a las reformas neoliberales. Neutralizó las finanzas (lo que J. M. Keynes denominó la eutanasia del rentier), distribuyó renta a través del consumo y los servicios sociales, atacó, tímidamente, la propiedad.

Impuso la centralidad política de la relación capital/trabajo llegando a un compromiso con las organizaciones del movimiento obrero que dieron su consentimiento a cambio de empleo y los servicios indexados al trabajo.

Construyó un «capital de subjetividad» en la figura del trabajador asalariado a tiempo completo, cosa que hoy ningún gobierno del planeta ha hecho, ha pretendido hacer ni hará. Incluso las recientes y heterogéneas experiencias de los gobiernos de izquierda en América Latina están lejos, muy lejos, de aproximarse a las condiciones del reformismo.

Ciertamente no es culpa suya: en ausencia de relaciones de fuerza no existe ninguna posibilidad de imponer nada al capital financiero. Las revueltas brasileñas se apresuraron a recordar esta realidad al mundo entero y, en primer lugar, a los dirigentes del Partido de los Trabajadores, así como a aquellos que en Europa apuestan por las experiencias de los gobiernos de «izquierda» en América Latina (y en otros lugares).

Rechazo del trabajo

El ciclo de luchas iniciado en el 2008 y que ha atravesado tanto el Sur como el Norte del planeta se opone a la globalización de una forma más específica y menos «ideológica» que el ciclo de luchas precedente, iniciado en Seattle en 1999; poniendo en práctica el rechazo de la representación sindical y política, la autorganización, la utilización de lo que se llama red social, que no pocos confunden alegremente con la organización política. Pero, ¿«qué hacer» tras la espontaneidad de las revueltas? Asumiendo algún riesgo lanzamos varias hipótesis inevitablemente todavía abstractas.

Entender la acción política como una ruptura puede abrir perspectivas a las modalidades de expresión y de organización de los movimientos contemporáneos, haciendo emerger lo impensado de las revoluciones de los siglos XIX y XX. Las increíbles movilizaciones de este nuevo ciclo de luchas (Brasil, Turquía, Grecia, España, Egipto) son también, y al mismo tiempo, unadesmovilización general, un rechazo del trabajo a la altura de la valorización capitalista contemporánea y de sus procesos de subjetivación, al igual que la huelga obrera era una acción que tenía su propio motor en la inactividad radical, en el bloqueo, en la inmovilización de la producción.

El movimiento obrero ha existido sólo porque la huelga fue al mismo tiempo un no movimiento, capaz de suspender los roles, las funciones y las jerarquías de la división del trabajo. Problematizar un único aspecto de la lucha, el aspecto delmovimiento, ha sido un gran hándicap que hizo del movimiento obrero un acelerador del productivismo, de la industrialización, un propulsor del trabajo, de la creencia cientifista en la neutralidad de la ciencia y de la técnica. La otra dimensión de la lucha, aquella que implicaba el no movimiento del rechazo al trabajo, ha sido descuidada (excepción hecha del operaismo italiano) o problematizada de modo muy insuficiente por el postoperaismo, que la ha abandonado.

La imaginación política comunista, después de producir el «derecho a la pereza» de Paul Lafargue, yerno de Marx, polemizando con el «derecho al trabajo» de Louis Blanc, se ha limitado a leer este texto como un folleto para escandalizar a los burgueses, evitando enfrentarse a las implicaciones ontológicas y políticas que el rechazo del trabajo, la suspensión de la actividad y del mando abrían como posibilidad de escapatoria del modelo del homo faber, del orgullo de los productores y de su promesa prometeica de dominio sobre la naturaleza.

Ruptura

En todo acontecimiento político tienen que estar presentes diversas líneas que coexisten y pueden recomponerse u oponerse y luchar. Una línea (del interés) que se instala en las relaciones de poder, de significación y de dominio, para combatirlo; y una línea (del deseo o de lo posible) que suspende las relaciones de fuerza y de poder, neutraliza las significaciones dominantes, rechaza las funciones y los roles de mando y de obediencia implícitos en la división social del trabajo y crea un nuevo bloque posible.

La línea del movimiento tiene causas, persigue objetivos y abre a la lucha un espacio previsible, calculable, probable dentro de las relaciones de poder dadas. La línea de la desmovilización, a partir de la suspensión de las leyes del capital, se aventura a lo largo de un recorrido no calculable, impredecible, incierto, que un filósofo como Félix Guattari cree poder describir únicamente a través de un paradigma estético, porque la subjetividad y las instituciones, no están ya dadas, sino que son producidas según una lógica diferente de la económico-política.

Un acontecimiento político como el brasileño o turco de 2013 no cambia inmediatamente el mundo, ni la sociedad, se limita a operar un vuelco de perspectiva de la subjetividad y a abrir la posibilidad del paso de un modo de existencia a otro. La ruptura sólo representa un comienzo, un esbozo cuya realización es indeterminada, improbable, por no decir «imposible», según los principios del poder establecido.

Una lucha política no puede sino articular los dos momentos de la ruptura determinada por el acontecimiento político, pasando continuamente del uno al otro (de lo posible a su realización, y viceversa). Sin embargo, la línea del no movimiento, del rechazo de los roles y de las funciones, permanece estratégica y, para desarrollarse, para tomar consistencia, debe transformar la línea de los intereses y de las instituciones.

La ruptura política viene de la historia y, a partir del momento no histórico –como diría Nietzsche, «intempestivo»– que determina, debe retornar a la historia, transformando las relaciones de poder y la subjetividad.

Esta doble dinámica, la existencia y las relaciones entre estas líneas, constituye el problema de la organización política contemporánea. Las posibilidades surgidas de la ruptura política son la puesta en juego en torno a las cuales se desencadena la batalla, para su realización o para su neutralización. Derrotarlas sobre la línea de las relaciones de poder preestablecidas, reprimir la subjetividad en formación a las funciones y a los roles fijados por la división del trabajo, separar la línea del movimiento de la línea del non movimiento y jugar la una contra la otra, es el objetivo de la institución capitalista y de la «izquierda».

Destitución/institución

Las dos líneas de acción política creadas por la ruptura proceden por vías diferentes. La línea del movimiento, reconociendo las relaciones de fuerza, las invierte para destituir las instituciones del capitalismo. Los dualismos del capital no son dialécticos, son reales y hay que deshacerlos seriamente. Sin la eliminación de los tres significados del término nomos(tomar, dividir, producir) tomado prestado de Carl Schmitt y capaz de definir todo orden político– el desarrollo de la línea de no-movilización sigue siendo una quimera.

Sin la expropiación de los expropiadores («recuperar» no sólo las inmensas riquezas capturadas por financiarización y por la austeridad, sino también los conocimientos, los territorios existenciales, etc… ), sin una radical puesta en tela de juicio del individualismo propietario («dividir»), sin deshacerse del concepto de «producción», desde del origen mismo de la acción, la inacción del rechazo del trabajo no hace posible ningún proceso de nueva institución.

La línea del no movimiento, reconociendo el potencial creado por la ruptura, no se limita a enfrentarse a la lógica del capital, sino que se esfuerza en hacer la multiplicidad de los procesos de subjetividad (y de sus instituciones), que no son únicamente políticas sino también existenciales.

Las modalidades de expresión, de luchas y de organización no son las mismas a lo largo de las dos líneas. De ahí la dificultad para pensar el después de los «tumultos», porque ni el modelo del partido ni el modelo del sindicato son de gran ayuda para pensar y para tener juntas esta nueva y doble dinámica.

Representación

El rechazo de la representación está profundamente radicado en la nueva composición de clase y tiene sus propias razones (raíces) en las condiciones de la acción política contemporánea. La representación política presupone la identidad del representado, mientras que la línea de la desmovilización produce una suspensión de las identidades establecidas.

La representación implica funciones, roles, identidades que son las categorías socio-económicas de la división del trabajo. El rechazo del trabajo (metropolitano) pone en marcha, aunque sea por poco tiempo, una suspensión de las jerarquías y afirma la igualdad, más allá de la división de la sociedad en intereses. Jerarquía e intereses pueden ser representados porque remiten a la subjetividad ya instituida, pero no la realización de nuevas subjetividades y de nuevas instituciones.

La representación viene a colmar la ruptura y a cerrar la brecha abierta del acontecimiento político, aplastando las subjetividades y las instituciones futuras sobre las identidades y las relaciones de poder establecidas. Esta es la razón por la cual los movimientos desaparecen, por el momento, tan rápidamente del espacio público. Todavía no se dan las condiciones para imponer la autonomía política de su procesualidad constituyente (no sólo en términos político-jurídicos).

Lo posible

Como alternativa a las definiciones economicistas del capitalismo (cognitivo, cultural, inmaterial), Guattari propone definirlo como «una economía de lo posible». El capitalismo (y su poder) se define antes que nada como un control absoluto sobre lo que es posible y lo que no.

La primera consigna del neoliberismo fue «no hay alternativa», es decir, no existe otra posibilidad sino aquella formulada por el mercado y por las finanzas. Y la crisis de la deuda soberana repite la misma cantilena: el hombre endeudado debe pagar, no tiene otra alternativa. No sólo es expropiada por la política del crédito/deuda la riqueza, los conocimientos o el futuro, sino lo posible mismo.

Y es a lo posible que se dirige el deseo, no simplemente a la libido o a la pulsión. Hay deseo sólo cuando, tras la ruptura de equilibrios precedentes, aparecen relaciones que antes eran imposibles. El deseo siempre es localizable a través de lo imposible que abre y a través de lo posible que crea.

Máquinas y signos

Las máquinas están en todas partes menos en la teoría crítica. Forman una especie de «capital constante social» constituido en gran parte por tecnologías numéricas. Los signos son los motores semióticos de tales máquinas y constituyen el lenguaje a-significante a través del que se comunican entre sí, con otros no humanos y con los humanos.

La trasversalidad de las finanzas sólo es eficaz porque hay un funcionamiento transversal a la sociedad en el conjunto de las máquinas y los signos. Las nanomáquinas numéricas y sus motores semióticos si instalan en la materia, en los cuerpos y en los objetos que ahora ya son animados, no sólo metafóricamente como en la teoría del fetichismo marxiano, sino también realmente, porque perciben, reciben y transmiten informaciones. Máquinas y signos entran así en nuestra vida cotidiana, produciendo nuevos tipos de sometimiento y servidumbre.

