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Del Atlántico al Mediterráneo

autor_289Armando Fernández Steinko

Portugal, España y Grecia en busca de una salida [1]

 Introducción

España, junto con Portugal, Grecia, Italia e Irlanda, forma parte del grupo de países europeos más afectados por la crisis financiera: los llamados “PIIGS”. Sus sistemas políticos, económicos y sociales están atravesando cambios estructurales cuyo final no es fácil de predecir. Irlanda es un caso muy particular, pero los cuatro países restantes tienen muchas características en común y comparten experiencias históricas comparables. Sin embargo, también el caso de Italia es distinto en algunos aspectos importantes. Se trata de un país fundador de la Comunidad Europa y siempre ha tenido un poder de negociación política superior al del resto. Su modernización económica, política e institucional se ha producido en el marco de tres décadas de capitalismo regulado y ha estado insertada en pactos políticos y sociales vigentes durante más de dos generaciones. Estos pactos incluían un sistema libertades políticas y de derechos individuales, un (mínimo) equilibrio de intereses entre capital y trabajo, así como el desvío de una parte de los frutos del incremento de productividad a la expansión de los mercados interiores y a elevar el consumo de sectores amplios de sus poblaciones. Incluía también la unificación de las condiciones de vida en todo el territorio nacional a través de inversiones públicas en infraestructuras (vías de comunicación, centros de salud y de educación financiados con impuestos etc.), así como la creación de una base industrial y terciaria con capacidad de absorber la fuerza de trabajo liberada por una liquidación gradual y regulada de su sector tradicional. De esta política se ha beneficiado sobre todo la población rural que ha recibido una transferencia sostenida de recursos a través de la Política Agraria Común, transferencia que le ha proporcionado un “nivel de vida equitativo” (Art 39.1,b del Tratado de Roma). Las políticas de apertura gradual a los mercados mundiales explican la creación de un sector exportador altamente dinámico e innovador que se ha ido consolidando durante las décadas de “capitalismo regulado” gracias a una lira crónicamente devaluada y unas políticas mercantilistas comparables a las que se dieron en otros países fundadores de la Comunidad Económica Europea como Alemania o Francia. Esta capacidad exportadora ha mantenido la balanza de pagos razonablemente equilibrada a lo largo de muchas décadas, incluso tras la crisis de 2008, y a pesar de que la deuda pública italiana sobrepasa hoy el 160% del PIB (Horn et al 2012: 4).

Ni Grecia, ni Portugal ni España (a partir de ahora “PEGs”) han accedido a la modernidad capitalista en condiciones comparables a estas. Los tres accedieron históricamente tarde al fordismo (“fordismo retardado” Koch 2003) [nachholender Fordismus] y lo han hecho fuera del marco de los grandes pactos destinados a domesticar la modernización capitalista.  Cuando se han incorporado a la CEE (Grecia en 1981, Portugal y España en 1986), dichos pactos ya empezaban a perder vigencia incluso en el núcleo del capitalismo centroeuropeo y a partir del Tratado de Maastricht se aceleró su cancelación en todo el Continente. Este acceso tardío a un capitalismo domesticado, es decir, en un momento en que dejaba de estarlo cada vez más en el resto del mundo occidental, elevó considerablemente el coste que tuvieron que pagar por la integración en la CEE.

 

¿Hacia un bloque mediterráneo?

Mi argumento es el siguiente: las trayectorias históricas de los PEGs los colocan en posiciones comparables dentro de la actual coyuntura política y financiera. La degradación de sus sistemas sociales podría llevar a la conformación de nuevas mayorías opuestas a las políticas austeridad y a los pilares ideológicos que las sustentan. Sin embargo es altamente improbable que se puedan enfrentar por separado a estas políticas con posibilidades de éxito, lo cual pone encima de la mesa la necesidad de crear un frente común. Este frente podría sumar un peso político y económico suficiente para forzar un cambio de las políticas de austeridad, vincular el pago de la deuda al crecimiento económico y poner en marcha un plan de inversiones públicas con capacidad de generar empleo en el marco de la reconversión social y ambiental de todo el Continente. Más concretamente: un frente europeo-mediterráneo:

(1)  colocaría a sus países en una posición negociadora mucho mejor derivada del volumen de su su deuda externa,  cuya amenaza de impago podría arrastrar al abismo a todo el sistema financiero europeo y mundial. Este escenario tendría un coste muy elevado para los PEGs, pero sería incluso mayor para los acreedores de forma que es improbable que estos arriesgen la posibilidad que se produzca.

(2)  Los PEGs unidos tendían más posibilidades de forzar una conferencia internacional similar a la de Londres de 1953. En esta conferencia, que terminó con la firma de un acuerdo multilateral, se acordó vincular el pago de la deuda externa contraía por Alemania desde la Primera Guerra Mundial con los Estados Unidos, Reino Unido y Francia, al crecimiento económico y el desarrollo de sus capacidades productivas. La razón no fue el repentino humanitarismo de las potencias occidentales, sino la posición de fuerza que, inesperadamente, pasó a tener Alemania Federal dentro de la nueva estrategia militar de contención del bloque socialista. El argumento de Alemania era que no iba a poder hacer frente a sus compromisos militares si no se renegociaba su deuda y que una Alemania Federal económicamente débil y deprimida podría erosionar la imagen del capitalismo en perjuicio de todo el mundo occidental. El llamado “milagro alemán” habría sido imposible sin esta conferencia pues el país nunca habría despegado como lo hizo si no hubiera conseguido renegociar el pago de su deuda y no se le hubieran condonado unos 14.600 millones de marcos. Los PEGs no van a poder desarrollar nunca un poder suficiente por separado equivalente al que tuvo en su momento la RFA para forzar una conferencia como esta. Al ocupar espacios geoestratégicos centrales para la Alianza Atlántica su suma podría, sin embargo, tener un efecto suficiente al de la existencia de los países socialistas en los años 1950.

(3)  Alemania, la nueva potencia hegemónica en Europa, necesita seguir vinculando su sistema monetario al de las economías más débiles de sur con el fin de mantener una moneda devaluada en beneficio de sus exportaciones, para recuperar la mayor parte posible de sus préstamos y para evitar una posible implosión de toda la zona euro debido al efecto contagio provocada por una salida unilatertal de uno de los PEGs. Si estos se unieran en una estrategia común, podrían amenazar con crear una moneda propia (el eurosur). Este paso tendría consecuencias negativas y positivas que hay que evaluar (por ejemplo encarecería el endeudamiento externo y los costes energéticos) pero, en cualquier caso, provocaría una crisis profunda de la estrategia exportadora alemana debido a la rápida revaluación del hipotético euronorte. Esta situación rompería los  consensos internos de aquel país, que incluyen a una parte de su movimiento sindical y afectaría dramáticamente a los sistemas de compensación intraeuropeos (Target II) en perjuicio de Alemania. Es más que razonable pensar que, para evitarlo, las élites alemanas accedan a liberar los recursos mínimos necesarios (Kulke 2012).

(4)  Pero es altamente improbable que, al menos en la actual situación, ni  Alemania ni el resto de los países exportadores liberen recursos para que los PEGs puedan crear una base productiva autocentrada que les permita financiar de forma sostenible los consensos políticos y sociales de sus jóvenes democracias (id.). Si hay alguna posibilidad de conseguirlo es modificando la correlación de fuerzas que se da hoy en Europa.  Una política solidaria tendía que definir una nueva división europea del trabajo y revisar las grandes reglas que regulan hoy las relaciones económicas entre los países europeos. Es altamente improbable que esto se llegue a dar si los beneficiarios principales del cambio -los PEGs- no acumulan un poder de negociación suficiente.

(5)  Sólo si se trastocan algunas de las columnas del que vamos a llamar “proyecto atlántico” (ver abajo) hay posibilidad de avanzar hacia un modelo productivo alternativo. En los PEGs, pero no en el resto de los países de la UE, se está produciendo una erosión simultánea del apoyo electoral a los partidos del consenso altántico. Esta sincronización del ciclo político en el sur acerca la posibilidad de actuar conjuntamente.

(6)  Los PEGs pueden jugar con la baza de sus relaciones privilegiadas con América Latina (Portugal y España) y con el mundo árabe y Rusia (Grecia), a parte de con la de la importancia estratégica del espacio del Mediterráneo y de algunas zonas de África de fuerte influencia portuguesa.

El problema de la asimetría

Las élites portuguesas, españolas y griegas se han comprometido con el proyecto atlántico a lo largo de los últimos 30 años. Desde la irrupción de la crisis de 2008 -y también antes- han dado suficientes muestras de que anteponen los intereses de una parte minoritaria de sus poblaciones a los de las mayorías sociales, de que han cancelado de facto los consensos de las transiciones democráticas. Sus propuestas no pretenden defender a sus sociedades frente a los intereses de los grandes exportadores europeos y de las burguesías patrimoniales del planeta. Más bien pretenden imponerlos de forma aún más consecuente que hasta ahora. Tanto hacia dentro de sus propios países (desvío de fondos públicos para sanear la banca sin  apenas contraprestación política, políticas de deflación de precios y salarios, “devaluaciones internas” etc.) como hacia fuera (aumento de la agresividad comercial, prioridad añadida de los intereses de las grandes multinacionales, guerras monetarias latentes etc.). Su objetivo es imponerle a terceros países (aún) más vulnerables aquellas políticas de las que ellos mismos han venido siendo víctimas hasta ahora. El objetivo es reproducir la política alemana de los últimos quince años: crear puestos de trabajo y consolidar la legitimidad política de los propios gobiernos a costa de robarle ambas cosas al vecino.

Esta dinámica coloca a las dos economías más vulnerables del sur (Portugal y Grecia con 22 millones de habitantes entre las dos) en una posición particularmente delicada y frena la posibilidad de que el país más grande, España (47 millones) acepte a incorporarse a un bloque solidario en el sur. España es un competidor directo de ambos países en muchos sectores y su potencial económico es mayor, lo cual le hacer albergar esperanzas de la aplicación del modelo alemán en perjuicio de los países más pequeños y débiles, entre ellos Portugal y Grecia. Pero España no las tiene todas consigo si quiere imitar el modelo alemán:

(1)  No tiene mucho tiempo: el desempleo podría sobrepasar el 27% en pocos meses y se discute con temor la posibilidad de un estallido social incontrolable alimentado, además, por los casos de corrupción del actual partido en el gobierno.

(2)  Varios gobiernos latinoamericanos comprometidos con sus propias poblaciones están frenando las agresivas estrategias de las multinacionales españolas en América Latina. Esto está llevando a una reducción de los beneficios de las multinacionales españolas activas en este continente a sus casas matrices, así como a una caída de su capitalización bursátil.  La exploración de mercados alternativos en la India, China o los países del Golfo, ha generado a una recuperación de la balanza por cuenta corriente. Pero esta no se debe tanto a la recuperación de la competitividad como a la extraordinaria depresión de la demanda interna. En cualquier caso: el aumento de las exportaciones no han creado empleo y es improbable que lo hagan en el futuro de forma comparable a como lo ha hecho el tejido empresarial alemán: el modelo de exportaciones agresivas tienen sus límites.

(3)  Los estándares laborales, ambientales y urbanísticos ya son muy bajos en España de forma que es improbable que una reducción adicional de los mismos, que es lo que hoy plantea el gobierno del Partido Popular, puedan forzar un nuevo ciclo de crecimiento basado en el sector de la construcción y que este tenga efectos comparables sobre el empleo al que se inició hacia 1997.

(4)  La crisis está agudizando el problema de la configuración estatal de España. El apoyo al soberanismo por parte de sectores de las clases medias empobrecidas está creciendo en algunas regiones ricas como Cataluña. Es improbable que con semejante problema interno los gobiernos puedan apretar mucho más a su población para imitar el modelo alemán: el margen de maniobra político para aplicar políticas a impopulares tiene también esta limitación.

 

Por tanto: hay argumentos para pensar que España, el país con más población y recursos de los tres, también podría tener un interés estratégico en incorporarse a un bloque de países con capacidad de forzar un cambio en Bruselas/Berlín. Si este lograra articularse, no es descartable un cambio en  la opinión pública italiana a favor de un ingreso en el eurosur (Italia es un país altamente exportador que mejoraría sustancialmente su competitividad con una devaluación de su moneda). El riesgo, que siente sobre todo Francia, de que esta situación llevara a Alemania a iniciar una andadura por separado dentro de Europa, parece asumible. Otro “Alleingang” (andadura unilateral) de Alemania, por ejemplo dando por amortizada la carta europea y orientándose exclusivamente a los mercados emergentes, no parece consensuable hoy en  ese país: el pasado sigue pesando demasiado y las incertidumbres de una aventura de este tipo son demasiado grandes: Alemania se ha hecho extremadamente dependiente de los mercados internacionales, lo cual reduce su margen de maniobra política.

Para que estas propuestas no se queden en voluntarismo, habría que demostrar que los tres países comparten trayectorias y bloqueos históricos comunes, y que estos pueden ser superados mejor o de forma más realista si se hace conjuntamente. La cuestión central no es, por tanto, si salirse o no del euro o qué hacer con la deuda. Lo principal es cómo, con qué y con quién crear una estructura económica y laboral con capacidad de financiar de forma perdurable un orden político y social justo, democrático y sostenible, y partiendo de las trayectorias y realidades sociales concretas de nuestros tres países. Esto obliga a hacer un diagnóstico común. Hay, al menos, tres aspectos que habría que analizar comparativamente: a.) el acceso a la modernidad en nuestros tres países y sus consecuencias; b.) la naturaleza de sus “élites” y de sus clases empresariales; y c.) la naturaleza y la función de sus Estados. Aquí vamos a poder desarrollar el primer punto, los demás quedan pendientes para otra ronda.

 

 

1. Proyecto europeo y restauración atlántica

Las fuerzas de la “izquierda” eran claramente hegemónicas en nuestros tres países tras el fin de sus dictaduras. Por “izquierda” entendemos  aquí aquella parte de la misma que proponía ir más allá del proyecto de “economía social de mercado” consensuado entre la democracia cristiana y la socialdemocraica europeas tras la Segunda Guerra Mundial. Era un proyecto  -o un grupo de proyectos- económicamente intervencionistas, con un inequívoco acento anticapitalista e igualitarista, aunque no necesariamente revolucionario sino más bien gradualista (Maravall 1982). En el Portugal postrevolucionario y en Grecia ese “más allá” se denominaba “socialismo”, en la España de la transición se denominaba “democracia social avanzada” o de forma similar.

Fin de las dictaduras y opciones políticas

Es verdad: en cada país se entendía algo distinto por ese “más allá”, pero en todas las izquierdas, que incluyan los partidos comunistas, los socialistas de izquierdas, incluso sectores muy relevantes de la socialdemocracia organizada, el proyecto incluía los siguientes ejes: a.) la impugnación de la propiedad privada de los medios estratégicos de producción, principalmente aquellos en manos de las oligarquías nacionales que apoyaron los regímenes dictatoriales; b.) la impugnación del monopolio de la propiedad privada en la gestión empresarial en el marco de una economía mixta en la que el sector público debería tener un papel estratégico a desempeñar; c.) un modelo económico al servicio del pleno empleo y de las necesidades sociales de las mayorías, sobre todo de las más necesitadas; d.) la creación de una base productiva nacional y un sistema fiscal progresivo destinado a financiar un sistema público de bienestar de forma sostenible; e.)  un  sistema político pluralista basado en la participación directa y continuada de sectores amplios de la población y que incluía una democratización fuerte del Estado; f.) neutralidad militar.

La mayoría de estas reivindicaciones no eran tan revolucionarias como pretendieron las élites de la época y muchas ya eran hacía décadas una realidad en varios países del capitalismo renano. Pero su significado en el sur de Europa era distinto.  Abrían la posibilidad de desbloquear algunos de los escollos que habían impedido crear desde hace décadas sociedades justas e igualitarias. Lo que hizo saltar todas las alarmas en los centros del poder transatlánticos no fue tanto su radicalidad, sino la posibilidad de que abriera una senda de desarrollo en el sur de Europa que quedara fuera del control de los grandes actores económicos, políticos y militares occidentales (para el caso portugués: Morrison 1981: 27s., para el español: Garcés 2012: cap. 4).

El área mediterránea ha tenido siempre un fuerte valor estratégico para los  intereses transatlánticos, pero tras la revolución iraní y el triunfo electoral de Ronald Reagan (1980) se produce una militarización adicional del Mediterráneo y de las estrategias de seguridad occidentales. El proyecto atlántico incluía otros aspectos no directamente militares, muchos de ellos recogidos en los documentos de la OCDE [OECD],  una organización en la que habían ingresado las tres dictaduras hacía ya varias décadas. Pero la incorporación al paraguas atlántico era una línea roja que separaba a la izquierda del resto de opciones políticas, bien fueran de centro-izquierda, de centro-derecha o incluso de la (ultra)derecha. Las tres eran minoritarias por esas fechas en nuestros países y todas ellas compartían la aceptación del paraguas atlántico. Esta aceptación, muchas veces pactada a espaldas de sus electores, era compatible con el radicalismo verbal de muchos líderes  destinado a ganarse apoyos desde la izquierda (para el PASOK Moschonas/Papanagnou 2007). La incorporación o no al paraguas atlántico era la línea roja que separaba dos grupos de apuestas políticas antes que el posicionamiento en el conflicto este-oeste. Por ejemplo había sectores intermedios tanto dentro del establishment político como dentro de la propia izquierda (“tercermundistas”, “eurocomunistas”) que intentaron situarse fuera de dicho conflicto con poder conseguirlo. La desestabilización del gobierno de Adolfo Suárez en España, que culminó con el extraño intento de golpe de Estado de 1981, tiene mucho que ver con su apuesta por mantener al país en un espacio de neutralidad militar. Suárez se apoyaba en la opinión pública mayoritaria para apoyar su neutralismo, pero también en el  antinorteamercanismo de un sector de la derecha española (Garcés 2012, Grimaldos 2006)[2]. El problema era que bloque atlántico no dejaba espacio para matices: o se estaba a favor o se estaba en contra. La dicotomía del todo o nada marcó la dinámica del referendum español sobre la OTAN de 1986, pero también la forma de abordar la reunificación de Alemania o en el cierre de la opción de Gorbatchow para la URSS.

Naturalmente: tampoco el proyecto atlántico era/es uniforme. Incluye una banda política lo suficientemente ancha como para permitir una alternancia en el poder (bipartidismo), pero todas sus “versiones” incluyen una serie de ejes estratégicos que definen un férreo consenso de fondo. Muchos de estos ejes fueron elaborados en los años 1960 por  think tanks y adoptados después por la Comisión Trilateral (ver Lippman 2003, Bell 1960 y Huntington 1968. En España: Fernández de la Mora 1971).  Definían -y siguen definiendo tras la implosión de la Unión Soviética- el núcleo duro del bipartidismo que aún sigue vigente (Garcés 2012: 175). Son las líneas rojas de lo que en España se denomina “el sistema”[3] y que aquí vamos a llamar “el consenso atlántico”. Su legitimidad está viéndose muy afectada por la crisis de 2008 colocando a los PEGs frente a una nueva encrucijada histórica.

Los principales ejes del consenso atlántico son los siguientes: a.) modelo económico basado en la propiedad privada y consideración del sector público como actor sólo provisional destinado a abrir oportunidades de negocio para aquella; b.) monopolio de la propiedad en la gestión de las empresas; c.) reducción de la  política a gestión “técnica” del orden existente y reducción de la participación ciudadana a sus expresiones indirectas e intermitentes a través de partidos y listas electorales, si es posible, cerradas (minimalismo democrático[4]);  d.) creación de condiciones para el libre flujo de los capitales productivos y financieros; d.) integración en la OTAN. La creación de un sistema fiscal más o menos progresivo también forma parte de este proyecto, pero la acción redistributiva del Estado depende enteramente de la capacidad del sector privado de acumular capital  y generar excedentes  (punto a.).

Resistencias al proyecto atlántico

La neutralización de la propuesta alternativa no era una empresa tan fácil como puede parecer hoy.  La tradición de la izquierda y no la de la “economía social y de mercado” era la que había alimentado políticamente a la oposición democrática en los tres países. En Portugal ni siquiera existía un partido socialista histórico y el PS de Mario Soares fue creando de la nada con dinero de Bonn y el apoyo de la CIA (Garcés 2012: 163). El PSOE había sido el “partido socialista más radical de Europa” (Eley 2002) pero su implantación en España era casi nula hacia 1975. La mayoría de los socialistas españoles históricos y no históricos -Rodolfo Llopis, Javier Solana, Joaquín Almunia, Fernando Morán- incluso algunos miembros de gobiernos conservadorea  -Josep Piqué, Andreu Mas Colell- eran marxistas en aquella época o incluso comunistas o maoistas. Felipe González tuvo que dar un golpe de Estado dentro del PSOE -otra vez con el apoyo económico masivo de Bonn- para poder hacerse con el control del Partido frente al marxismo mayoritario (congreso de 1979). El PASOK siguió practicando un discurso radical y “tercermundista” incluso en los años 1980, cuando PSOE ya habían hecho su Bad Godesberg (el PSP es, desde su mismo nacimiento, un genuino producto Bad Godesberg). El PASOK era atacado por la derecha griega como un partido de la “izquierda de la izquierda”, acusado de ser un partido radical, populista y tercermundista, anti-CEE, antinorteamericano y fuertemente comprometido con la “soberanía nacional” (Moschonas/Papanagnou 2007: 87). Tras la revolución del 25 de abril en Portugal (1974) y el fracaso de la contrarrevolución del Presidente Spínola, se produjo una radicalización de la sociedad portuguesa encendiendo todas las alarmas de los gobiernos occidentales (Agee 1979, Grimaldos 2006). La radicalización en Portugal  demostró, que resultaba difícil, incluso peligroso políticamente, intentar destruir el proyecto de la izquierda desde la derecha. Esta conclusión le  dio un mayor protagonismo a la socialdemocracia alemana, que tuvo que emplearse a fondo para “crear un curioso partido de la izquierda destinado a destruir a la izquierda” (A. Grimaldos). Las sociedades del sur estaban tan escoradas a la izquierda que el principal partido de la burguesía portuguesa tuvo que adoptar nombres con evocaciones socialistas (Partido Social Demócrata por el anterior de Partido Popular Democrático). La derecha española no fue nunca capaz de crear un movimiento conservador de masas de tipo democratacristiano (aunque sí la burguesía vasca) y  la adopción de los nombres Alianza Popular y Partido Popular también tiene esta explicación.  Tampoco la Nueva Democracia griega lo tuvo fácil. Tuvo que incursionar temporalmente en el campo de la socialdemocracia con el fin de arrebatarle una parte del campo de la izquierda al PASOK (Pappas en Mosconas/ Papanagnou 2007).