El capital es una relación social, que sin embargo no podemos reducir a la intersubjetividad. Las relaciones son inmediatamente maquínicas, en el sentido que están compuestas de humanos y de series cada vez más amplias de no humanos. El capital es una máquina social desde la que derivan las máquinas técnicas.

El capital es un operador semiótico

El capital es un operador semiótico y no lingüístico, y la diferencia es relevante. En el capitalismo los flujos de signos (la moneda, los algoritmos, los diagramas, las ecuaciones) actúan directamente sobre los flujos materiales, sin pasar por la significación, la referencia, la denotación, categorías de la lingüística insuficientes para dar cuenta del funcionamiento de la máquina capitalista. La semiótica a-significante de la moneda, de los algoritmos, funcionan independientemente del hecho que signifiquen algo para alguien.

No están encerrados en el dualismo significante/significado. Son signos-operadores, signos-potencia, cuya acción no pasa a través de la conciencia y la representación (acción diagramática). El capitalismo es maquinocéntrico y no logocéntrico, razón por la que necesitamos una semiótica y no simplemente una lingüística.

Fuerza

Hay una última y fundamental condición para empezar a instituir lo que surge de la ruptura del acontecimiento, para poder aunque sólo sea imaginar darse una modalidad de organización macro-política: la capacidad de bloquear la valorización capitalista, la posibilidad de establecer las relaciones de fuerza y mantenerlas.

En una lucha de clases con fuerzas asimétricas, es inútil actuar como mediadores, embajadores, diplomáticos. El capital no tiene necesidad de ninguna mediación, porque, no sintiéndose amenazado, no precisa llegar a acuerdos con nadie. La relación de fuerza está a su favor y puede hacer, más o menos, lo que quiera.

La lucha de clases sigue adelante con determinación y con toda la violencia necesaria exclusivamente por parte de la clase que se recompone alrededor de la financiarización. Lo real está siempre y una vez más dominado por las leyes del capital, entre las cuales la más temible es la introducción del infinito en la producción y en el consumo. Es imposible definir una política sin un análisis del capital, por un lado, y una práctica de la lucha de clases y del contrapoder, por otro.

 

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La «Obra Social de la PAH» . Menos electoralismo y más acción

descarga (1)¡ LA PAH LLAMA A OCUPAR LAS VIVIENDAS VACIAS !

OTRO LLAMADO DE ATENCIÓN A LA IZQUIERDA INSTITUCIONALIZADA

Ante nuevos escenarios, nuevas y mejores estrategias. La PAH lanza su nueva campaña. Una campaña que estamos convencidos marcará un punto de inflexión. Una campaña que persigue la reapropiación ciudadana de aquellas viviendas vacías en manos de entidades financieras fruto de ejecuciones hipotecarias. De manera que en aquellos casos en que las concentraciones ciudadanas no consigan paralizar los desalojos la PAH apoyará y dará cobertura a las familias para que no se queden en la calle. 

El objetivo es triple :

  1. Recuperar la función social de una vivienda vacía  para garantizar que la familia no quede en la calle.
  2. Agudizar la presión sobre las entidades financieras para que acepten la dación en pago.
  3. Forzar a las administraciones públicas a que adopten de una vez por todas las medidas necesarias para garantizar el derecho a una vivienda.

Durante los más de dos años y medio de existencia de la PAH hemos hecho todo lo posible para frenar los desahucios.

Frente a una ley injusta que permite a las entidades financieras echar a las familias de sus casas al mismo tiempo que les sigue reclamando buena parte de la deuda de por vida, hemos agotado las vías judiciales y administrativas para defender los derechos más básicos:

  • Hemos intentado negociar con cajas y bancos para que aplicaran la dación en pago y dejaran permanecer a las familias en régimen de alquiler social.
  • Hemos intentado lograr justicia a través de los tribunales.
  • Hemos intentado cambiar la ley en el Congreso.
  • Hemos intentado que los ayuntamientos defiendan a sus ciudadanos impidiendo los desahucios por motivos económicos.

No ha sido en balde. Hemos puesto el problema en la agenda política y en algunas ocasiones hemos logrado pequeñas grandes victorias: daciones en pago, posponer decenas de desahucios, familias realojadas en régimen de alquiler asequible, decenas de mociones de ayuntamientos que se han sumado a la exigencia de cambiar la ley.

Sin embargo, en demasiadas ocasiones una y otra vez hemos topado con la arrogancia de las entidades financieras, con la injusticia de una ley que sobreprotege a los bancos y con la cobardía de unas administraciones que no se atreven a poner límites a la avaricia del sector financiero.

Así que: Ante la creciente oleada de desahucios. Ante la dramática situación en la que se encuentran centenares de miles de familias. Ante unas administraciones públicas sin voluntad política para dar respuesta a una  situación de auténtica emergencia habitacional. Ante un Estado fallido incapaz de garantizar los derechos más elementales  y de atajar la sangría de desalojos que se producen cada día (más de 240 en todo el Estado). Ante unos poderes públicos que anteponen los beneficios de la banca a la solvencia y supervivencia de las personas. Ante la actuación antidemocrática y caciquil de PSOE y PP que  bloquean  en la mesa del Congreso la ILP sobre dación en pago retroactiva, moratoria de desahucios y  alquiler social promovida entre otras organizaciones por la PAH. Ante a los nuevos dispositivos que pretenden desactivar las concentraciones ciudadanas contra los desahucios,

la PAH quiere gritar alto y fuerte que:  Ni las multas, ni las sanciones administrativas, ni el intento de criminizalización del movimiento, ni las fechas abiertas emitidas por algunos jueces con el objetivo de impedir las concentraciones, ni las actuaciones policiales que a traición se presentan horas antes de la establecida por el juez para hacer efectivo el desahucio, lograrán detener el movimiento ni acallar nuestras voces.

La Campaña “Obra Social la PAH” nace para hacer efectivo el Derecho a una vivienda digna recogido en el artículo 47 de la C.E., en el artículo 25 de la Declaración Universal de los DDHH así como en el artículo 11 del PIDESC (Pacto Internacional de Derechos Económicos Sociales y Culturales) y sistemáticamente vulnerado por el Estado Español.

 

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El Imperio está en crisis

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Thierry Meyssan
¿Hacia un mundo sin Estados Unidos?

El Imperio estadounidense es el residuo hipertrofiado de uno de los dos contendientes de la guerra fría. La Unión Soviética desapareció. Pero Estados Unidos sobrevivió al enfrentamiento y se aprovechó de la ausencia de su competidor para monopolizar el poder mundial.

En 1991, Washington debería –lógicamente– haber dedicado sus recursos a hacer negocios y a avanzar por el camino de la prosperidad. Sin embargo, después de algunas vacilaciones, en 1995 el Congreso –dominado por los republicanos– impuso al presidente Clinton su proyecto de imperialismo global votando por el rearme, a pesar de que ya no había adversario contra quien luchar. Dieciocho años más tarde, y después de haber dedicado sus recursos a una carrera armamentista en la que ya no tenía contendiente, Estados Unidos se halla hoy extenuado frente a los BRICS, que ahora se perfilan como nuevos competidores. La 68ª Asamblea General de la ONU se convirtió el mes pasado en escenario de una rebelión generalizada contra el unipolarismo estadounidense.

Según Mijaíl Gorbatchov, la caída de la Unión Soviética ya se había hecho inevitable desde 1986, cuando el Estado soviético se vio sin recursos ante el accidente nuclear de Chernobil e incapaz de proteger a su población ante aquella catástrofe. Si hubiese que establecer un paralelo, la realidad es que el Estado federal estadounidense no se ha visto aún en una situación comparable, a pesar de que las situaciones de desastre provocadas por los huracanes Katrina, en 2005, y Sandy, en 2012, y las graves carencias de diversas colectividades locales ya demostraron la incapacidad de los Estados federados.

La interrupción, por dos semanas o incluso quizás por más tiempo, del funcionamiento del Estado federal estadounidense no se debe a una catástrofe sino que es resultado de un juego político. Para ponerle fin bastaría con que republicanos y demócratas llegaran a un acuerdo. Pero, por el momento, sólo ciertos servicios, como el de los capellanes militares, han recibido una derogación para seguir funcionando. La única violación verdadera de esa interrupción ha sido la autorización para recibir préstamos por espacio de 6 semanas. Se trata de un acuerdo exigido desde Wall Street, donde no se han registrado reacciones al cierre del Estado federal, aunque sí existía gran inquietud sobre la incapacidad de Washington para enfrentar sus obligaciones financieras.

Antes de su derrumbe, la Unión Soviética trató de salvarse recurriendo al ahorro. De la noche a la mañana Moscú puso fin al respaldo económico que aportaba a sus aliados. Comenzó por sus aliados del Tercer Mundo y pasó después a los miembros del Pacto de Varsovia. Resultado: al verse obligados a tratar de sobrevivir solos, sus aliados se pasaron al otro bando… el de Washington. Aquella deserción, cuyo símbolo fue la caída del muro de Berlín, aceleró más aún la descomposición de la Unión Soviética.

Fue evidentemente para tratar de evitar un fenómeno similar, en momentos en que Rusia está triunfando pacíficamente en el Medio Oriente, que la administración Obama esperó tanto tiempo antes de suspender su ayuda a Egipto. Es verdad que, a la luz de la ley estadounidense, esa ayuda se ha hecho ilegal a raíz del golpe militar que derrocó la dictadura de la Hermandad Musulmana. Pero también es cierto que nada obligaba a la Casa Blanca a llamar las cosas por su nombre. Lo que hasta ahora hizo la administración Obama –a lo largo de 3 meses– fue evitar cuidadosamente la mención de las palabras «golpe de Estado» para seguir manteniendo a Egipto en el bando del Imperio. Y ahora, bruscamente, y sin que se haya registrado el menor cambio en El Cairo, Washington decide “cortar el agua y la luz”.