Desde luego, la fuerte militancia anticapitalista del sur de Europa no es una cosa nueva. Hunde sus raíces en las desigualdades sociales, en la ausencia de una burguesía con capacidad de poner en marcha un proceso de desarrollo capitalista con margen de productividad suficiente para beneficiar a una parte mayoritaria de la población etc. (ver Hobsbawm 1995: 136ss). A estas razones históricas hay que sumarle el apoyo que recibieron las tres dictaduras por parte de los países centrales del proyecto atlántico. El aislado régimen de Franco recibió en los años 1940/50 un balón de oxígeno por parte de los Estados Unidos en el marco de la doctrina Truman de contención del comunismo, balón que resulto esencial para asegurar la continuidad del Régimen a largo plazo (Garcés 2012: 175ss). Los regímenes de Paganos, de Karamanlis y de Salazar recibieron ayuda económica directa -y naturalmente también militar- en el marco del Plan Marshall por razones idénticas. Tanto la Grecia monárquica de Pablo I como el Portugal republicano de Salazar son socios fundadores de la OTAN, y las dictaduras de España y Portugal ingresaron en Naciones Unidas en 1955 sólo gracias al muy activo apoyo de los Estados Unidos. El recelo hacia las potencias occidentales también se explica por el trauma provocado por la guerra civil en España (1936-1939) y Grecia (1944-1949), que generaron una enorme destrucción de vidas humanas, patrimonio cultural e infraestructuras. Las fuerzas democráticas perdieron dichas guerras debido a la masiva intervención de las potencias occidentales a favor de las fuerzas reaccionarias, en el caso de Grecia incluso después de haberla ganado militarmente (desembarco británico en noviembre de 1944). En España fue determinante, además, el apoyo de los sectores atlánticos -sobre todo norteamericanos y británicos-  a la institución monárquica desde la década de los 1940 (Garcés 2010: cap. 4). Esta apuesta por la monarquía contrasta con apoyo mayoritario de la población a la República que en España evoca un régimen avanzado de justicia social y soberanía nacional (FOESSA 1970). Aunque la razón principal de ese anticapitalismo probablemente haya que buscarla en las desigualdades que se fueron acumulando en los años de la modernización autoritaria. Estos años generaron traumáticos períodos de “crecimiento sin desarrollo” que hicieron aumentar la renta per cápita en pocos años pero también los índices Gini hasta alcanzar niveles propios de países del llamado Tercer Mundo (para España del 0,25 en 1955 al 0,42 en 1967: Alvarez Aledo 1996).

El proyecto atlántico acabó imponiéndose frente al proyecto alternativo pero la crisis que se inicia en 2008 está erosionando algunos de sus pilares. Los partidos que lo sustentan parecen incapaces de asegurarlo   sin recurrir a prácticas ilegales (casos ininterrumpidos de financiación ilegal de los partidos, corrupción política etc.) y en Grecia y España, pero potencialmente también en Portugal, se están desplomando electoralmente tras más de treinta años de hegemonía absoluta. Existe la sensación de que las bases económicas y políticas del proyecto atlántico no son estables ni sostenibles a largo plazo.  Esto explica la preocupación que han despertado en las cancillerías occidentales los casos de financiación ilegal del Partido Popular español, un tipo de problema que suele ser considerado “interno”. La financiación ilegal, así como la corrupción de prácticamente toda la cúpula directiva del Partido, podría reducir aún más la legitimidad del gobierno encargado de aplicar los duros programas de ajuste impuestos por Bruselas/Berlín en un país con 45 millones de habitantes[5] y provocar la ruptura de la cadena de la austeridad.

2. La modernización destructiva del sector tradicional

Entendemos por “sector tradicional” un espacio -tanto geográfico como social-  en el que la producción y el consumo, así como las formas de vida y de trabajo asociados a ellos, están aún preferentemente orientadas a los espacios locales y regionales (Lutz 1984)[6]. La productividad es baja y las tecnologías empleadas más bien artesanales. La organización de la vida gira alrededor de la familia -nuclear y extensa-, del vecindario y de instituciones que obedecen más al patrón de las “familias virtuales” que al de organizaciones formal-burocráticas (Clawson 1989, Petrakis 2012). La separación entre hogar y espacio laboral [Trennung Haus- und Betriebswirtschaft] es aún escasa (parcela agrícola, talleres y pequeñas empresas familiares, trabajadores autónomos que prestan servicios exclusivamente locales etc.).  Sin duda hay explotación laboral (por ejemplo dentro del hogar, por parte de un gran propietario agrícola o dentro de una empresa familiar). Pero esta no es de tipo capitalista (puro), no se articula sólo o tanto a través del trabajo abstracto pues el vínculo entre empleador y empleado no se basa sólo o preferentemente en la relación mercantil. No hay una gestión racional y sistemática de las actividades productivas o de la innovación tecnológica con el fin de maximizar los excedentes sino más bien una “economía estacionaria” fuertemente orientada a la amortización de las (más bien escasas) inversiones en capital fijo y a subsistir económicamente. Esta es la realidad, por ejemplo, de las pequeñas -o incluso muchas medianas- empresas familiares cuyos principales empleados son hermanos, hijos, vecinos o amigos. Las relaciones entre trabajadores y empresarios  pueden resultar disfucionales desde el punto de vista de la eficiencia capitalista, pero no desde el punto de vista de la solidaridad y la reciprocidad (para las PYMES españolas y su estructuración en forma de anillos ver Fernández Steinko 2010: 302ss.).  Los sindicatos no están apenas presentes con la excepción de los  trabajadores más precarios situados en el anillo más periférico de su organización.

La importancia que han tenido y siguen teniendo estos espacios en los PEGs va más allá de lo microsociológico. En ellos se apoyaron los proyectos corporativos de organización política (la Nación como “gran familia” en los regimenes de Salazar, Primo de Rivera-Franco y Metaxas pero también Mussolini). En ellos se siguen apoyando hoy las fuerzas conservadoras para conquistar su hegemonía ideológica y reflotar el proyecto neoliberal. Esto se debe a dos razones. Primero (1) a su capacidad de proveer servicios de bienestar en sustitución del mercado y del Estado. El Estado depende de la organización política de la redistribución y/o el endeudamiento (presupuestos públicos, recaudación, fiscalidad etc.) y el mercado depende de unos ingresos salariales estables es decir, de una sociedad del trabajo mínimamente saneada (ver Esping-Andersen 1990). Por el contrario, los servicios de bienestar propios de los espacios tradicionales sólo requieren modelos familiares estables, una fuerte división sexual del trabajo y formas tradicionales de solidaridad (comunismo familiar aunque fuertemente machista). Muchas de las prestaciones sociales (cuidado de enfermos, hijos, ancianos etc.) las acaban realizando las mujeres -en España sobre todo las hijas mayores- a costa de su emancipación laboral, de su incorporación a la actividad remunerada, y a costa de la explotación no remunerada de su trabajo doméstico. Pero estos espacios (segundo) tienen otra funcionalidad altamente sensible en tiempos de crisis: los valores de solidaridad y reciprocidad, así como la moral -es decir, la definición del “bien” y del “mal”-  que le son propios, funcionan como mecanismos muy eficientes de control social manteniendo a raya el delito incluso en situaciones económica- y socialmente adversas. Así, dos años después de la irrupción de la crisis (2009) y a pesar del fuerte aumento del desempleo, los indices de criminalidad en Portugal (10,4), España (9,1) y Grecia (12,3) eran mucho más bajos que en Dinamarca (18,8) u Holanda (19,7), dos países mucho menos afectados por la misma, y con tendencia al aumento de estas  diferencias (para España ver La Moncloa 2013). Esto no quiere decir que el delito esté controlado a pesar de la crisis social,  pero podría ser mucho peor dadas las dimensiones de la misma.

Ambos factores descargan los compromisos políticos de los gobiernos y las finanzas públicas pues desvinculan la provisión de bienestar del desarrollo del sector público. Cuando los ingresos salariales están en riesgo y las crisis presupuestarias reducen los gastos sociales, estos espacios proporcionan un inestimable margen de maniobra política para manejar la crisis. Incluso cuando las personas socializadas en ellos se incorporan al mundo capitalista y/o moderno -que incluye las empresas privadas y el sector público financiado con redistribución- los valores, las estrategias de vida, no pocos comportamientos sociales y patrones de consumo (la forma de preparar la comida, de organizar el tiempo libre, los ritos matrimoniales o los comportamientos reproductivos) perviven en los nuevos entornos, incluso en las barriadas de las grandes ciudades incorporadas a la globalización capitalista. Se produce así una coexistencia –aunque también una fricción constante- entre lo moderno y lo tradicional. Esta coexistencia contradictoria  es más fuerte y estrecha cuanto más rápida y “nueva” sea la dinámica modernizadora y cuanto menor sea la capacidad del Estado y del mercado -aquí sobre todo el mercado de trabajo- de asegurar una satisfacción razonable de las necesidades sociales antes satisfechas en los espacios tradicionales. Por tanto, cuando más insolidario sean los espacios modernos-institucionales, más funcionales serán los espacios tradicionales para compensar las insuficiencias de aquellos, y más tardarán también en desaparecer las fórmulas “tradicionales” destinadas a hacer frente a los problemas generados por la modernidad capitalista.

El sector tradicional en Portugal, España y Grecia

El sector tradicional era en los años 1970 y 1980 aún dominante en los PEGs. En ciertas zonas rurales era absolutamente mayoritario y constitutivo de su microclima político y cultural, pero también le imprimía -y sigue imprimiendo hoy- un sello inconfundible incluso a las barriadas populares de las ciudades dada la rapidez del proceso de destradicionalización que han vivido nuestros países en los años 1960 y 1980, sobre todo España y Portugal. Hacia 1970 el 95% de los agricultores griegos trabajaba aún exclusivamente con miembros de su propia  familia (Seers ed. 1981: 236).  Hacia 1980 el empleo agrario -no todo tradicional pero sí una parte abrumadora del mismo-  tenía aún un peso decisivo en la estructura laboral de tres países (Grecia: 29%, Portugal: 28%, España: 17%).  En 2007 tanto en Portugal como en Grecia la agricultura aún daba trabajo a más del 10% de la población activa (Eurostat cit. en Fernández/Ortuño: cuadro 3)[7]. El grueso de este empleo estaba formado por pequeños campesinos autónomos vinculados a una agricultura de subsistencia y orientada a los mercados locales y un nivel de productividad muy bajo[8]. Hacia 1980 el 86% de las explotaciones agrícolas portuguesas, el 72% de las griegas y el 68% de las españolas (aunque también el 69% de las italianas) tenía menos de 4 hectáreas (Lains/Ferreira da Silva 2005 (orgs): 171)[9].

El peso del sector tradicional también explica el elevado porcentaje de autoempleados -tradicionales- y de ayudantes familiares. Aún en 1980 el 50% de la población activa griega, el 32% de la portuguesa y el 30% de la española pertenecían a esta categoría (Banco Mundial) y en 1990 casi la mitad de la población activa griega era aún autoempleada (Moschonas/Papanagnou 2007). No todos los automempleados están vinculados al sector tradicional.  De hecho, en los años 1990-2010 se ha producido un aumento muy importante de trabajadores autónomos vinculados a la expansión del sector moderno -sector de la construcción, servicios prestados a las empresas y las administraciones públicas, profesionales del derecho y la medicina etc.-. Pero en los años 1980 eran aún una gran mayoría. El sector tradicional incluía/incluye, además, miles de pequeñas empresas familiares con forma jurídica de sociedad limitada (s.l.) activas en sectores de poca complejidad tecnológica, que requieren poca cualificación y pagan salarios muy bajos, en la mayoría de los casos orientados a los mercados nacionales aunque en Portugal, también a los mercados externos  (textil, calzado, alimentación, cuero, madera etc.). El modelo exportador basado en estas estructuras empresariales ha entrado fuertemente en crisis tras la ampliación de la Unión Europea al este de Europa y la irrupción de China en la arena comercial internacional (Antunes 2005: 207, Lains 2006). Desde luego, este tejido empresarial, a caballo entre el sector moderno y el tradicional, está mucho más cerca del último que del  Mittelstand alemán por mucho que el discurso de las autoridades europeas tienda siempre a negarlo.