La apuesta del presidente Obama consistía en reducir el presupuesto estadounidense de manera proporcional y paulatina, para que su país pudiera evitar el derrumbe, abandonara sus extravagantes aspiraciones y se convirtiese nuevamente en un Estado como los demás. La decisión de renunciar a una quinta parte de sus fuerzas armadas fue un buen comienzo. Pero el bloqueo del presupuesto federal y la suspensión de la ayuda destinada a Egipto vienen a demostrar que ese escenario no es factible. El formidable poderío de Estados Unidos no puede disminuir armoniosamente porque puede quebrarse.

 

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El legado de la política

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Iñigo Errejón, Doctor en Ciencias Políticas 

«Contrariamente a lo que repite el relato liberal, no es la conflictividad la que amenaza la democracia, sino su secuestro por parte de poderes oligárquicos y su vaciamiento de contenido y de sentido para regular la vida en común. El ejercicio político cotidiano y la apertura de la discusión son antídotos para defender la democracia de su jibarización liberal».

El norte global, principalmente la Unión Europea, atraviesa una crisis estructural que es, en primer lugar y aunque pudiera parecer lo contrario, una crisis política. Un bloqueo de las posibilidades de imaginar formas diferentes de organizar la convivencia, un estrechamiento radical de lo discutible, de lo representable, de las opciones y de la confianza social que permite la acción colectiva.

Un triunfo del cinismo y la resignación. Es el resultado de décadas de asfixia de la política por el liberalismo autoritario, de acercamiento creciente de las diferentes opciones políticas sistémicas entre sí hasta hacerse difíciles de distinguir, de la conversión de la ideología de mercado en una “técnica” incuestionable, de la entronización del consenso como invisibilización de los dolores y de la destrucción de los lazos comunitarios y su sustitución por los valores del cinismo, la inmediatez y el individualismo asustado y posesivo.

Así, cuando la crisis social y su gestión a la ofensiva por parte de las oligarquías está golpeando a la mayoría social de las poblaciones de la periferia europea, quienes protestan tienen primero ante sí la tarea de recrear el vínculo político y la esfera pública, de dignificar la política e inventar un lenguaje político nuevo para expresar en común y articular todos los dolores e insatisfacciones de los de abajo en una voluntad general con capacidad de reclamar y ejercer el poder político.

No se trata de llevar al pueblo al poder sino, primero, de construir el pueblo.Este panorama cultural e ideológico contrasta con el tiempo político abierto en Latinoamérica, que tuvo en el proceso de cambio venezolano su ariete primero y multiplicador. Toda la región vive un proceso de intensa (re)politización, esto es, de tomas de partido, de circulación de ideas contrapuestas y de apertura del horizonte de futuro de las sociedades. Es algo que se nota en la producción literaria, en los medios de comunicación, en las conversaciones en los espacios públicos o en los altísimos porcentajes de participación electoral en las elecciones de mayor trascendencia política.

Si el neoliberalismo necesitó para desplegarse con éxito en el imaginario colectivo del desprestigio de la política y lo público, los procesos revolucionarios y democráticos se caracterizan por un doble movimiento de expansión e intensión de la soberanía popular: expansión porque han ampliado el abanico de lo que es res pública, asuntos comunes a decidir colectivamente y no coto privado de quienes más dinero tienen; la democracia, así, no se restringe al ámbito de la representación sino que irrumpe en los ámbitos mediático, laboral, productivo, sexual-reproductivo, cultural, de relaciones inter-étnicas, etc.

Intensión porque los códigos jurídicos e instituciones –comenzando por las constituciones redactadas al calor del desborde popular de los viejos sistemas políticos- se ponen al servicio de facilitar, y no impedir, la participación popular en la política, a través de diversas formas que van desde las plebiscitarias a la autogestión pasando por canales de supervisión, fiscalización o control directo.

Este doble movimiento, por razones obvias de resistencia de las élites cuyos privilegios crecen mejor a la sombra y por dificultades en la producción de los nuevos regímenes, no está exento de problemas y conflictos. Pero esta conflictividad es precisamente el rasgo de una vigorización de la política que ya no es mero protocolo entre élites sino posibilidad efectiva de decidir sobre la vida. Contrariamente a lo que repite el relato liberal, no es la conflictividad la que amenaza la democracia, sino su secuestro por parte de poderes oligárquicos y su vaciamiento de contenido y de sentido para regular la vida en común.

El ejercicio político cotidiano y la apertura de la discusión son antídotos para defender la democracia de su jibarización liberal.En otros artículos hemos defendido que el chavismo es una identidad política que ha impregnado la cultura venezolana con algunos de sus rasgos definitorios. Sin duda así ocurre con la reivindicación y la dignificación de la política, operada a lo largo de una década y media de aceleración y expansión democrática, y de hegemonía relativa de un liderazgo como el de Chávez que, lejos de pretender “despolitizar” para facilitar la gobernabilidad conservadora, se esforzó por llevar la pasión por lo común, por la lectura, el pensamiento y la política como terreno de disputa y discrepancia, a cada rincón del país.

Los venezolanos hablan con soltura de política, opinan sobre todo y se saben sujetos de derechos y de poder en colectivo. En otros países la Constitución es apenas un texto legal para expertos, mientras que en Venezuela es un punto de partida, un libro cotidiano, que se lee, conoce, discute y exhibe como emblema de un tiempo político abierto, punto de partida y no de llegada, llave y no candado.

La naturalidad y el vigor con el que reivindican, reclaman o aseveran muestra una sociedad que se ha acostumbrado al uso de la palabra, al desacuerdo y a la discusión, a ser individuo dentro de una comunidad –Pueblo, Patria- cuyo destino depende y exige del compromiso de las gentes corrientes. No se trata de un cheque en blanco ni de una tensión permanente, sino de una idea en apariencia simple pero decisiva, que ha permeado el imaginario colectivo del país: la política no es un oficio de expertos ni dueños del saber y la palabra, sino un arte cotidiano y plebeyo.

Esta transformación cultural no asegura ningún rumbo, pero sí que ninguno podrá decidirse sin la participación de las gentes del común. No asegura una dirección, pero sí la apertura del horizonte histórico. En ese sentido constituye un legado democrático, principalmente para las nuevas generaciones de venezolanos.

No obstante, ningún orden puede descansar exclusivamente en la hiperpolitización ni en la constante pasión política de sus ciudadanos, porque nadie vive en tensión permanentemente ni quiere participar siempre sobre todo. La tarea, entonces, es construir la institucionalidad eficaz y  transparente que sedimente lo alcanzado, produciendo certidumbre y asegurando los nuevos derechos conquistados, desde los del buen vivir hasta los del protagonismo popular.

Es necesario convertir las conquistas revolucionarias en normalidad pública, que generará su propio habitus público- y, al mismo tiempo, preparar ya las bases intelectuales y culturales para un segundo salto en el imaginario colectivo, que parta de las demandas, emociones y anhelos de la juventud y les ofrezca un relato de cambio como avance en el proceso de expansión de la soberanía popular en marcha.

Para ello la inflamación retórica o el léxico de la conflictividad tradicional pueden ser menos de ayuda que un debate honesto, abierto y riguroso sobre las prioridades en el medio y largo plazo en el proceso de transición estatal y un esfuerzo sostenido, de escucha y propuesta, por la renovación de la gramática política revolucionaria, con capacidad de renovar las ilusiones y confianzas de las mayorías sociales.

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Un tiempo de revueltas (lectura de Alain Badiou)

amador fernandezArmando Fernández-Sabater

«Primero fue Túnez, Egipto, la “primavera árabe”. Luego, la indignación en España, Grecia, Estados Unidos, Portugal. Más recientemente, los movimientos en Brasil, Turquía o Bulgaria. ¿Qué tipo de revueltas son estas? ¿Cómo resuenan entre sí? ¿Tienen algo en común? ¿Qué lugar ocupan en la larga historia de la política de emancipación? ¿Comparten problemas o desafíos?»

El filósofo francés Alain Badiou se atreve con estas preguntas enormes. En su libro El despertar de la Historia, ensaya una interpretación a un tiempo filosófica, histórica y política de la onda de rebelión que se propaga un poco por todas partes desde 2011.

Badiou es, en palabras de uno de sus comentaristas, “un gran sistematizador y un excelente periodizador”. Es verdad. Acostumbrados al presente que construyen los medios de comunicación, un presente confuso y sin memoria donde nada parece relacionado con nada y todo se evapora rápidamente, impresiona mucho la claridad y el alcance histórico de su reflexión. El tipo piensa en siglos y épocas, un timeline muy diferente del habitual.

Creo que su relato histórico puede tener varios efectos positivos entre quienes nos sentimos concernidos por el porvenir de todo lo que se abrió con la ocupación de las plazas en mayo de 2011. En primer lugar, mitiga la sensación de urgencia y ansiedad que nos mueve a exigirle a los procesos resultados inmediatos, recordándonos el tiempo largo de las transformaciones reales y su carácter no lineal, sino más bien con mareas altas y bajas. En segundo lugar, atempera el afán de novedades que nos hace saltar constantemente de una cosa a otra y vuelve imposibles los diálogos entre pasado y presente, insistiendo en que lo nuevo es sobre todo una manera inédita de mirar problemas muy, muy antiguos (qué queremos, cómo nos organizamos, etc.).

Por último, puede tal vez ayudarnos a elaborar una noción menos angustiada y angustiosa de responsabilidad hacia lo que sucede, porque muestra cómo la transformación social está y a la vez no está en nuestra mano, depende y a la vez no depende de nuestra voluntad (y nuestro voluntarismo). Es decir, no es un “producto” que se diseña y se ejecuta según un plan maestro, aunque tampoco es un “milagro” que debamos simplemente esperar. Depende de acontecimientos: rupturas en el orden de cosas, imprevisibles y sin autor, que proponen nuevas posibilidades de acción y existencia. Pero sobre todo depende de lo que sepamos hacer con ellos: la política consiste en dar sentido y duración a estos acontecimientos, en cuidar y prolongar algo que no hemos decidido o decretado nosotros, algo que siempre es una sorpresa. Es lo que Badiou llama «fidelidad«.

En el texto que puedes leer a continuación, presento de manera resumida (espero que no demasiado inexacta) las tesis del filósofo, usando para ello muchas veces sus propias palabras, salpicando la exposición de algún comentario al hilo y apuntando al final alguna duda.

Revuelta inmediata y revuelta histórica

Nuestro tiempo está marcado por las revueltas, ¿pero de qué tipo son? Badiou propone una distinción aclaratoria entre “revuelta inmediata” y “revuelta histórica”. La revuelta inmediata es muy breve (una semana a lo sumo), está circunscrita espacialmente a los lugares donde viven los manifestantes, se extiende por imitación entre lugares y sujetos idénticos, ella misma es internamente muy homogénea y por lo general carece de palabras, declaraciones u objetivos.

Badiou está pensando por ejemplo en la revuelta de las periferias francesas de 2005 o en los episodios de pillaje en Londres durante el verano de 2011 (ambos casos provocados por muertes vinculadas a actuaciones policiales más que dudosas). La revuelta inmediata es más nihilista que política. Se consume en el rechazo y en la ausencia de perspectivas. Es incapaz de abrir un porvenir.

Por su lado, la revuelta histórica se desarrolla en un tiempo más largo (semanas, incluso meses), se localiza en un espacio central y significativo de las ciudades, se extiende incluyendo a distintos sujetos, su composición interna no es homogénea sino un mosaico de la población (un poco de todo) y en ella la palabra circula, hay objetivos y demandas (aunque no programas). Badiou está pensando sobre todo en la primavera árabe, pero también incluye aquí al 15-M, Occupy, etc. La revuelta histórica es capaz de unir lo que normalmente está dividido (personas con distintos intereses, identidades, ideologías). Hace presente lo que estaba ausente (o “dormido”, según la metáfora de Sol). No se agota en sí misma, sino que desencadena nuevos procesos.

Las revueltas históricas reabren el juego de la Historia. Por un lado, sacuden la visión establecida del mundo. En nuestro caso, el relato del “fin de la Historia” (la idea de que el matrimonio feliz entre capitalismo y democracia representativa constituye la única forma de organización social viable) y la reducción de la vida a vida privada y búsqueda del propio interés. Por otro, activan la capacidad colectiva de transformación de la realidad. Es decir, descongelan la historia poniendo en marcha otra secuencia de la política de emancipación. En el caso de las revueltas actuales, sería la tercera.

Las tres secuencias de la política de emancipación

La historia de la política de emancipación está organizada en secuencias o fases. Las secuencias se abren por acontecimientos (que generan nuevas posibilidades para la acción colectiva) y se cierran por problemas (puntos de detención y finalmente de parálisis de las prácticas políticas). Entre secuencia y secuencia existen “periodos de intervalo” en los que, como dice la frase célebre, “lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no acaba de nacer”.

Entre 1789 (año de la Revolución Francesa) y 1871 (la Comuna de París) se desarrolla la primera secuencia en torno a la idea-fuerza de la revolución entendida como derrocamiento insurreccional del orden establecido. Es la secuencia de formación del movimiento obrero, de las discusiones entre Marx, Bakunin, Proudhon y Blanqui, del socialismo utópico, de las minorías conspiradoras y las barricadas. El problema que agota finalmente esta secuencia es que las insurrecciones, sin concepto fuerte ni organización duradera, son reprimidas y masacradas una y otra vez. La secuencia se sella definitivamente con la sangre de los comuneros en el París revolucionario de 1871.

La segunda secuencia, entre 1917 y 1976, se organiza en torno a la idea de la revolución como conquista (fundamentalmente militar) del poder. El “cerebro” de esta secuencia es, naturalmente, Lenin. Su balance de la primera secuencia es el siguiente: la cuestión principal que deja pendiente es la de la victoria, cómo ganar y cómo hacer que la victoria dure. (Se dice que Lenin, no especialmente dado a las exteriorizaciones físicas de alegría, llegó a bailar en la nieve cuando la Revolución Rusa superó los setenta y dos días que duró la Comuna de París). Y la respuesta es el Partido: una capacidad centralizada y disciplinada, dirigida a tomar el poder y construir un Estado nuevo. A la lógica insurreccional le sucede por tanto una lógica de toma del poder. (A un español le vendrá a la cabeza probablemente como objeción la experiencia anarquista, pero Badiou parece considerar el anarquismo como un “pariente pobre” del marxismo-leninismo que nunca ha organizado realmente una sociedad más allá de algún episodio puntual y excepcional).

La segunda secuencia es la del comunismo estatal, la ciencia de la conquista del Estado, Lenin, Trotsky, Mao… pero también la del terror como herramienta de gobierno. El problema que agota esta secuencia es la identificación absoluta entre política y poder. La relación entre las tres instancias de la política (acción colectiva, organizaciones y Estado) se articula bajo la forma de la representación sin fisuras (“las masas tienen partidos y los partidos tienen jefes”, dirá Lenin).

Y el Estado revolucionario se convierte finalmente en un aparato autoritario y separado de la gente que se relaciona con todo lo que no es él mediante una lógica de guerra: el otro como enemigo que se trata de neutralizar por todos los medios al alcance. La revuelta antiautoritaria de Mayo del 68, con su rechazo de la representación, de la división entre los que saben (y mandan) y los que no (y obedecen), de la política como un asunto exclusivo de partidos y especialistas, marcará el final de esta secuencia.

Intervalos

Como decíamos antes, entre secuencias existen “periodos de intervalo” donde lo viejo está agotado (aunque pesa como inercia) pero no sabemos aún qué es lo nuevo. No hay figuras compartidas y practicables de la emancipación: dispositivos replicables, imágenes comunes del porvenir, “linguas francas”. En los periodos de intervalo, como se puede suponer, el estado de cosas aparece como inevitable y necesario, incuestionable. La hegemonía de las ideas dominantes es muy vigorosa: “las cosas son así”, “siempre habrá ricos y pobres”. Y la rebelión se expresa a menudo teñida de nihilismo y desesperación (“no hay nada qué hacer, pero aún así…”).

El periodo entre 1871 y 1917 fue un intervalo. Desde 1976 vivimos en otro. La secuencia organizada en torno a la idea-fuerza de la toma del poder se cierra (sin que prospere la renovación apuntada durante algunos años por Mayo del 68) y se impone la lectura conservadora de que toda revolución está abocada a la masacre y es mejor asumir por tanto el “mal menor” de la democracia representativa.

Pero algunas experiencias colectivas (como el propio Mayo del 68, el movimiento polaco Solidaridad, el zapatismo o la primavera árabe) empiezan a dibujar una hipótesis bien distinta: no es la idea de transformación del mundo la que ha quedado definitivamente impugnada en las checas y los gulags, sino la respuesta del Partido y la toma del poder.

Estos acontecimientos pueden ser leídos por tanto como señales de que se está abriendo paso, lenta y fragmentariamente, una nueva secuencia donde el desafío es inventar una política a distancia del Estado. Esa es la revolución mental y cultural que proponen estos movimientos: concebir la política como creación (de posibilidades) y no como representación (de sujetos o demandas). Una política que exista por ella misma y no subordinada al poder y su conquista.

¿Significa esto que la política por venir debe desentenderse de los problemas del poder y el Estado (como en algunas tentativas de construir una sociedad paralela o en los márgenes de la oficial)? La respuesta es negativa. La política no debe confundirse con el poder, pero tampoco desentenderse de él, sino inventar modos de imponerle cuestiones sin colocarse en su lugar. Obligar al Estado sin ser Estado. Afectar y alterar el poder sin ocuparlo (ni desearlo). El desafío es pensar la articulación entre los tres términos de la política (recordemos: acción colectiva, organizaciones y Estado), no bajo la forma de la representación, sino más bien según un arte de las distancias (es decir, de conflictos y conversaciones entre instancias que no se confunden ni se “traducen” simplemente unas a otras).

Por todo ello, Badiou es muy crítico en general con la izquierda (también la alternativa) que sigue pensando con el cerebro de la secuencia anterior: “traducir” al plano institucional las demandas sociales, cuando los movimientos no se reducen a pedir cosas, sino que son también instancias creadoras de nueva realidad (nuevos valores, nuevas relaciones sociales, nueva humanidad); poner en el centro de toda actividad las elecciones, cuando el procedimiento electoral convierte en número, inercia y separación lo que en la calle se expresa como voluntad colectiva y transformadora (con las enormes decepciones consiguientes: después de Mayo del 68, De Gaulle; después de Plaza Tahrir, los Hermanos Musulmanes); proponer formas delegativas de la política que nos prometen cambiar el mundo sin tener que cambiar un ápice nosotros, etc.

Las formas de pensar de la secuencia anterior (representación, delegación, etc.) mantendrán su relativa vitalidad mientras no se inventen las figuras conceptuales y organizativas de la tercera secuencia. El problema es que aún estamos en un periodo de intervalo: las revueltas no son revoluciones. No saben qué poner en lugar de lo que derriban, ni qué nueva relación instituir entre los tres términos de la política.

En eso consiste la “indecisión” (con trágicas consecuencias) de los manifestantes de Plaza Tahrir: “tiramos gobiernos, ¿y luego qué?” La misma idea de revolución está en crisis. Antes cada grupo o tribu política tenía la suya, pero la referencia era compartida. Ahora ya nadie sabe muy bien qué significa y usamos la palabra en forma lúdica (como la spanish revolution, un guiño al famoso gag de los Monthy Python).

Falta la Idea (escrito por Badiou así, en mayúsculas), es decir, una nueva visión de la vida en común, lo suficientemente clara como para presentarse como alternativa a esta sociedad (la idea comunista jugó ese papel en el pasado). Y una nueva articulación entre los tres términos de la política.

Pero podemos ser optimistas. Las revueltas abren de nuevo lo posible. Eso explica que el texto más entusiasta de la historia de la política de emancipación (El Manifiesto Comunista) se escribiese después de la derrota del levantamiento de 1848. Esa insurrección había abierto una brecha importantísima en la restauración del orden de 1815 tras los desórdenes revolucionarios de 1789. Hay fracasos y fracasos. Hay derrotas muy fecundas.

En un periodo de intervalo el mayor enemigo somos nosotros mismos: nuestra impaciencia, nuestra inconstancia, nuestro miedo a lo desconocido. Se requiere mucho coraje y tenacidad para no recaer las viejas respuestas ni tampoco desalentarse. ¿Cómo orientarnos sin recurrir a las viejas brújulas? No hay recetas ni atajos. La clave está sobre todo en la capacidad de invención de las prácticas reales, que no nos ofrece soluciones (que aplaquen nuestra angustia), pero sí las posibilidades para encontrar esas soluciones.