El peso del sector tradicional griego es particularmente importante. Casi la mitad de su población (un 46%) al que se suma otro 25% del “sector intermedio” vivía y trabajaba en 1974 aún en él, bien fuera agrícola, secundario o terciario (Seers ed. 1981: 234).  Esta excepcionalidad tiene raíces profundas. El pequeño campesinado se hizo mayoritario tras la fragmentación definitiva de los tsiflik -las grandes explotaciones agrícolas herederas de los latifundios otomanos- poco tiempo después de la Primera Guerra Mundial. Los pequeños campesinos llegaron a ser tan numerosos que consiguieron frenar el desarrollo capitalista del país de forma similar a como sucedió en Francia en el siglo XIX. Es imposible comprender la realidad política e institucional de Grecia sin tenerlos en cuenta (Pirounakis 1996: 13). Muchos votan conservador como sus equivalentes españoles y portugueses, aunque una parte no desdeñable del pequeño campesinado griego ha engendrado culturas cooperativistas que en los años 1970 evolucionaron hacia la izquierda. En las elecciones de 2012 una tercera parte de todos ellos votó a favor de opciones anticapitalistas (Vernardakis 2012: tabla 2): un hecho insólito en el conjunto del pequeño campesinado europeo, incluso teniendo en cuenta la situación de emergencia social que vive Grecia en la actualidad. Demuestra, igual que la experiencia china, que no existe un determinismo político entre pequeña propiedad y orientación conservadora: una cuestión decisiva para la definición de escenarios políticos para el sur (para China ver Amin 2013).  En la Península Ibérica el pequeño campesinado se concentra al norte del paralelo 40 que la corta geográficamente por la mitad (Fernández Steinko 2004).  Se convirtió en la columna sociológica de los regímenes de Franco y de Salazar y sigue apoyando mayoritariamente a los partidos conservadores[10]. A este campesinado se suma en Portugal y España  una economía agrícola jornalera -en Portugal concentrada en Portalegre, Beja y Évora, en España en Andalucía y Extremadura- que ha producido los indices de subdesarrollo más elevados de Europa (temporalidad, desempleo, tasa de analfabetismo, desigualdad de género etc.). Aún en 1970 la economía jornalera daba trabajo a medio millón de personas en Portugal, el 21% de toda la población asalariada de entonces (ILO 1975).  Hacia 1980 el sector tradicional también era aún omnipresente en las grandes ciudades dominadas por el pequeño comercio, las empresas de transporte familiar, los talleres artesanales y las pequeñas empresas de baja intensidad tecnológica.

La primera modernización destructiva: crecimiento sin desarrollo

Uno de los principales retos de la modernización de los PEGs era/es qué hacer con todo este mundo, cómo insertarlo en el nuevo espacio institucional creado con las constituciones democráticas, cómo  transformarlo y “modernizarlo” sin tener que pagar un coste laboral y ambiental demasiado alto. Es imposible hacerlo sin el apoyo de los poderes públicos,  sin la creación de potentes infraestructuras educativas, municipales y económicas de ámbito local, sin fuertes inversiones en tecnologías más intensivas en trabajo que en capital o sin medidas destinadas a reducir su atomización (por ejemplo en forma de cooperativas) . Cuando no se hace así, el coste de su modernización puede llegar a ser muy grande (crecimiento urbano descontrolado, aumento del paro y de las desigualdades sociales etc): es “crecimiento sin desarrollo”.

El tejido tradicional de Europa Occidental, mayoritario tras la Segunda Guerra Mundial incluso en países altamente desarrollados como Alemania Federal (Lutz 1984), se ha ido modernizando gracias a la acción de políticas comprometidas con la creación de una nueva productiva orientada al desarrollo interno de los países. No se puede decir lo mismo de los sectores tradicionales de los PEGs. La modernización que conocieron tras las devualuaciones de sus monedas en los años 1950, estuvo soportada por inversiones muy intensivas en capital y poco intensivas en trabajo (para Portugal: Lains/Ferreira da Silva 2005, para España: Moral Santín et al. 1981, para Grecia: Freris 1986). Estas inversiones altamente selectivas, empujaron la productividad media hacia arriba pero fueron creando un tejido dual que generó crecientes diferencias de desarrollo regional y de renta per cápita. Es verdad: también en Portugal y España se adoptaron políticas de planificación económica en los años 1960 (Planos de Fomento, Planes de Desarrollo), y las iniciativas industrializadoras de los gobiernos griegos de aquella época son considerados “muy innovadores dado su carácter integral y sistemático” (Freris 1986: 130).  También estas políticas industriales se beneficiaron del carácter regulado del capitalismo global que admitía una expansión importante del sector público. Esta constelación generó en los PEGs el crecimiento económico más alto del -junto con el de Japón y Turquía-  así como un aumento sostenido de la productividad. El acercamiento más importante de su renta per capita a la media europea (en España del 60% en 1960 al 82% en 1975) se produjo justamente es estos años, a parte del  efímero sueño de la convergencia nominal a partir de la segunda mitad de los años 1990 (ver abajo).

Con todo: ninguno de las tres experiencias modernizadoras es comparable, por ejemplo con las incitativas francesas, británicas o italianas de la época. Los gobiernos del sur no disponían de suficientes recursos económicos y su nivel de recaudación les daban poco margen material de maniobra. La razón última no es económica sino política: faltaba un pacto social entre capital y trabajo que sentara las bases de un sector público importante. El sector público español (16% del PIB) y el portugués (17%)  quedaban muy lejos del 30% italiano o de más 40% francés por esos mismos años 1960 y hacia mediados de los años 1970 las diferencias de gasto público con respecto a Italia y Francia eran aún de más de diez puntos (24% frente al 36%). Los planos y planes incluían la acción del Estado y la retórica nacionalista potenciaba la imagen de un Estado económicamente activo. Pero su actividad era más político-represiva que económica pues el fin principal de estos planos y planes era el estímulo de la iniciativa privada (Moral Santín et al. 1980). El grueso del capital invertido durante esos años era privado y su efecto global más bien modesto (para Portugal Lains 2006:  176, para España: Martínez Cortiña et al 1975). En definitiva: los “treinta gloriosos” del capitalismo domesticado europeo no tienen tanto que ver ni con la “era dorada” (Das Neves) que vivió el salazarismo entre 1958 y 1973, ni con el “milagro económico” del desarrollismo franquista, ni tampoco con el despegue modernizador de los tiempos de Karamanalis en Grecia por mucho que algunos indicadores económicos puedan sugerirlo.

España es el país en el que más rápida y radical ha transcurrido este proceso. En tan sólo 20 años su población agraria pasó del 50% al 25% de la población activa (1950-1975) frente a los 33 años que duró este mismo proceso en Italia y los casi 90 años en Francia (García Delgado/Muñoz Cidad 1988). Es verdad: se produjo un ciclo modernizador de tipo fordista que creó una incipiente clase media y una -pequeña aunque influyente- clase de managers vinculados más a la gestión que a la (gran) propiedad rentista. Surgieron de la nada varios islotes fordistas vinculados a sectores tecnológicamente punteros y muy intensivos en capital: el químico, el energético, el del automóvil etc.. (Fernández Steinko 2010: 258ss.). Pero estaban rodeados por un vasto y cada vez más caótico tejido tradicional desprovisto de las infraestructuras físicas, humanas, educativas, sanitarias y sociales más elementales. La “destrucción” dominó sobre la “creación” schumpeteriana como bien puede apreciar cualquiera que visite hoy sus antaño hermosas ciudades y paisajes (para Grecia: Pirounakis 1997: cap. 9).

La segunda modernización destructiva: la Comunidad Europea

El ingreso en la CEE ha tenido un efecto contradictorio sobre la  modernización democrática de los PEGs. Hay una doble razón. La primera es que se produce en una situación de derrota de la izquierda y de consolidación del proyecto atlántico. Este se basa en la eliminación de todo tipo de barreras legales, geográficas y culturales que pudieran impedir el libre movimiento de los capitales internacionales más productivos y respaldados por gobiernos influyentes en la arena internacional (“colonización capitalista del sector tradicional”: Rosa Luxemburg).  Las élites que pilotaron este proceso, pero también la mayoría de los intelectuales y de la opinión pública, asociaron el proyecto atlántico con la prosperidad europea de la postguerra para legitimar las duras condiciones de integración. Sin embargo, la comprensión que habían mostrado las grandes corporaciones norteamericanas para con las políticas proteccionistas de los gobiernos europeo-occidentales en los años de la segunda posguerra, tiene muy poco que ver con las políticas propuestas por la Comisión Trilateral en los años 1970 y 1980 para los PEGs (ver arriba). La segunda razón es que dicho ingreso se produjo en un momento en el que el sustrato cooperativo del proyecto europeo empezó a debilitarse frente a su sustrato competitivo y el  avance de las políticas neoliberales en Bruselas.

En 1993 entró en vigor el acuerdo sobre libre circulación de mercancías, capitales y personas así como el Tratado de Maastricht. Ambos representan “la mayor desregulación de la historia económica” (Huffschmid 1994). Dicho acuerdo expuso el aún inmenso tejido tradicional del sur -y también del Este del Europa- a la rápida penetración de los grandes capitales internacionales. Lo hizo -y esto es fundamental- cerrando la posibilidad de desarrollar políticas industriales activas comparables a las de los años 1960.  Por tanto, y a diferencia de lo sucedido quince años antes, nuestros países tuvieron que afrontar una doble destrucción durante el período democrático.   Las políticas agrarias comunes, la rápida reducción de aranceles, la construcción de vías de transporte financiadas con dinero comunitario y otras medidas destinadas a reducir el coste del transporte de mercancías que permitían los productos centroeuropeos competir incluso en los espacios más apartados de los territorios del sur: todo esto hizo posible una nueva ola de colonización capitalista del sector tradicional mediterráneo que, al menos en el caso de España, fue en parte más rápida aún que la primera (Lutz 1984: 262). La segunda destrucción afectó, además, al tejido moderno, preferentemente industrial, que se había venido creando con no pocos esfuerzos humanos, fiscales y tecnológicos desde los años 1950. La cancelación de las políticas industriales activas, bien impuestas por Bruselas, bien consideradas obsoletas por parte de las élites nacionales por razones ideológicas o pragmáticas, tuvieron este efecto. Ambas destrucciones produjeron en nuestros países las tasas de desempleo más altas de la OCDE.

Pero en ninguno de los tres ha alcanzado el desempleo los niveles de  España. Tiene con menos barreras de proteccionismo natural que Portugal y que Grecia (está más cerca de los grandes centros de producción continental, su territorio no está diseminado en islas como el griego etc.). Su despegue industrial de los años 1960 ha sido (aún) más intensivo en capital que el portugués y el griego, y sus autocráticas empresas fordistas tuvieron un comportamiento particularmente rígido durante la crisis de mediados de los 1970 (datos comparativos en Lains 2006: 191).  Sus élites han abrazado de forma más temprana que ninguno de los tres países el credo monetarista y (neo)liberal (mayoría de las élites atlánticas en los gabinetes de Franco a partir de 1959, conversión madrugadora del PSOE al socialliberalismo etc.). Esto les ha hecho priorizar en fechas más tempranas la lucha contra la inflación y la desregulación del mercado de trabajo frente a la lucha contra el desempleo, el desarrollo de políticas industriales y las políticas de flexibilidad interna, aunque con la excepción de los sucesivos gobiernos vascos.  El ministro de economía socialista, el navarro Carlos Solchaga, declaraba hacia 1990, varios años antes de las olas privatizadoras impuestas por Maastricht, que “la mejor política industrial es la que no existe”. Entre los antiguos izquierdistas, J. A. Schumpeter, con su teoría de la destrucción creativa, acabó convirtiéndose en España en el  “clásico de moda” frente a un Keynes tenido por un obsoleto “teórico de la demanda”. Detrás de este culto a la destrucción schumpeteriana se esconde un modelo de modernización ensañado, también por razones  ideológicas de origen  interno, con un sector tradicional tenido por inservible y opuesto al progreso, antes que como una pieza clave  no fácilmente substituible de la estructura social del país. Esta no sólo no se puede hacer desaparecer sin tener en cuenta su coste sino que, además, puede generar muchos recursos aprovechables para un proceso de modernización más sostenible.  En consecuencia: el desempleo español no ha bajado nunca por debajo del 8% de la población activa desde 1982 con un primer pico en 1994 (24%) y otro segundo, ya en circunstancias muy especiales, del 26% (2013). A principios de 2013 el paro se aproximaba a los 6 millones de personas, con un 36% en Andalucía, un 34% en Canarias y un 33% en Extremadura (EPA).