Por una promiscuidad teórica

Hasta aquí Badiou (o al menos mi resumen). Me gustaría señalar ahora para terminar un riesgo que me parece inherente a los grandes relatos (incluso si están tan bien construidos y hablan tan directamente a nuestro presente como el suyo). Lo haré a partir de los comentarios críticos de Badiou sobre el 15-M que se pueden encontrar en El despertar de la Historia y desperdigados por otras intervenciones posteriores.

A Badiou el 15-M le parece interesante (la toma de las plazas, el “no nos representan”, la creatividad, etc.), pero lo considera finalmente una “imitación débil de la primavera árabe”. Le critica sobre todo tres cosas: 1) no tiene ninguna idea precisa de victoria (como sí tenía la primavera árabe: “fuera Mubarak”, “fuera Ben Alí”), lo cual hace muy incierto su futuro; 2) es esencialmente un movimiento juvenil que no consigue involucrar a las clases populares, lo que explica que la derecha ganase holgadamente las elecciones posteriores; y 3) reclama “democracia real ya”, cuando la democracia es la pantalla de legitimación del poder financiero y por tanto reivindicarla no puede llevarnos muy lejos.

Ninguna de las críticas me convence plenamente. Ciertamente, el 15-M de las plazas no tenía una idea clara y compartida de lo que es una victoria, pero ¿no fue también eso lo que permitió el encuentro entre tanta gente distinta y desconocida entre sí? La energía generada en ese encuentro se ha ido organizando luego en direcciones y hacia objetivos concretos (PAH, mareas) y se mantiene viva, de forma latente y manifiesta. Es verdad que los egipcios y los tunecinos tenían un objetivo claro y eso catalizó las voluntades en un solo sentido, pero ¿y después? Una vez caídos Mubarak y Ben Alí, ¿no están los egipcios y los tunecinos tan perdidos/en búsqueda como nosotros?

Aceptemos que el 15-M de las plazas era fundamentalmente juvenil (aunque pocos espacios más plurales pueden encontrarse en la historia política española reciente). Pero ¿y luego? ¿No se diversificó enormemente el 15-M cuando aterrizó en los barrios o hizo alianza con la PAH? Muchos inmigrantes completamente ajenos a lo que sucedía en las plazas entraron en contacto con el 15-M por ahí. Un acontecimiento no es sólo el evento que lo inaugura, sino el proceso que abre.

El rasgo incluyente del 15-M apareció ya en las plazas pero siguió produciendo efectos de apertura después. Y si es el déficit de heterogeneidad lo que explica que el PP ganase las elecciones, ¿no podríamos decir lo mismo de Mayo del 68 y la victoria posterior de De Gaulle?

Por último, la democracia que se reclamaba (y practicaba) en las plazas, ¿es equivalente de algún modo a la política parlamentaria? El significado de las palabras depende de quién las dice, dónde las dice y cómo las dice. En el contexto del 15-M, la palabra democracia remite más bien a la aspiración de una política ciudadana, no troceada en partidos peleados por el poder, capaz de hacerse cargo de los asuntos comunes (o al menos de tener algo qué decir sobre ellos). Y hay mucho trabajo experimental en marcha para concretar esa aspiración.

En definitiva, el 15-M de Badiou es demasiado un paisaje a vista de pájaro (también me lo parecieron sus comentarios sobre la revuelta turca). Pero, ¿no hay en todo gran relato un punto de distancia y abstracción que tiende a recortar la riqueza (y la complejidad y la heterogeneidad) de las situaciones singulares? Por ese motivo es muy importante que sean los propios habitantes de las situaciones los que generen sus nombres y las categorías para pensarlas.

Y su propio sentido de la orientación. Sin descartar desde luego ninguna aportación externa, pero sin asumir tampoco ninguna como dogma. El amor que nos reclaman muchas veces los grandes filósofos es demasiado excluyente y posesivo. O uno u otro. O Badiou o Negri. O Agamben o Butler. Etc. Es mejor el amor libre o una cierta promiscuidad teórica. Es decir, con cariño y respeto (leyéndoles con atención y tratándoles con cuidado), poder estar con varios a la vez, tocar sin miedo y reapropiarnos de sus cacharros conceptuales, hacer combinaciones inéditas y, sobre todo, pensar siempre desde nuestras propias necesidades, desde nuestra propia biografía y trayectoria, desde las preguntas que nos ponen las situaciones de vida que atravesamos.

 

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Conceptos básicos de El Capital

186530_1280989971_5597357_nMiguel Manzanera Salavert

En la construcción de la ciencia económica contemporánea la investigación de Marx ha jugado un papel fundamental. Y aunque hace un par de décadas se consideró obsoleta y anticuada, hoy en día ha vuelto a revalorizarse ante la profunda crisis del capitalismo neoliberal que están padeciendo los países más ricos del planeta. Lo que Marx explicó hace siglo y medio puede ser importante para salir de la crisis, y seguramente mucha gente estará interesada en conocer un poco mejor sus ideas. En este texto voy a intentar explicar sucintamente el planteamiento fundamental de la economía marxista a partir de El capital, reconociendo que no se trata más que de un esquema general, que no pretende ser exhaustivo.

La distinción entre sustancia y magnitud

En primer lugar, Marx empieza El capital explicando la doble forma del valor económico, valor de uso y valor de cambio. Se trata de una cuestión de método: toda ciencia comienza su estudio estableciendo las magnitudes que son objeto de su investigación, a través de una distinción entre los aspectos cuantitativos y cualitativos en su campo de estudio. En la ciencia económica el valor de uso, expresa los aspectos cualitativos de las cosas en cuanto que sirven para satisfacer necesidades humanas; el valor de cambio, representa el valor cuantitativo de las mercancías producidas por el trabajo humano en cuanto que son objeto de intercambio en el mercado. El precio de las mercancías es su valor de cambio, la magnitud del valor, y sirve como medida en la ciencia económica.

Muchos filósofos de la naturaleza, en sus reflexiones sobre la actividad científica, han afirmado que las cualidades de las cosas no tienen en realidad en sí mismas, sino que solo existen para el ser humano que las percibe: las cualidades naturales son la forma que tiene el ser humano de percibir el universo en el que vive; pero el mundo natural es esencialmente un conjunto de relaciones cuantitativas. En las disciplinas científicas, pues, las cualidades se dejan de lado para hacer ciencia, fundada en la medida y la cantidad. Pero cuando se trata de una ciencia social, el método requiere hacerse más complejo, porque las cualidades forman parte de nuestra naturaleza humana y de lo que queremos llegar a ser como personas. No resulta tan fácil eliminar los aspectos cualitativos en el conocimiento científico de la sociedad, ni es recomendable si es que queremos conservar la humanidad.

Marx está convencido del valor de la ciencia para el desarrollo cultural de la especie humana en su historia, y por tanto plantea esa distinción básica de la investigación científica. De ese modo, El capital comienza exponiendo los fundamentos de la ciencia económica al distinguir en su campo de estudio dos formas del valor económico: la utilidad de las cosas, como su aspecto cualitativo, y el precio, como su aspecto cuantitativo. Marx lo denomina la ‘sustancia del valor’ o ‘valor de uso’, y la ‘magnitud del valor’ o ‘valor de cambio’ (El capital, Vol. I, capítulo 1, punto 1). El precio del mercado es la magnitud del valor económico, es decir, la medida del valor, gracias a la cual se puede establecer una ciencia de carácter cuantitativo. Pero lo que interesa al ser humano concreto que tiene que vivir en el mundo, es la utilidad de los productos que compra para satisfacer sus necesidades; el planteamiento crítico de la economía marxista consiste en indagar hasta qué punto la medida del valor expresada por el precio en el libre mercado capitalista, es adecuada para las necesidades humanas –entre las que se deben incluir además la emancipación de todos los seres humanos-.

El problema de la medida del valor

La intuición de Marx es que la medida del valor económico a partir de los precios mercantiles es básicamente inadecuada para construir una economía humana satisfactoria. Esa idea es fácil de adquirir sobre la base de la observación de la vida social moderna: las crisis capitalistas, la miseria de los trabajadores y los pueblos, la injusta distribución de la riqueza social, la represión política para sostener el orden establecido, la falsificación de la conciencia de los ciudadanos, su esquilmar la riqueza terrestre y los problemas ecológicos, etc. La investigación marxiana trata de averiguar cómo se forman los precios en el mercado, para descubrir por qué no constituyen una medida adecuada del valor económico, con la convicción de que esa investigación pueda proporcionar también alguna idea acerca de cómo podría sustituirse por una medición alternativa. A lo largo de su trabajo, Marx irá desgranando diversos aspectos de esa inadecuación desde distintos ángulos de aproximación.

El intercambio de las mercancías es necesario para toda sociedad desarrollada, cuya estructura económica se organiza mediante la división del trabajo. El incremento de la productividad que produce la especialización de los trabajadores, tiene como contrapartida la necesidad de intercambiar los productos de su trabajo, que se transforman así en mercancías. Se trata de redistribuir la producción económica, para satisfacer las necesidades de todos de modo equitativo. ¿Cómo se realiza ese intercambio?, ¿cómo se debería realizar? Al intercambiar las mercancías que han producido, los productores intentan hacerlo de forma equitativa, y Marx supone que ese intercambio justo se hace sobre la base de la cantidad de trabajo incorporada en su producción, el gasto de energía física que el trabajador ha empleado para producir la mercancía. La medida del valor debe fundarse por tanto en el trabajo empleado en la producción –lo que se denomina como ‘teoría del valor-trabajo’-.

Se debe discutir el papel epistemológico de esa propuesta teórica. Tal como se ha formulado aquí tiene la forma de un ideal normativo, en cuanto que no es una práctica social observable en el presente. Marx la formula como una descripción de lo que los seres humanos debieron hacer en el pasado, o de cómo les gustaría comportarse para ser justos –lo que no deja de ser una aplicación de la teoría del contrato como ideal político normativo-. Pero una ciencia social descriptiva puede prescindir perfectamente de tal hipótesis. Como es sabido, la economía neoclásica, en la que se funda el desarrollo moderno de la producción capitalista, asume que el origen del valor es la propia utilidad de la mercancía, que se traduce en demanda del producto dentro del mercado, sin que el valor del trabajo pueda tener significado para determinar esa operación. De ese modo, la economía se traduce en una mera técnica de organización de la producción basada en la eficacia, sin tomar en cuenta la posibilidad de hacer una asignación justa de los valores. Una ciencia social de este tipo se limita a extrapolar las tendencias presentes, suponiendo que el futuro será igual que el pasado.