En Portugal, por el contrario, los efectos de la destrucción del sector tradicional han sido menores, su velocidad más moderada y una parte de su sector manufacturero seudotradicional (madera, impresión, calzado, textil) ha subsistido gracias a una orientación exterior apoyada en el pago de bajos salarios y las políticas de devaluación gradual del escudo (crawling-peg) que funcionaron entre 1977 y 1990 (primer pico de desempleo en 1985: 10%, segundo pico 2013: 16%: Lains/Ferreira da Silva org. 2005). A cambio, el país ha ido cayendo en una dependencia “estratégica” de esta estructura salarial que no han podido mantener tras la expansión de la Unión Europea hacia el Este y la irrupción de China en la arena comercial internacional (Lains 2006). También Grecia pudo mantener el desempleo bajo control durante más tiempo que España.  Su sector tradicional ha ido disminuyendo de forma más lenta y sus élites políticas abrazaron el monetarismo y el neoliberalismo relativamente tarde (Moschonas/Papanagnou 2004). El primer pico de desempleo lo vivieron  los griegos en 1998 (12%), dos años después del ascenso del neoliberal Kostras Simitris a la secretaría general del PASOK, el año del primer triunfo electoral de la derecha española desde 1934. Grecia también consiguió frenar (temporalmente) el aumento del desempleo creando empleo público en el marco de una política clientelar destinada a alimentar el bipartidismo (Kadritzke 2010). El estamento militar, cuyo peso sobre el PIB es el doble del portugués y cuatro veces el del español (del 4% del PIB frente al 2% de Portugal y al 1% de España) también ha tenido aquí un papel sobresaliente  y tiene su origen en las disputas territoriales del país con sus vecinos del norte y sobre todo del este.

Esta forma de integración en la CEE no les permitió a nuestros países cerrar la brecha de productividad con respecto a los países europeos más desarrollados. En la industria transformadora portuguesa y española, esta brecha se había venido cerrando hasta 1975 y mantenido estable hasta 1980. A partir de la década siguiente, sin embargo, empezó a ampliarse otra vez a pesar de la quiebra de no pocas empresas del sector tradicional.  Hacia 1992 la economía de los PEGs seguía siendo dual, con una mayoría de empresas familiares poco innovadoras capaces de competir internacionalmente sólo pagando salarios bajos o muy bajos, infringiendo normas ambientales y laborales o no pagando impuestos. La productividad de las pequeñas y medianas empresas (PYMES) sólo llega en España al 67% de las grandes  frente al 75% en Portugal y al 79% en Grecia, mientras que hay casos de países centrales del capitalismo renano en los que su productividad puede ser incluso superior a la de las grandes empresas. Estos datos remarcarían aún más el carácter dual de la economía de los PEGs si fuera posible aislar estadísticamente la evolución de la productividad de las PYMES específicamente vinculadas al sector tradicional. Grecia es el país de los PEGs con los ritmos de crecimiento de la productividad más bajos entre 1985 y 1996 (del 11,6% frente al 39,5% de Portugal y el 19,9% de España: Pirounakis 1997: 183), si bien esta empezó a crecer de forma importante a partir del año 2000.

Por tanto: mucho antes del colpaso de 2008 había síntomas claros de que sus sistemas económico-productivos no iban a ser capaces de financiar por mucho tiempo una modernización basada en una “economía social y de mercado” neocompetitiva en lo económico y no autoritaria en lo político.   Para poder seguir adelante con su voluntarista proyecto de “economía social de mercado” y evitar la ruptura del consenso atlántico, los gobiernos de los PEGs tuvieron que recurrir en aquellos años al endeudamiento externo, lo cual elevó el coste de la deuda y abrió un amplio frente para las críticas de la derecha. En 1992 Portugal llegó a pagar el 6% de todo su PIB para pagar el servicio de su deuda y España el 5% (1996)[11]. Es verdad: las transferencias comunitarias llegaron a ser importantes (del 2,4% del PIB en Portugal entre 1994 y 2000). Sirvieron para modernizar muchas infraestructuras del país, para crear una red de ambulatorios y escuelas públicas, un sistema administrativo más eficiente, abrir oportunidades de trabajo cualificado para muchas personas, sobre todo mujeres vinculadas al sector público etc. Pero la parte sustancial de ese dinero sirvió para  reforzar el proyecto atlántico, por ejemplo  para reducir el coste de la circulación de las  mercancías producidas en las grandes plantas industriales de los principales donantes antes que para fundamentar un desarrollo sostenible al servicio del desarrollo local. El desvío casi total de ayudas para el desarrollo de infraestructuras de transporte privado y por carretera frente al desarrollo del ferrocarril, es muy revelador en este sentido. En términos cuantitativos las ayudas europeas son peladillas [peanuts] en comparación con el coste a medio plazo de este modelo de modernización. ¿Cómo asegurar los derechos y compromisos constitucionales recién adquiridos por las jóvenes democracias en medio de este panorama?

Sueño y despertar de la convergencia nominal

La propuesta dictada por los tiempos que se abrieron tras la caída del Muro de Berlín era la convergencia nominal con Europa y la estabilización monetaria en el marco de la radicalización del proyecto atlántico en todas sus vertientes: la cultural, la económica y la militar. La cancelación de las políticas destinadas a consolidar una economía real, que empezaba a ser de facto inviable, fue un hecho decisivo para nuestros tres países. En España y Grecia explica el cambio de ciclo político (transformación del PASOK en el “partido de la bolsa” bajo Kostras Simitris, triunfo de José María Aznar en España). En Portugal creó serias tensiones entre el gobierno y el gobernador del Banco de Portugal Miguel Beleza y le abrió el camino a un gobierno conservador en solitário –aunque compuesto por dos partidos: el PSD y el CDS- por primera vez desde el cambio democrático, (triunfo electoral de Durâo Barroso en 2002). El objetivo de participar en el proceso europeo de convergencia monetaria obligaba a tomar medidas radicales, algunas de las cuales rompían con el espíritu de las transiciones democráticas como la privatización de empresas estratégicas y la erosión de la democracia social y el mantenimiento de monedas devaluadas destinadas a mantener un cierto control del desempleo. Además, obligaba poner fin a las devaluaciones que habían utilizado los gobiernos para enfrentarse al desempleo de 1993/93, a controlar la inflación y la deuda pública por encima de cualquier otro objetivo y a ampliar las bandas de fluctuación cambiaria entre las monedas europeas.

La estabilización monetaria y la reducción del coste de la deuda fue, sin duda, un progreso para los PEGs que han sufrido desde el comienzo de la industrialización una escasez crónica de crédito y tenido que pagar intereses muy elevados para adquirirlo. El caso más extremo es Grecia, donde los tipos de interés no consiguieron bajar nunca por debajo del 30% antes de 1840 ni por debajo del 15% en el período de entreguerras. La deuda pública per cápita de los portugueses y españoles era, con la de los italianos, la más alta de Europa antes de que la Primera Guerra Mundial distorsionara la estructura del endeudamiento público de los países que participaron en la misma (Lains 2006: 46). Los cambios democráticos de los años 1970, que  coincidieron fatalmente en el tiempo con la agudización de la crisis del capitalismo en todo el mundo y con el repentino aumento de los tipos de interés en los Estados Unidos (“Volcker Shock” de 1979) dispararon la inflación y multiplicaron en poco tiempo el coste de ese endeudamiento  que necesitaban desesperadamente para estabilizar sus jóvenes regímenes democráticos. La política de estabilización monetaria dio sus frutos. La inflación cayó en Portugal del 13% (1990) al 2% (1997), en España del 7% al 2% entre esos mismos años y en Grecia del 20% (1990) al 1% en 2009. Los intereses nominales a pagar por la deuda pública a largo plazo cayeron en Portugal del 22% (1986) al 3,9% (2006), en España del 12,8% (1986) al 3,3 (2005) y en Grecia del 17% (1995) al 3,5% (2005): un hecho insólito en la historia financiera de los PEGs. La estabilización monetaria y la reducción de los intereses de la deuda hay que leerlos en clave de creación del euro  que redujo entre 1995 y el verano de 2008 el spread de su deuda pública con respecto al bono alemán (Sinn 2010: 336s) aunque con un coste monetario importante: el escudo, la peseta y el dracma se incorporaron al euro como monedas revaluadas, lo cual perjudicó, aun más y a medio plazo su posición dentro de la nueva Europa ultracompetitiva.

En teoría, esta coyuntura monetaria podría haber servido para reforzar la base productiva del sur e impulsar la convergencia real en el contexto de una Europa solidaria. Podría haber permitido poner en marcha un proceso de modernización del tejido empresarial tradicional por medio de inversiones en capital humano, innovación tecnológica, formación de clusters regionales y a través de una redefinición cooperativa de la división del trabajo en Europa con la perspectiva de una reconversión ambiental del Continente que ya entonces era más que urgente. Pero nada de esto se hizo. La convergencia nominal sólo sirvió para consolidar una Europa competitiva en la que el más fuerte se lo llevó todo y el más débil sólo se llevó un sueño temporal. El mundo occidental, y los círculos atlántico-europeos en particular, aplaudían la aportación de la convergencia nominal a la modernización del sur pues  parecía demostrar el potencial civilizatorio de su  apuesta política. Pero ni el mainstream económico, ni menos aún los círculos de poder occidentales  -que incluían las propias élites en los gobiernos del sur- abordaron el problema de fondo: cómo crear un sistema económico con capacidad de generar empleo de forma sostenible en el tiempo destinado a financiar una sociedad justa y democrática. Abordar este problema pasaba por redefinir la división del trabajo dentro de la Unión Europa y por cuestionar los grandes ejes del consenso atlántico. Ninguna de las dos cosas estaba en la agenda de los gobiernos europeos.

Una vez arrinconada la izquierda, la única alternativa políticamente viable que se les abría a nuestros gobiernos tras la firma del Tratado de Maastricht era apostar por los sectores menos expuestos a la competencia extranjera aprovechando la reducción del precio del dinero y los demás efectos de la convergencia monetaria. Son aquellos sectores que producen bienes y servicios no transaccionables: la construcción, la educación y la salud -públicas y privadas-, los servicios financieros y naturalmente también el turismo y el sector militar (para Portugal: Ferreira do Amaral 2009: 55ss). Por muy liberal que sea el credo de la época: el desarrollo de estos sectores dependen de la adopción de decisiones políticas, sobre todo en el sector de la construcción que sólo puede crecer de forma significativa si se modifican las condiciones locales de edificabilidad del suelo. Las decisiones sobre edificabilidad, que puede multiplicar por 1000 el valor de un solar en poco tiempo y atraer de la noche a la mañana cantidades ingentes de ahorro internacional -bien de origen legal o ilegal-, está en manos de las administraciones locales que son las que tienen las competencias sobre esta materia. No es casualidad, por ejemplo, que la “reforma del siglo” de la administración local portuguesa, y que le da a las administraciones locales una mayor autonomía, se produjera justamente en 1998.  La posibilidad de generar una fuerte dinámica de crecimiento local simplemente tomando una serie de decisiones administrativas locales ha creado un suelo fértil  para la comisión de delitos de cuello blanco como la corrupción, los delitos urbanísticos y contra el territorio, la falsificación de documento público o la financiación ilegal de partidos. Los 46.000 millones de euros ganados en 2008 por las empresas españolas de la construcción, combinados con el hambre crónica de empleo de las poblaciones locales, el carácter sumergido de al menos una tercera parte del sector y la cultura de la adquisición de bienes inmuebles tan propia de los PEGs, forman una amalgama de fertilidad explosiva pues acaba contando con la complicidad o el silencio de sectores amplios de la población frente al delito y la degradación ética de su sistema político. A costa de la sostenibilidad urbanística y ambiental, y a costa también de la salud de sus sistemas democráticos. La crisis económica rompió muchos de estos consensos silenciosos y las movilizaciones ciudadanas de 2010 en adelante son expresión de esta ruptura.