De ahí que se proclamara hace algunos años la ideología del final de las ideologías, esto es, la afirmación de que la única racionalidad posible es la eficacia en la producción económica. La refutación de esa tesis, tan de moda en las últimas décadas, es la crisis de superproducción del capitalismo neoliberal, que, como también es sabido, repite un fenómeno ya bien conocido desde hace siglos. Para entender ese fenómeno se hace necesario repasar la teoría de El Capital, que predice esos fenómenos cíclicos de la economía de mercado. Para lo cual es imprescindible reconocer que la racionalidad humana no consiste en la eficacia económica entendida pragmáticamente al modo liberal burgués. Por el contrario, la propuesta del valor-trabajo es una hipótesis, que Marx supone implícita en los comportamientos intencionales de los sujetos humanos, en tanto que personalidades morales de carácter racional que buscan la justicia en sus relaciones sociales. La base para tal supuesto es que la cooperación en el trabajo es beneficiosa para todos, y que es la forma específica de la naturaleza humana.

Sobre la base de esos presupuestos se obtiene el concepto de valor económico fundado en el trabajo. Los intercambios de mercancías toman como pauta para la valoración de los bienes, la cantidad de energía que los trabajadores gastan en la producción de cada mercancía: ‘la forma general del valor… presenta a los productos del trabajo como simple gelatina de trabajo humano indiferenciado…, es la expresión social del mundo de las mercancías’ (El capital, Tomo 1, Sección Primera, Mercancía y dinero, capítulo I, 82, cito por la 9ª edición de la traducción de Pedro Scaron publicada en Siglo XXI). Un tipo de productos se intercambian por una cantidad equivalente de otro tipo, cuando el trabajo empleado en su producción es el mismo.

La primera distorsión: el fetichismo de la mercancía

En esta parte de su investigación, Marx analiza las deficiencias de la forma general del valor para las necesidades del intercambio, y concluye que se hace necesario un equivalente general que puede intercambiarse por cualquier mercancía; ese equivalente es el dinero: la moneda se transforma en la unidad de cuenta económica o medida del valor. Y en esa transformación aparece el primer inconveniente: cuando el dinero, como equivalente general de todas las mercancías, sustituye al intercambio de bienes entre los productores, la cantidad de trabajo aplicada en la producción desaparece como medida del valor, ocultado por la apariencia de un valor autónomo de las mercancías expresado por su precio. La utilidad se muestra como una realidad creada ex nihilo, de la nada, por así decirlo. Ese fenómeno es designado por Marx como ‘fetichismo de la mercancía’, en el Capítulo Primero, punto 4.

Es aquí donde Marx muestra la conciencia epistemológica del método científico, como crítica de la apariencia sensible para encontrar la constitución material del mundo natural: ‘la impresión luminosa de una cosa en el nervio óptico no se presenta como excitación subjetiva de ese nervio, sino como forma objetiva de una cosa situada fuera del ojo’ (op.cit. 88). Las cualidades de las cosas, por ejemplo los colores que vemos, existen en nuestras impresiones, percibidas sensorialmente; pero para nosotros es como si el color existiera realmente en las cosas –y hasta cierto punto, desde la subjetividad, es así-. La percepción del color es una relación entre el sistema nervioso humano y la luz que impresiona la retina; y ésta es una onda corpuscular definible por sus características matemáticas según la física más avanzada.

El proceso de construcción de una ciencia social –nos dice Marx aquí- es análogo: por detrás de las cualidades de las cosas están las relaciones matemáticas expresadas por los precios en una economía mercantil. Sin embargo, por tratarse de relaciones sociales, la naturaleza de lo estudiado debe tratarse con más cuidado: los aspectos cualitativos, como es su sentido de la justicia, no pueden ser suprimidos sin eliminar al mismo tiempo la racionalidad humana. Ésta, además, no se limita a la eficacia productiva –como piensan los economistas liberales-, sino que debe tomar en cuenta la finalidad para la que se hacen las cosas –la satisfacción humana de carácter cualitativo-, finalidad que es el motor de la acción productiva humana.

Eso no significa que el sentido de la justicia no pueda ser cuantificado, como de hecho hace Marx con su teoría del valor-trabajo; significa sólo que debe ser tomado en cuenta. Por otra parte, la finalidad humana del trabajo debe constituirse como un elemento fundamental del análisis económico. Esa existencia puramente subjetiva de los colores es comparable a la utilidad de los objetos –la sustancia del valor-, que el ser humano usa o produce como medios de satisfacción de sus necesidades. La relatividad de las necesidades humanas deriva de su carácter eminentemente subjetivo, si bien existen medios para darles un aspecto objetivo cuantificable, como hace la economía del bienestar en términos de utilidades.

En cambio, la forma del valor –como valor de cambio de la utilidad convertida en mercancía- representa el aspecto cuantitativo del valor. Sin embargo, el análisis de Marx descubre que en la sociedad mercantil se invierte la categorización científica: es el mecanismo de medición cuantitativa lo que toma rasgos de realidad fantasmagórica, de una falsa apariencia de realidad sustancial. Lo que llama ‘fetichismo de la mercancía’ es que en la perspectiva capitalista del mercado, los hombres son tratados como cosas y las cosas como hombres. En el modo de producción mercantil se establecen ‘relaciones propias de cosas entre las personas y relaciones sociales entre las cosas’ (op.cit. 89).

Algo anda mal en la economía humana para que eso suceda, y es precisamente el mecanismo utilizado para cuantificar el valor de las mercancías: la formación de precios en el mercado. Y la clave de todo el asunto es que para ese mecanismo mercantil, el trabajo se convierte en una mercancía más y desaparece de la conciencia como creador del valor económico. A partir de ahí la fuente del valor económico se presenta como el dinero convertido en capital. Esa falsa conciencia impide organizar la producción de forma científica, como la creencia religiosa en el creacionismo impide concebir la teoría de la evolución de las especies y la superstición del horóscopo impide concebir el universo físico descubierto por la astronomía contemporánea.

La segunda distorsión capitalista del valor económico: el interés del capital

Debe quedar claro lo que ese ‘desaparecer’ del trabajo significa: es un desaparecer en la conciencia. A pesar de que el trabajo sigue siendo la fuente del valor económico, la importancia de la moneda como instrumento para fijar el valor resulta tan decisiva, que la persona que lo emplea queda anulada por él; el individuo capitalista es un mero portador de valor de cambio. La función del dinero es esencial para la economía de una sociedad, fundada en la división del trabajo y el intercambio generalizado de mercancías a gran escala; el movimiento de la moneda en el mercado crea una circulación de dinero, que refleja la circulación de mercancías en la redistribución del producto social, como en un espejo formado por los libros contables. Baste pensar en el papel multiplicador del dinero que tienen los bancos, para comprender el enorme poder que acumula el que maneja el instrumento de intercambio. El capital financiero domina la vida social capitalista.

En toda sociedad hay funciones privilegiadas, en dependencia de su importancia para el orden social. En el Estado Antiguo surgido a partir de las culturas campesinas del neolítico, esa función capital consistía en la acumulación del excedente, para solventar necesidades futuras e imprevistos ocasionales. Creo que así se debe interpretar la leyenda de José, el hijo de Jacob, cuando en Egipto adivina el sueño del faraón de las vacas gordas y las vacas flacas, tal como nos lo cuenta la Biblia. La importancia de la custodia de los excedentes, conservados para cubrir futuras eventualidades, explica la realeza en aquellos antiguos estados. En este sentido, la escuela funcionalista americana de Talcott Parsons ha hecho interesantes observaciones.

Ese papel central concede al dinero una potencia que le permite dominar la vida social y subordinar a los trabajadores a su imperio. Entonces el dinero se transforma en capital, dinero que crea riqueza por el préstamo crediticio con interés, o a través de la inversión productiva en la actividad económica (El capital, Sección Segunda, La transformación del dinero en Capital). Es el capital el que crea riqueza, y no el trabajo. Marx lo expresa con una fórmula: D’ = D + ΔD. Determinado como fuente de la riqueza por el mecanismo del mercado, el capital es capaz incluso de comprar fuerza de trabajo; transforma a la propia fuerza de trabajo que crea el valor, en una mercancía que puede comprarse y venderse en el mercado de trabajo a cambio de un salario. El valor no es creado ya por el trabajador, sino por el empresario que compra la fuerza de trabajo y la emplea para su propio beneficio. Y el valor pertenece a quien lo crea, como señalaba John Locke al fundar el liberalismo.

Ese crecimiento del capital, representado por el interés y el beneficio, viene a ser la expresión de la reproducción ampliada de la producción capitalista, su crecimiento compulsivo constante. En el momento en que deja de crecer sobrevienen crisis con sus consecuencias desastrosas: paro obrero, hambrunas y miseria generalizada, guerras civiles e internacionales, sistemas políticos totalitarios, etc. Es además un crecimiento deforme y desequilibrado, que da origen a la sobreproducción de mercancías, al sobredimensionamiento de la capacidad productiva, a la inversión en sectores monstruosos como el armamento de destrucción masiva, etc. El desarrollo del capital es un mecanismo de alienación, pues conduce a que el ser humano pierda el control sobre los procesos temporales, en los que están envueltas tanto la vida personal de los individuos, como la historia colectiva de la sociedad. Las crisis de sobreproducción capitalista, que conducen a conflictos y guerras espantosas, son un claro ejemplo de esa falta de control sobre los procesos históricos. La incapacidad para resolver los problemas ambientales, creando una relación armoniosa y equilibrada con los ecosistemas naturales, son otro ejemplo claro de los inconvenientes del modo de producción capitalista, que puede acabar con la especie humana e incluso con la vida en el planeta Tierra.

Si desde el punto de vista moral, resulta insatisfactorio tratar a los seres humanos como meros portadores de fuerza de trabajo que se compra y se vende en el mercado, desde el punto de vista económico resulta ineficiente a largo plazo. La racionalidad exigible para un sistema económico compatible con el medio ambiente terrestre no se basa en la eficacia capitalista –que consiste en incrementar constantemente el producto nacional bruto-, sino en la eficiencia –cuyo objetivo es alcanzar las satisfacción de las necesidades al menor costo posible, ahorrando lo medios-.