En general, los sectores no transaccionales son muy intensivos en empleo, la mayor parte -que no todo- poco cualificado. El más importante, el de la construcción, frena el crecimiento de la productividad y le sustrae recursos financieros al sistema productivo: en la Grecia de los años 1980 hasta un 60% de toda la formación bruta de capital (Freris 1986: 166)[12]. Además puede tener un coste energético, ambiental, laboral y paisajístico extremadamente elevado cuando se deja que actúen libremente las fuerzas del mercado.  En España, al menos una tercera parte del  sector de la construcción forma parte de la economía sumergida. Incluye hasta 16 niveles de subcontratación cuyos capitales se pierden por los espacios tradicionales más recónditos y geográficamente apartados. En Grecia una quinta parte de todas las construcciones nuevas son ilegales y en la isla canaria de Lanzarote, protegida por una política de defensa del paisaje pero en la que se da un desempleo crónico, este porcentaje llega al 33%. El índice de accidentes laborales en el sector de la construcción es el más alto de toda la economía, un dato que si se combina con su carácter fuertemente sumergido, lo convierte en un sector particularmente perjudicial para la sostenibilidad de las arcas públicas y el interés general[13]. Otros sectores productores de servicios no transaccionables dependen del aumento del gasto público (salud y educación, sector de los servicios a las administraciones públicas). El gasto público efectivamente empezó a crecer de nuevo a partir de 1992. Sin embargo su ritmo de crecimiento fue superior al de su coste, pues la reducción de los tipos de interés y la estabilidad monetaria hizo caer el coste del endeudamiento. Esto amplió el margen de maniobra fiscal de los gobiernos en pleno contragolpe neoliberal: podían ofrecer más servicios públicos por el mismo coste. El aumento absoluto del gasto público pudo compensarse durante esos años con el aumento del PIB provocado  precisamente por la fuerte expansión de los sectores no transaccionales, sobre todo el de la construcción de forma que el saldo final (deuda pública en % del PIB) tendió a diminuir en los tres países en los años en los que se estabilizó políticamente el neoliberalismo. Esta milagrosa combinación entre estabilización monetaria y desarrollo de los sectores menos expuestos al mercado generó en los PEGs las tasas de crecimiento del PIB más altas de toda Europa (grupo de los 15): casi del 5% en Portugal y España entre 1998 y 2000, del 4,5% en Grecia en 1997.  El crecimiento produjo a una fuerte reducción temporal del diferencial de PIB per cápita con respecto al resto de la Europa de los 15 (España del 79% en 1995 al 91% en 2007). En 2008 el sector de construcción española llegó a dar trabajo al 13% de toda su población activa, en Grecia y Portugal algo menos (media mundial: 7%) un dato  insólito y completamente insostenible en el tiempo que refleja un desvío de recursos hacia una actividad de base especulativa altamente destructora de recursos. ¿Pero realmente había muchas más alternativas en el marco del proyecto atlántico?. Es comprensible que muchos ciudadanos del sur empezaran a creerse realmente el proyecto atlántico, a creer que efectivamente había llegado el “fin de la historia” y la participación de los gobiernos de Portugal y España en la guerra de Irak habría sido imposible sin este estado de ánimo colectivo.

El boom tenía, además, un segundo componente estabilizador y fácilmente insertable en una visión neoconservadora de la sociedad. En los PEGs, el  porcentaje de familias propietarias de bienes inmuebles es de los más elevados de mundo. Esta realidad se deriva de las  dimensiones de su sector tradicional y de la promoción privada de la vivienda por parte de las dictaduras que permitió hacer política social sin elevar el gasto público y favoreciendo a los lobbies financieros. En España y Grecia, los índices de propiedad ya estaba en 2000 muy por encima del 80% y si en Portugal eran cuatro o cinco puntos más bajos, es porque el repentino aumento de la población retornada de las colonias a partir de 1974 hizo aumentar el peso de los alquileres. La dispersión de la propiedad inmobiliaria no sólo contrarresta la precariedad laboral reduciendo la dependencia del mercado de alquileres. Además permiten utilizar el patrimonio familiar como aval para ampliar el endeudamiento privado a pesar  -esto es esencial- de la “doble destrucción” que han vivido nuestros países en las últimas cuatro décadas: es el “capitalismo popular inmobiliario” (Fernández Steinko 2003), la versión mediterránea del “capitalismo popular” de corte anglosajón apoyado en los dividendos del sector financiero  (también: “keynesianismo bursátil”)

Sólo un indicador perturbana el sueño de la convergencia nominal y del inesperado “fin de la historia”: la balanza por cuenta corriente [Leistungsbilanz]. El rápido crecimeinto de los sectores productores de bienes y servicios no transaccionales encubría una realidad perfectamente conocida: cuando estos aumentan más rápidamente que los que producen bienes transaccionales se está produciendo una pérdida encubierta de competitividad (Ferreira do Amaral 2009). El carácter no sostenible de esta situación se refleja justamente en la evolución negativa de la balanza por cuenta corriente a pesar de la evolución positiva de otros indicadores macroeconómicos. Su déficit se remonta a los años anteriores al euro pero se dispara hasta la estratosfera tras la creación de la moneda única: en Portugal aumenta del +3% en 1986 al -13% en 2008, en España: del +2% en 1987 al -10% en 2007 y en Grecia  del -4% en 1980 al -17% en 2008. Era el presagio de la tormenta. Cada país evolucionó de forma parcialmente distinta, pero estos datos demuestran que los tres lo hacían en la misma dirección, que no había alternativa dentro del proyecto atlántico -aproximación ideológica de facto entre el centro-derecha y el centro-izquierda- y que debajo de la convergencia monetaria había algo muy feo que no funcionaba. “Portugal estaba divergiendo desde hacía mucho tiempo de la media comunitaria en términos de bienes transaccionales, lo cual apuntaba a una situación potencial de empobrecimiento relativo a largo plazo que empezó a hacerse efectiva en la primera década del siglo” (Ferreia do Amaral 2009: 57). Es verdad: Portugal, con imporantes diferenciales de productividad, una apuesta estratégica por sectores con salarios bajos y una economía más bien pequeña tuvo que pagar un coste particularmente alto: sólo entre 1991 y 2001 perdió, al menos, un 17% de su competitividad. Pero la productividad comparativa española y griega no ha evolucionado de forma sustancialmente distinta  entre 1995 y 2008 (medida en términos de REER[14]) (Petrakis 2012:53). A partir de 2000 la productividad griega empezó a crecer más rápidamente que el resto debido a la modernización de algunos sectores no transaccionales como el comercio y el transporte (McKinsey 2012). Pero las tendencias de fondo, que se reflejan de forma contundente en la balanza por cuenta corriente, son idénticas como idénticas son las ruinas que están contemplando sus sociedades cuando escribimos este texto. Son las ruinas del proyecto atlántico que las élites del sur habían asegurado iba a servir para asentar  una sociedad más justa, sostenible y democrática.

5. Conclusiones

El proyecto atlántico es un ejemplo exitoso de ingeniería política. Ha contribuido a modernizar las sociedades de los PEGs, transformado su sistema institucional, ampliando el horizonte cultural y los recursos subjetivos de millones de las personas vinculadas hasta entonces al localismo del sector tradicional. Las mujeres han sido las más beneficiadas, pues se han creado empleos dignos también para ellas, se han erosionado las culturas de la desigualdad y las sociedades han orientado sus radares criminológicos hacia el maltrato y la discriminación. Sin embargo, el proyecto atlántico no ha creado una base productiva para darle continuidad a la modernización democrática y asegurar sus conquistas a largo plazo. Ha permitido desmantelar las mayorías que en los años 1970 se habían decantado por una democratización más avanzada y sostenible basada en un proyecto de sociedad solidaria, en la subordinación de la economía a las necesidades humanas, en la sostenibilidad y la neutralidad, y también más centrada en el desarrollo interno que en la expansión exterior. El desmantelamiento de esta opción ha permitido vincular los vastos espacios tradicionales del Mediterráneo a los circuitos de revalorización de los grandes capitales occidentales. Al hacerlo, no se ha ajustado a sus realidades sociales y culturales, sino que ha forzado la adaptación de estos a los dictados de dicha revalorización, cueste lo que cueste, y ofreceriendo alternativas sólo a corto y medio plazo. La convergencia monetaria sólo ha traído una solución temporal. Hoy por hoy parece evidente que ya no es posible seguir pagando el coste ambiental, urbanístico, laboral y también moral -degradación ética de la actividad política profesional- de la prórroga del modelo atlántico. La situación creada en los países mediterráneos demuestra que dicho modelo, esencialmente competitivo y excluyente, no es viable a medio plazo para las sociedades más débiles y dependientes, aquellas que, por diferentes motivos, han llegado tarde a la industrialización capitalista o que han sido excluidas de los grandes consensos políticos de la postguerra. En realidad, los PEGs están viviendo una experiencia comparable a la de la mayoría de las sociedades de América Latina, cuya financiarización tras la crisis de la deuda, provocó el hundimiento de sus clases medias, una degradación brutal de sus ciudades y territorios, y una liquidación de su tejido tradicional no acompañada por la creación de un tejido moderno alternativo a la altura de la destrucción de aquel.

La gran cuestión ahora es si los PIGs pueden defender las conquistas democráticas en el marco del proyecto atlántico, un proyecto basado en un orden esencialmente competitivo, en el fundamentalismo de la gran propiedad y de la disposición excluyente de los medios de producción y en un modelo de democracia minimalista. La segunda gran pregunta es cómo insertar el sector tradicional, con sus limitaciones actuales -su atomización, las desigualdades que esconde en sus espacios privados etc.- pero también con todo su potencial civilizatorio –posibilidad de autodeterminación en el trabajo, culturas de la solidaridad y la reciprocidad, más intensidad de trabajo que de capital, mayor densidad comunicativa etc.- en un proceso de modernización democrático. ¿Cómo transformar estos espacios, que hoy malviven en la periferia de la modernidad capitalista alimentando el particularismo y el sector sumergido de la economía, cómo hacerlo en beneficio del interés general, del desarrollo sostenible, de los valores democráticos y de la justicia social?

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[1] Quiero agradecerles a Júlio Marqués Mota y Margarida Antunes (Coimbra), así como a Ricardo Vergés (Sevilla), Agustín Cañada (Madrid) y Michel Vakaloulis (Paris) el generoso envío de documentación  relevante para la redacción de este trabajo.

[2] A Adolfo Suárez le echaron en cara sus “veleidades tercermundistas” al negarse a incorporar a España a la Alianza Atlántica.

[3] En España se habla de personas o partidos “antisistema” para describir las orientaciones situadas más allá de dichas líneas rojas, muchas veces sin entrar en detalles y forzando una bipolaridad y una simplificación muy parecida al que conocemos de los tiempos de la guerra fría.

[4] “El funcionamiento eficaz de un sistema democrático exige, por lo general, cierta apatía y falta de participación de algunos individuos y grupos” (Estudio de la Comisión Trilateral cit en Grimaldos 2006: 209). Este lenguaje es casi idéntico al utilizado por Fernández de la Mora (1971), uno de los grandes teóricos de la modernización autoritaria de los tiempos del franquismo.

[5] Cuando se destapó el caso Bárcenas de financiación ilegal del Partido Popular en febrero de 2013,  y que salpica a toda la cúpula del partido, tanto la Casa Blanca como también Berlín reaccionaron de forma inesperadamente activa.

[6] Preferimos este concepto más sustantivo de sociedad “premoderna” al de aquellas definiciones más formales y abstractas de modernidad (ver por ejemplo Therborn 1999: cap.1).