Con esta observación, desarrollamos el marxismo en sentido ecologista, como clave más acuciante de los problemas actuales de la humanidad. Pero volvamos al planteamiento de Marx: la eficacia capitalista solo funciona a corto plazo; ni siquiera es eficaz a largo plazo, porque genera crisis de sobreproducción que conllevan una ingente destrucción de fuerzas productivas en las crisis y guerras que suceden sin final. La injusticia del sistema, que trata a los trabajadores como objetos de compra-venta, genera un desequilibrio en la evolución social que acaba redundando en la destrucción periódica de la riqueza creada. Como en la torre de Babel, los hombres construyen una escalera al cielo que acaban abandonando, no por una maldición divina, sino por la confusión y la ignorancia. Veamos por qué.

La tercera distorsión: la creciente explotación del trabajo y la tierra

En el capítulo IV de la Sección Tercera del Primer Tomo de El Capital, Marx explica que la explotación de los trabajadores nace de haber considerado la fuerza de trabajo como una mercancía. A continuación, en el capítulo V, determina en qué consiste esa explotación, a través de la noción de trabajo excedente que da origen a la plusvalía o plusvalor. Si el plusvalor surge, es únicamente en virtud de un excedente ‘cuantitativo’ de trabajo, en virtud de haberse prolongado la duración del mismo proceso laboral (op.cit. 239). En el modo de producción capitalista ese plusvalor da origen al beneficio del capital, cuando los valores de uso producidos por el trabajador son vendidos en el mercado.

El plusvalor se representa monetariamente mediante el interés del capital prestado o el beneficio del capital invertido. Pero hay una diferencia entre el grado de explotación de los trabajadores y la tasa de ganancia de los empresarios que los emplean. Detengámonos en esos conceptos explicados en el capítulo VII de esa Sección Tercera del Primer Tomo; nos van a mostrar una tercera distorsión que el mecanismo del precio mercantil introduce en la valoración de la producción económica. Nos dice Marx: ‘La tasa de plusvalor es la expresión exacta del grado de explotación de la fuerza de trabajo por el capital’ (op.cit. 262). Esta tasa de plusvalor es el cociente entre el plusvalor, el excedente de trabajo que el obrero se ve obligado a hacer para su empleador, y el trabajo necesario para la reproducción de la fuerza de trabajo, representado por las mercancías que necesita comprar ese mismo obrero para subsistir. Marx construye una ecuación para visualizar esa relación: p/v (siendo p = plusvalor o trabajo excedente, y v = capital variable o capital invertido en la remuneración de los trabajadores).

En este punto de El capital, Marx distingue la tasa de plusvalor y ‘la valorización del valor del Capital adelantado…, como excedente del valor del producto sobre la suma de valor de sus elementos productivos’; indicando que es un error muy frecuente entre los economistas confundir la tasa de plusvalor antes definida con esa valorización del capital. Ésta consiste en los beneficios del capitalista, que se queda con el plusvalor producido por los trabajadores, y se corresponde con el hecho de que el dinero adelantado para poner en marcha la producción genera un rédito que son los intereses del capital.

Si saltamos ahora hasta el Tercer Tomo, Sección Primera (La transformación del plusvalor en ganancia y la tasa de plusvalor en tasa de ganancia), Capítulo II, Marx y Engels definen la valorización del capital como tasa de ganancia, que viene dada por la fórmula p/c+v (siendo p = plusvalor o trabajo excedente, c = capital constante o capital invertido en los factores productivos, y v = capital variable o capital invertido en las remuneraciones de los trabajadores). El plusvalor se hace ganancia capitalista transformándose en dinero al vender los productos en el mercado. La tasa de plusvalor (p/v) se debe hacer tasa de ganancia (p/c+v) en el mismo proceso de venta. Pero mientras la tasa de plusvalor es una relación entre las horas trabajadas para satisfacer las necesidades del obrero y las horas que el obrero tiene que hacer para su patrón, la tasa de ganancia es una relación entre el capital total invertido, C = c+v, y las ganancias del capitalista, el plusvalor convertido en forma monetaria por la venta mercantil de plusvalor.

Si el capitalismo fuera un modo de producción estable, que pudiera sostenerse mediante su reproducción simple, quizás ese problema no sería demasiado grave. Mas no es así. El capitalismo necesita la reproducción ampliada, incrementando siempre las inversiones y las ganancias totales conseguidas mediante el plusvalor arrancado al trabajador. Como consecuencia del desarrollo del modo de producción, el capital constante aumenta permanentemente. Y por tanto, al incrementarse el capital constante, en la fórmula C = c+v, disminuye la proporción del capital variable; con lo cual la tasa de plusvalor (p/v) necesita multiplicarse creciendo exponencialmente, mientras que la tasa de ganancia (p/v+c) lo hace de forma mucho más modesta o incluso puede disminuir.

Ese fenómeno se denomina Ley de la baja tendencial de la tasa de ganancia, en la Sección Tercera del Tomo III de El capital: ‘una tasa creciente de plusvalor tiene tendencia a expresarse en una tasa declinante de ganancia’ (op.cit. 309). Marx y Engels exponen en el Capítulo XIV de la misma Sección Tercera cómo el capitalista se esfuerza en contrarrestar esa realidad: elevación del grado de explotación del trabajo, reducción del salario por debajo de su valor, abaratamiento de los elementos del capital constante (materias primas, energía, tecnología, infraestructuras, etc.), sobrepoblación relativa (el llamado ‘ejército de reserva’, los parados que actúan como fuerza de trabajo barata a disposición del capitalista), el comercio exterior y el aumento del capital accionariado. Los rendimientos decrecientes del capital deben reponerse aumentando la explotación del trabajo e incrementando exponencialmente la productividad del trabajo, desvalorizando la riqueza terrestre y globalizando la producción económica. Como el capitalista solo invertirá si se garantizan los beneficios, y buscando además que estos crezcan lo máximo posible, la explotación de los trabajadores y de la tierra tiene que incrementarse permanentemente en el sistema.

A continuación en el Capítulo XV de ese mismo Tomo III, los autores exponen las contradicciones del desarrollo capitalista, que han de determinar antes o después su decadencia definitiva y su sustitución por un nuevo modo de producción. La acumulación acelera el descenso de la tasa de ganancia, en tanto con ella está dada la concentración de los trabajos a gran escala y, por consiguiente, una más alta composición del capital (el aumento del capital constante en la fórmula C = c+v). Por otra parte, la baja de la tasa de ganancia acelera, a su vez, la concentración de capital y su centralización mediante la expropiación de los capitalistas menores…

Como señala el Manifiesto Comunista, toda la sociedad tiende a dividirse en las dos clases fundamentales del modo de producción capitalista, eliminando los estratos intermedios. Y como señaló Aristóteles una sociedad estable es aquella que tiene una clase media fuerte y numerosa. La dinámica capitalista conduce inexorablemente a la confrontación de clases y la revolución social. El capitalismo solo dispone de un medio para evitar esa dinámica destructora de sí mismo: ser moderado mediante la intervención del Estado en una economía del bienestar, consiguiendo redistribuir la riqueza mediante los impuestos, la planificación y la producción de bienes públicos. Es necesario superar el liberalismo hacia el capitalismo de Estado, como etapa necesaria para la superación del modo de producción mismo.

La cuarta distorsión: el papel de la innovación tecnológica.

El crecimiento decreciente del rendimiento capitalista, la ley de la baja tendencial de la tasa de ganancia, impulsa a los capitalistas a buscar por todos los medios un aumento de sus ganancias. Uno de los medios más eficaces que tiene a su disposición consiste en buscar el apoyo de los científicos que le prestan sus conocimientos para mejorar los rendimientos industriales. El desarrollo tecnocientífico del capitalismo ha sido impresionante en los últimos siglos, pero lo más sorprendente es que detrás de ese desarrollo se encuentre el ansia de beneficios de los empresarios, alcanzado mediante la explotación de los trabajadores. El burgués moderno ha sido descrito por Goethe en el personaje de Fausto, que busca alcanzar la perfección mediante la acción productiva ayudado por el diablo Mefistófeles. El mal es inseparable de la producción, al menos en el orden social capitalista, lo que Schumpeter llamaba la destrucción creativa.

Gracias a la innovación tecnológica se obtiene un incremento multiplicado del plusvalor, necesario para remontar la tendencia a la disminución de las ganancias. El mecanismo que hace posible ese prodigio es denominado plusvalor relativo en El capital, Tomo I, Sección IV. El empresario introduce una nueva técnica, cuando sirve para incrementar la productividad del trabajo, de modo que un obrero puede producir una cantidad multiplicada de mercancías en el mismo tiempo. Como las condiciones laborales de éste son las mismas por término medio que el resto de los trabajadores, esa productividad incrementada multiplica a su vez la cantidad de plusvalor arrancado al trabajo por el capital. Ese aumento en la cantidad de plusvalor se transforma en ganancias extraordinarias, al convertir el valor de los bienes así producidos en dinero por la venta en el mercado. El capitalista puede competir en condiciones ventajosas hundiendo a las empresas rivales, que todavía no se han hecho con la innovación tecnológica, quedándose para sí con toda la plusvalía producida. Marx explica cómo en la India las mercancías inglesas hundieron la industria textil por la competencia. Para ello el gobierno inglés tuvo que abolir las leyes que prohibían la importación y limitaban el comercio, ocupando el territorio.

En ese paso de su exposición Marx expone la distinción entre el plusvalor absoluto y el plusvalor relativo del siguiente modo: Denomino ‘plusvalor absoluto’ al producido mediante la ‘prolongación’ de la jornada de trabajo; por el contrario, el que surge de la ‘reducción’ del tiempo de trabajo necesario, y del consiguiente cambio en la ‘proporción de la magnitud’, que media entre ambas partes componentes de la jornada laboral, lo denomino ‘plusvalor relativo’ (Volumen 1, Sección Cuarta, Capítulo X, Concepto de plusvalor relativo, op.cit.,383). Lenin expone la diferencia entre plusvalía absoluta y relativa, casi con las misma palabras en su trabajo sobre El plusvalor, que resulta un resumen de la cuestión. Precisamente por su carácter resumido, puede llevar a confusión: hay quien entiende de modo simplificado la diferencia entre plusvalor absoluto y plusvalor relativo, como la diferencia entre alargar la jornada en términos cuantitativos añadiendo más horas de trabajo, plusvalor absoluto, y acortar el tiempo de trabajo necesario para reponer el gasto de fuerza de trabajo expresada en el salario, plusvalía relativa. Pero la cosa tiene más miga.