[7] Los datos histórico-estadísticos sobre la población activa en el sector agrario son a veces desiguales. Me remito aquí a la fuente citada.

[8] Aún en los años 1970 los agricultores de la zona de Beira Litoral gastaban el 60% de su tiempo en desplazarse de una parcela a otra debido a la fragmentación de sus pequeñas propiedades (Baklanoff 1980: 166). Cifras comparables se podían recoger en muchas comarcas del norte de España algunos (pocos) años antes.

[9] El uso de fertilizantes y el nivel de mecanización de las explotaciones italianas era, sin embargo, muy superior al de los tres países de nuestro grupo.

[10] La “Revolución de Mayo”, con la que comienza la dictadura de Salazar, comienza con un golpe militar en Braga, la capital del minifundio portugués y patria chica del propio Salazar.

[11] La OCDE no dispone de datos para Grecia y este período.

[12] Pinourakis da cifras más bajas (1996:217) si bien también este autor resalta críticamente el extraordinario peso del sector de la construcción sobre la formación bruta total de capital fijo

[13] Al menos el sistema sanitario español es universal, es decir, cubre las urgencias también de aquellas personas que ingresan tras un accidente pero no cotizan a la Seguridad Social. Esto quiere decir que los accidentes laborales generados en el sector sumergido de la construcción son financiados por aquella parte de la sociedad que paga impuestos pero no por parte de aquellos que se benefician económicamente de la economía sumergida, lo cual genera una transferencia de recursos del sector público al privado.

[14] REER: “real effective exchange rate”

Datos adjuntos

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Chipre: una confiscación chapucera

imagesJavier Ortiz, de la revista Quilombo

«Como dice el macroeconomista e inversor Felix Martin, el dilema “no es sobre productividad sino sobre la distribución de la riqueza. La cuestión no es si la eurozona puede generar la suficiente riqueza para pagar sus deudas: tomada en su conjunto, ya lo hace. Es quién debería pagar y cuánto” Lo que en otro idioma se llama lucha de clases».

Si querían restablecer la confianza en el sistema financiero de la zona euro con la draconiana intervención chipriota, han logrado exactamente lo contrario. Nadie quiso asumir la responsabilidad de la condición más controvertida requerida para aprobar el crédito destinado a salvar a los acreedores de la banca chipriota: un «impuesto» con el que gravar –una sola vez, aseguraban- al 6,75% los depósitos bancarios de menos de 100.000 euros y al 9,9% los depósitos superiores a esa cifra.

Para asegurarse el cobro el gobierno debía impedir que los ciudadanos pudiesen retirar las cantidades afectas al impuesto de los bancos (lo que se conoce como “corralito”).

La medida convertía en papel mojado la preservación de los depósitos inferiores a 100.000 euros establecida por la normativa comunitaria y establecía un peligroso precedente. Tras una serie de dimes y diretes, y el visto bueno del ministro alemán de finanzas Wolfgang Schäuble, el Eurogrupo –integrado, no lo olvidemos, por los gobiernos de la zona euro, incluyendo España- dejó abierta anoche la posibilidad de que no se gravasen los depósitos de los pequeños ahorristas, con tal de que se recauden los 5.800 millones de euros que exige la troika.

Sin embargo, en el momento que escribo continúa sin quedar claro cuál es el umbral a partir del cual se aplicará el “impuesto” [Actualización: será a partir de 20.000 euros] . Un término engañoso que no logra ocultar una medida confiscatoria. La más evidente –no necesariamente la más grave- de cuantas se han aprobado ya en los países del sur de Europa.

Existe un principio democrático que establece que no puede haber impuestos sin el consentimiento de aquellos a quienes se aplica, o mejor dicho, sin el debate y la aprobación de los más (que suelen ser quienes tienen menos). Este principio tiene su origen en la Carta Magna, el viejo pacto de los barones ingleses frente a las exacciones del Príncipe Juan.

Otros principios son el de proporcionalidad, que indica que se debe atender a la capacidad económica o contributiva del sujeto pasivo, y el de equidad. Además, la recaudación de los impuestos –a diferencia de las tasas que se pagan a cambio de un servicio público determinado- se justifica por indivisibilidad del gasto público, que afecta a la sociedad en su conjunto (sanidad, educación, infraestructuras, etc.) y no a unos destinatarios determinados.

Suele decirse que estos son principios liberales pero como indica la propia historia de la Carta Magna (muy anterior al nacimiento del liberalismo), en realidad se basan en la noción de común, en la idea de que todos debemos contribuir a y beneficiarnos equitativamente del todo.

Pues bien, el llamado “impuesto” que pretende aplicarse en Chipre vulnera todos estos principios. Aunque tiene que ratificarlo el parlamento chipriota para que entre en vigor en realidad es producto del chantaje planteado por el gobierno alemán, la Comisión Europea y el Fondo Monetario Internacional, tras dos años de negociaciones que comenzaron con el anterior presidente chipriota, el comunista Dimitri Christofias.

El gravamen no es proporcional ni equitativo: aunque ahora intenten restablecer cierta progresividad el mordisco para los pequeños ahorristas buscaba evitar que quienes tuvieran millones soportaran una exacción de más del 10 %, porcentaje perfectamente asumible como riesgo de inversión. Tampoco irá destinado a sufragar los servicios públicos esenciales, sino que servirá exclusivamente para pagar a los acreedores de los bancos. Como los chipriotas ni participaron en esta decisión ni la aceptan voluntariamente, se les niega la posibilidad de retirar fondos equivalentes a las cantidades que se deben recaudar.

El presidente Nikos Anastasiadis prometió a sus ciudadanos que serían compensados con acciones en los bancos . Además, el Estado devolverá la mitad del impuesto pagado a los propietarios de depósitos que los mantengan durante más de dos años, a través de bonos sobre los futuros ingresos de gas, una vez que comiencen las prospecciones.

Una promesa que pocos creen: en dos años puede suceder cualquier cosa en la eurozona. Por otra parte, la tasación de los depósitos pone de manifiesto problemas (impacto en la liquidez de las familias, falta de proporcionalidad, fuga de capitales) que podrían evitarse con un impuesto comunitario a las transacciones financieras.

Al “impuesto” se le añade el enésimo programa de ajustes y privatizaciones -aunque parece razonable un aumento del impuesto de sociedades del 2,5 al 12,5%- que en conjunto empobrecerá a la población de Chipre, no a los inversores extranjeros, lo que deslegitima aún más cualquier pretensión recaudadora del gobierno. Y falta por ver las condiciones que impondrá Rusia con su parte del rescate financiero.

El sacrificio de los grecochipriotas se justifica porque son pocos y por la correspondiente moralina: la isla era un paraíso fiscal y un centro de blanqueo de dinero gracias a su hipertrofiado sector financiero, que ofrecía elevados tipos de interés a los ahorradores.

Rusos adinerados se beneficiaron del mismo, como destaca la propaganda nacionalista alemana en año electoral. Todo esto es cierto, pero ni los millonarios rusos fueron los únicos beneficiarios ni Chipre es el único paraíso fiscal en Europa: ahí tenemos Luxemburgo o Liechtenstein, tan cerca de Alemania y mucho más eficientes a la hora de reciclar la mierda sin que se note.

Pese a las bravatas de las cumbres del G20, los paraísos fiscales continúan siendo una pieza fundamental del funcionamiento del capitalismo contemporáneo. Y no es admisible que los ciudadanos más modestos de Chipre se vean exprimidos por ello.

El mezquino enfoque bilateral, intergubernamental, caso por caso, con el que se está afrontando la prolongada crisis del sistema financiero de la eurozona solo está sirviendo para dividir a los países del sur frente a Berlín y Bruselas, en una especie de competición por ver quién es más servil.

Es muy posible que efectivamente fuera el presidente Anastasiadis quien se ofreciera a tasar los depósitos de menor cuantía, del mismo modo que fue José Luis Rodríguez Zapatero quien propuso reformar la constitución para incluir la regla de oro del déficit cero y la prioridad del pago de la deuda.

Este enfoque es tanto más lamentable cuanto que el déficit público agregado de los países de la eurozona es apenas del 3,3% (frente al 8,7% de Estados Unidos) mientras que el ratio de deuda pública en relación con el PIB es del 76% (101 % en Estados Unidos y 211 % en Japón).

Estas cifras agregadas esconden enormes disparidades entre los países de la zona euro, pero precisamente los países que se nos presentan como modelo son los que se beneficiaron del dispendio de la periferia (y ahora de la conversión fraudulenta de su deuda privada en deuda pública).

Como dice el macroeconomista e inversor Felix Martin, el dilema “no es sobre productividad sino sobre la distribución de la riqueza. La cuestión no es si la eurozona puede generar la suficiente riqueza para pagar sus deudas: tomada en su conjunto, ya lo hace. Es quién debería pagar y cuánto” Lo que en otro idioma se llama lucha de clases.

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Tres miradas constituyentes

Asamblea-Constituyente1MADRILONIA.ORG

Empezamos una serie de recopilación de textos sobre la cuestión democrática y lo constituyente. A veces serán textos propios y otras (como hoy) referencias a otros textos y vídeos a modo de revista de prensa. Queremos estimular el debate constituyente, señalar aportes interesantes y avanzar en ese sentido.

MIRADA 1:

Unidad popular constituyente: la construcción de un nuevo bloque histórico

“Cuando algunos nos referimos a la necesidad de apertura de un proceso constituyente entendemos que debe tratarse de un proceso radicalmente democrático: de abajo a arriba, con mecanismos de participación directa a fin de que la asamblea constituyente esté en dialogo permanente con la sociedad, retroalimentándose dialécticamente organizaciones, movimientos sociales y ciudadanos con los constituyentes, dando uso, como en Islandia , de las nuevas tecnologías como vía complementaria de transparencia y participación. O lo que es lo mismo, propiciando la activación del poder constituyente, entendido como medio para la transformación, sujeto de la misma y bandera aglutinadora. Esto es, el poder constituyente es, per se: 1) un poder original, no dependiente de ningún poder anterior; 2) inicial, pues su impulso no depende más que de él mismo; 3) fundador, al suponer una ruptura con el anterior ordenamiento jurídico-político; 4) incondicionado, ilimitado, soberano y en consecuencia prejurídico; 5) únicamente fundamentado en la legitimidad democrática; 6) correlato del derecho de resistencia, una impugnación general al sistema encarnada por las mayorías que se traduce en un proceso de acumulación de fuerzas populares con voluntad de transformación y ruptura”

Texto de Diego González Cadenas escrito para Rebelion el 11/03/2013

MIRADA 2: Una nueva Clase política para una nueva constitución

“Casi 35 años después de la aprobación de la Constitución de 1978, los actuales ciudadanos y ciudadanas españolas, la mayoría de los cuales no votaron el texto constitucional, no tienen que seguir asumiendo unas reglas de juego que, además de ser realizadas en un clima de libertad tutelada, han sido aún más adulteradas por el desarrollo normativo y las prácticas de una clase política corrompida.

Ante esta situación, se hace imprescindible sacar conclusiones de lo expuesto. Y la más importante de todas, en mi opinión, es que los ciudadanos no podemos esperar que quienes generaron este texto constitucional, lo han aplicado de manera tan equivocada y se han beneficiado del mismo, sean los que asuman la misión de transformarlo en un modelo democrático, garantista, en donde solo reine la igualdad, la libertad y la justicia y no persona alguna.
Aunque existen militantes y cargos públicos de los actuales partidos políticos que son personas de buena fe y absolutamente íntegras, las estructuras partidistas forman parte, aunque parezcan de oposición, del sistema y actúan en mayor o menor medida en la lógica depredadora al servicio de la banca y los poderes financieros. Esto resulta obvio en el caso de los dos grandes partidos nacionales”

Texto de Roberto Viciano escrito para www.informacion.es el 8/03/2013

MIRADA 3: La Crisis de las Constituciones posteriores a la segunda guerra mundial en el nuevo contexto productivo

“Hoy, la crisis de este modelo, la crisis de estas constituciones democráticas de tipo keynesiano con un contenido trabajista ligado fundamentalmente al fordismo y al taylorismo se explica porque la organizacion del trabajo se ha transformado radicalmente. ¿Que transformación se ha producido? En la globalización la fuerza de trabajo a empezado a desplazarse al interior de lo que eran las fronteras continentales, la flexibilidad y la movilidad de la fuerza de trabajo se han convertido en fundamentales.