Para entender bien este párrafo hay que tomar la definición de plusvalor absoluto que Marx realiza en los capítulos anteriores, en la que éste se explica como una realidad constitutiva del modo de producción capitalista, sin la cual no podría funcionar, ni siquiera haber aparecido sobre la tierra. En cambio, el plusvalor relativo es definido como ‘cambio en la proporción de la magnitud’, estos es, como la multiplicación del plusvalor absoluto conseguida mediante la fabulosa productividad que permite la introducción de innovaciones técnicas. Eso significa que la plusvalía relativa es el factor de cambio en el modo de producción capitalista, haciendo posible las inversiones productivas, la recuperación de la tasa de ganancia y la reproducción ampliada del capital.

Pues el efecto de una innovación en la sociedad es mucho más profundo que un mero aumento de productividad; ese aumento modifica el orden social capitalista y la correlación de fuerzas políticas entre las clases sociales, hasta el punto de que pueda hablarse de la creación de una formación social diferente, provocada por los cambios estructurales que trae la innovación tecnológica. Véanse, por ejemplo, las importantes transformaciones de toda índole que ha traído la última revolución tecnológica de la informática: automatización de las fábricas sustituyendo los trabajos físicos que son realizados ahora por máquinas, sustitución de empleados cualificados y funcionarios en la administración de empresas privadas y públicas, revolución en las telecomunicaciones y en el acceso a la información, etc.

Sin embargo, lo que más interesa desde el punto de vista marxista son sus efectos sobre las luchas sociales –puesto que la lucha de clases es el motor de la historia-. Los efectos para la clase obrera son devastadores. Marx se dedica a analizarlos en el Capítulo XIII, Sección IV del Tomo I, a partir de la introducción de la máquina de vapor como fuerza motriz en la industria. En primer lugar, millones de trabajadores fueron lanzados al paro, sustituidos por las máquinas; de ese modo aumenta el número de obreros en busca de trabajo, es decir aumenta la oferta de fuerza de trabajo, que se desvaloriza así por las leyes del mercado. En segundo lugar, aparecieron trabajos que requerían menor fuerza física y menor habilidad, de modo que los profesionales fueron sustituidos por peones, y en algunos casos por mujeres y niños en trabajos que no requerían fuerza física. En tercer lugar, el abaratamiento de las mercancías abarató también la fuerza de trabajo que se sirve de ellas. En todos esos aspectos el precio de la fuerza de trabajo disminuye en beneficio de la valorización del capital. Como señala Marx: la maquinaria desvaloriza la fuerza de trabajo (capítulo XIII del Tomo I, op.cit. 481). Se trata de un resultado de la lucha de clases: la burguesía utiliza la ciencia para derrotar a los trabajadores en un ciclo que lleva de la innovación tecnológica al paro, y de éste al descenso de los salarios y la intensificación de la explotación: Se podría escribir una historia entera de los inventos que surgieron, desde 1830, como medios bélicos del capital contra los amotinamientos obreros (op.cit. 452).

Pero ni la ciencia, ni la técnica, llevan en su esencia el estigma de la explotación y la alienación de los trabajadores. Marx recuerda que la introducción del molino en el modo de producción antiguo, fue saludada por los poetas romanos como un avance que liberaría a las mujeres del pesado trabajo de moler el grano. Solo en el medio social del capitalismo los avances tecnológicos se convierten en elementos para la esclavización de los trabajadores –por los motivos expuestos-. Ello se hace posible porque el orden social burgués está dominado por los poseedores de capital, que pueden hacer las leyes a su medida. En cada coyuntura del proceso de desarrollo del capital, las leyes se ajustan a las necesidades de ese desarrollo. Se trata de una acción conjuntada de medios políticos y técnicos, que hacen posible obtener el sometimiento de los trabajadores.

Así, las consecuencias que la revolución informática ha traído para el siglo XXI son devastadoras desde el punto de vista del desarrollo histórico: la desaparición de la clase obrera  industrial en los países desarrollados con la consiguiente derechización de las sociedades opulentas e imperialistas y la degradación moral que eso supone; paralelamente la descomposición del campo socialista y su transformación en un área pauperizada y sometida al imperialismo; además el neoliberalismo depredador e irracional que conduce a la humanidad al borde de un abismo de caos ecológico con peligro para la biosfera. Por citar algunos ejemplos que me vienen a la mente.

Otra observación importante de Marx acerca del uso de la tecnología por el capitalismo, es que una innovación tecnológica solo será introducida en el sistema cuando produzca un beneficio para el capitalista a través de la plusvalía relativa. No serán introducidas innovaciones que puedan interesar a la población o a los trabajadores, a menos que ayuden al capitalista a mantener su dominio de la sociedad. Por ejemplo, el desarrollo de una maquinaria bélica espeluznante por sus efectos sobre la población, no tiene más sentido que sostener el poder establecido sobre la base del terror y la crueldad. Como puede observarse, las distorsiones graves, que se producen en las aplicaciones tecnológicas de la ciencia por el capitalismo, cuya condición es la plusvalía relativa, conducen a la humanidad al abismo de la desaparición como especie inviable, y ponen en peligro la propia vida en la Tierra.

Los avances técnicos configuran la dinámica del capitalismo, según expone Ernest Mandel en su estudio sobre Las ondas largas del desarrollo capitalista. Las innovaciones aparecen por la necesidad del capitalismo de transformar la estructura productiva con el objetivo de combatir el rendimiento decreciente de sus inversiones de capital. Quizás la explicación de Mandel no se ajuste perfectamente a los hechos, pero la intuición subyacente es correcta y sus aportaciones importantes. En su libro El capitalismo tardío, Mandel estudia los efectos de la informatización sobre la industria capitalista. La onda larga de la revolución informática ha terminado, en el sentido de que el capital ya no es capaz de extraer ganancias extraordinarias a partir de esa tecnología, dado que está extendida por todo el sistema y no sirve para aumentar la competitividad empresarial. Esa realidad ha llevado a buscar rendimientos capitalistas de forma espuria, y a una crisis de superproducción en el área de la construcción de edificios, provocada por el ansia desesperada de beneficios.

Pero hoy ya es evidente que se está preparando un nuevo ciclo productivo, y una nueva formación social asociada a éste, a partir de la revolución agrícola basada en las tecnologías de manipulación genética. Las consecuencias de esa nueva secuencia de desarrollo capitalista son previsibles, en los nuevos desastres que están aguardando a la humanidad en este siglo que acaba de comenzar. Más que nunca se hace necesario comenzar la fase de transición al socialismo basada en el capitalismo de Estado, siguiendo la estela trazada por los comunistas chinos y la República Popular.

Conclusiones

Los rasgos estructurales del modo de producción capitalista, lo configuran como un modo de producción que no puede dejar de crecer y desarrollarse, pero ese crecimiento lo hace de un modo deforme y monstruoso, atravesando crisis pavorosas y provocando guerras constantes. El desarrollo del capitalismo, que Marx llama ‘la reproducción ampliada del capital’, es una necesidad del sistema de explotación y una consecuencia de la injusticia que constituye su mismo fundamento. Esa injusticia se constituye como desvalorización del trabajo humano vivo para valorizar el capital, trabajo humano muerto, y se traduce en la alienación histórica, el hecho de que la sociedad se constituya como una dinámica sin control posible por la razón humana. La opresión de los individuos se corresponde con la alienación social e histórica.

Es claro que la ciencia económica liberal es incapaz de aportar soluciones a la crisis que ella misma ha creado. Ésta muestra además que el capitalismo neoliberal ha acabado ya su función histórica de restablecer la hegemonía mundial de la OTAN. Podemos observar que la emergencia de la República Popular China ha trastocado el panorama internacional, no solo como potencia hegemónica en la producción de mercancías, sino también frenando el expansionismo militarista del imperialismo. Queda muy poco para que sustituya también la expansión industrial y tecnológica del neoliberalismo, por un desarrollo más apropiado a las necesidades humanas.

Los problemas que la economía neoliberal ha traído a la humanidad, ya estaban previstos en el análisis de Marx y Engels. Y demuestran que su crítica era acertada. Aquí hemos interpretado esa crítica desde un punto de vista epistemológico, como las insuficiencias provocadas por la medición capitalista del valor económico. Lo que la experiencia histórica nos aporta respecto de las tesis de El capital, es una nueva distorsión introducida por el precio mercantil en la medida del valor: su ignorancia respecto de las utilidades producidas por la naturaleza de forma gratuita y limitada, que son destruidas por la falsa eficacia capitalista, con la consecuente crisis ambiental y caos ambiental. La experiencia reciente no modifica la intuición fundamental de Marx y Engels, sino que la hacen más acuciante y radical.

Es evidente que se está preparando una nueva formación social capitalista, que intentará explotar las biotecnologías en beneficio del dominio de las grandes empresas de la agroindustria. Resulta tan peligroso manipular las fuentes de la vida, que esa nueva innovación tecnológica habrá de ser cuidadosamente planificada. Sin embargo, la mayor parte de los estudiosos de este tema señalan que el actual uso de los OGM (organismos genéticamente modificados) está resultando desastroso para la vida y los ecosistemas. Dado que las empresas utilizan la innovación tecnológica para su propio beneficio, y no para mejorar la calidad de vida de las poblaciones, es de esperar que esto siga siendo así, a menos que la población se oponga a tales desarrollos.

La necesidad de cambiar ese modo de producción es evidente. También es claro el fracaso de haber intentado hacerlo de modo compulsivo, a través de una dictadura férrea y quemando etapas previas. Según muestran los hechos históricos recientes, el camino para superar el capitalismo pasa por la construcción de un capitalismo de Estado con una economía mixta, estatal y privada, como fase de transición hacia el socialismo.

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