Esta movilidad y esta flexibilidad de la fuerza de trabajo se ha visto multiplicada por las nuevas tecnologías, que ha permitido, por un lado, vaciar la fábrica, la vieja fábrica tradicional, porque está fábrica estaba básicamente automatizada en sus mecanismos técnicos más profundos. Por otro lado ha permitido recuperar, captar, el trabajo que se hace desde el conjunto de la sociedad a través de la informatización del tejido social

Por lo tanto, desde este punto de vista, el problema de la constitución es resolver el problema de como se van a establecer nuevos criterios de ciudadanía y por tanto nuevos criterios para la distribución de la riqueza en base a este nuevo tejido que se ha producido desde el punto de vista productivo”

Texto de Antonio Negri en una entrevista para Project Kayros en Noviembre de 2012

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Italia o las barbas de tu vecino

186530_1280989971_5597357_nMiguel Manzanera Salavert.Filósofo

«Si echamos un vistazo al panorama europeo, se hace difícil apreciar cuál de todos los gobiernos en plaza hace más ridículo.  Ante la comicidad de los políticos falsarios, un cómico nos redescubre la política: representa la autenticidad para el ciudadano que ha comenzado a entender que nada será ya igual en el siglo que comienza».

Un terremoto ha sacudido Italia en las últimas elecciones y sus consecuencias se harán sentir en toda Europa.  El movimiento de Beppe Grillo ha obtenido más del 25% de los votos en las últimas elecciones, dejando un país ingobernable. Un movimiento desvertebrado, con un programa mínimo razonable, contando con la buena voluntad de la ciudadanía, ha roto las rutinas de un sistema político incapaz de dar respuestas a las necesidades de la población.

Hay quien ha calificado a ese movimiento de ‘anarcofascismo’, pero aquí se confunden los efectos con las causas; pues, en efecto, el peligro fascista está presente en Italia y en Europa, y este terremoto lo evidencia palpablemente.  Pero Grillo no es la causa de las convulsiones que acechan a la sociedad europea, sino solo su indicador más significativo. No se puede olvidar que Dario Fo se presentó en el escenario del mitin de Milán, abrazando a su colega de profesión.

La historia, decía Hegel, siempre se repite dos veces, y Marx añadía en el18 Brumario que la primera vez como tragedia y la segunda como comedia. Los actores de la historia se disfrazan con el ropaje de sus antepasados para poder concebirse a sí mismos dentro del proceso social en el que están sumergidos.
Más claramente parecido al fascismo del pasado siglo es Berlusconi, que sigue obteniendo votos a pesar de toda la corrupción de la que hace gala. No se debe olvidar que il Cavaliere gobernó con la Liga Norte y la Alianza Nacional, partidos con una clara ideología de extrema derecha. Y así son las paradojas de la política italiana, en nombre de la estabilidad social pactó con un Presidente de la República proveniente del PCI, Napolitano.  Un juego de equívocos. En ello reside el aspecto cómico de la política italiana actual, y no solo en las bufonadas de su más destacado representante institucional.

Grillo no es un fenómeno nuevo

 

Pero, en realidad, Grillo no es un fenómeno nuevo.  Ha copiado las formas empresariales de hacer política, que nos trajo Berlusconi como consecuencia de la mercantilización completa de la vida social en el mundo globalizado;  y las ha adaptado a la comprensión de las jóvenes generaciones que se han criado en el mundo de internet, la comunicación globalizada.  Unas jóvenes generaciones que saben que el capitalismo no tiene futuro, pero no quieren aceptar las asperezas espartanas del socialismo.

Esa joven generación ha aprendido las lecciones de las “primaveras árabes”, cuando la red global funcionó como instrumento para la subversión del régimen monolítico que dominaba en Egipto o Túnez, Libia o Siria.  Como el 15 M, que llenó las plazas del Estado español, copió las manifestaciones de los jóvenes contestatarios del mundo musulmán.

En esta década inaugural del futuro, la innovación política nos llega desde la otra orilla del Mediterráneo.  Ante la incapacidad del orden político y económico liberal para resolver los gravísimos problemas a los que se enfrenta la humanidad del siglo XXI, el espontaneísmo de la protesta expresa la necesidad de luchar por un futuro humano.

Grillo no es la causa de las convulsiones que acechan a la sociedad europea, sino solo su indicador más significativo

Y ahí tenemos a Italia innovando la repetición de la historia, anunciando una nueva forma de demagogia populista, entre el cinismo burlón de Berlusconi –la vieja generación desencantada-y la ironía airada de Grillo –la nueva generación desilusionada-.  Comparado con estos cómicos personajes que aspiran a gobernar la vida italiana de nuestros días, el Duce de los años 20 del pasado siglo parece un héroe trágico, que hubiera aceptado realizar un papel execrable para la historia, porque así lo exigían las circunstancias. ¿Para qué tanto sacrificio si se puede alcanzar el poder contando chistes malos?

Las reacciones ante el resultado electoral muestran la desolación de los intelectuales orgánicos al capitalismo liberal-reformista.  La crisis económica no da para mantener el nivel de vida, ni siquiera los derechos consolidados de las clases trabajadoras europeas.  La regresividad de la coyuntura es patente y patética.

Si echamos un vistazo al panorama europeo, se hace difícil apreciar cuál de todos los gobiernos en plaza hace más ridículo.  Ante la comicidad de los políticos falsarios, un cómico nos redescubre la política: representa la autenticidad para el ciudadano que ha comenzado a entender que nada será ya igual en el siglo que comienza.

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Beppo Grillo y su movimiento bifronte

descargaLoris Caruso , Il Manifesto
«Su éxito( el de Grillo) indica que, utilizando el lenguaje de Gramsci, en la política contemporánea se da una nueva oscilación de la “guerra de trincheras” (en la que las alternativas políticas se incluyen en el orden existente) a la “guerra de movimientos”, en la que están en juego el orden existente mismo, y las formas generales de la política y la economía».
Desde hace meses, los comentaristas están divididos: hay los que consideran que el Movimiento 5 Estrellas es una “costilla de la izquierda” y los que lo consideran una organización populista, mayormente de derechas, en algunos casos tendencialmente fascista. Ambas opiniones están en lo cierto.

Se ha hecho hincapié en varias ocasiones en que el contenido ambientalista del programa y la insistencia en la democracia directa y participativa aproximan el M5S a la izquierda libertaria y ecologista de los años setenta y ochenta.

Resulta particularmente rompedora la fuerza del mensaje participativo, lanzado por el M5S con una radicalidad y una eficacia que ningún movimiento político de la izquierda reciente ha logrado alcanzar: la cancelación de la diferencia entre representados y representantes, la sustitución de la delegación por la participación y la destrucción de la política como profesión.

Sin embargo, ¿dónde está, en el M5S, la “derecha”? En primer lugar, en una posible evolución de este ideal democrático mismo. Si se percibe como objetivo que una única fuerza social realmente pueda ir auténticamente en contra de todas las demás (partidos políticos, sindicatos, etc.), la hiperdemocracia puede convertirse en su opuesto.

Una fuerza política como el M5S que reclama sólo para sí una auténtica naturaleza democrática, puede presentar como hiperdemocráticas todas sus opciones, incluso las que restringen los actos democráticos. Si la democracia radical prevé el final de los partidos, no es imposible imaginar que frente a una previsible oposición de éstos a su extinción, dicho final esté determinado por un eventual Gobierno de 5 Estrellas, a través de forzamientos no democráticos.

En segundo lugar, el nivel de “virtud” que exige el M5S a sus propios representantes y activistas es tan alto (por ejemplo, prevé la supresión de cualquier tipo de ambición personal) que sólo es alcanzable mediante un rígido control centralizado. Lo cual en realidad ocurre ya en el Movimiento mismo, en el que se trata de impedir la aparición tanto de protagonismos individuales como de organismos colectivos que actúen como un contrapeso al papel de Grillo y Casaleggio.

Entre los líderes y los numerosos activistas y miembros electos individuales, que deben seguir siendo individuales y tendentes a permanecer en el anonimato, no debe haber nada. De lo contrario, advierten Grillo y Casaleggio, “nos convertimos en un partido.” Con el resultado de que, en este momento, en su estructura nacional el M5S nacional es un organismo mucho menos democrático que un partido. Si este es el modelo de Estado que los dos líderes del M5S tienen en mente, no es muy tranquilizador.

De hecho, es un modelo que reproduce exactamente la forma del llamado “capitalismo cognitivo”. Como se ha señalado en varias ocasiones, entre otros por Carlo Formenti, la economía de la Red se caracteriza por una vasta participación desde abajo (de usuarios, consumidores, activistas de medios, etc.) y por una restricción piramidal en la parte superior, es decir, el papel oligopólico de unas pocas empresas muy grandes (Google, Amazon, etc.). El M5S aparece organizado de una manera similar. Tal vez sea esta analogía entre su forma y la de la economía de la Red lo que explica, en parte, su éxito.

Que este es el modelo, lo sugiere la relación que el M5S establece con los movimientos. En un reciente acto de campaña en Susa, Grillo hizo arriar las banderas “No-Tav” 1 : “Ya no sois un comité de protesta, ahora somos todos ciudadanos.” Ahora os represento yo, es el mensaje. En mi Todo hay también espacio para ti, no es necesario que expreses autónomamente tu punto de vista.

Esta es, de hecho, la relación predominante que Grillo establece con los movimientos cuyas luchas comparte. Rara vez esta relación es un esfuerzo conjunto, un propósito compartido. Con más frecuencia, el M5S trabaja de forma independiente y “paralela” en los mismos temas de los movimientos, tratando de representarlos en el plano electoral y presentando estas luchas como propias.

La idea de ser una Totalidad, la representación de un mundo de ciudadanos indiferenciado en cuanto a la condición social y la orientación política, es lo contrario de la historia y la naturaleza de la Izquierda, basadas en la construcción de una “parcialidad organizada”. La crisis de la propia idea de parcialidad, la aparición de esta “voluntad de Totalidad” es probablemente una de las causas de la crisis histórica de la izquierda.

Grillo también ha desplazado gradualmente hacia la derecha su discurso político, haciendo suyos temas como la protesta contra los impuestos, la asunción del pequeño empresariado como propia referencia social, o la libertad de empresa vista como algo bueno en sí mismo.

En tercer lugar, ajena a la izquierda es también la figura del creador de M5S. La firma Casaleggio y Asociados es una empresa de punta del marketing en red. Su red de relaciones incluye Confindustria, lobbies italianos como Aspen, lobbies internacionales como la American Chamber of Commerce (Cámara estadounidense de comercio), y grandes empresas multinacionales, especialmente de la tecnología de la información y del entretenimiento.

¿Puede un proyecto surgido en este entorno favorecer los intereses de las clases populares? ¿O es plausible pensar que ofrece oportunidades a las élites económicas? La valoración de los resultados electorales del M5S que han hecho los entornos de Goldman Sachs y Confindustria permiten pensarlo.

¿Y pues? El Movimiento 5 Estrellas es tan de izquierdas como de derechas, es tan hiperdemocrático como autoritario. Incluye en sí mismo todas las formas en que la políticas representativas ha sido cuestionadas en los últimos años desde arriba y desde abajo: es a la vez un movimiento social, un partido-empresa y un partido personal.

Contiene en sí la idea de la politización total de la sociedad (“no me votéis, ¡activaos!”) y la idea de una despolitización tecnocrática en la que la administración reemplaza a la política (las capacidades en lugar de las pertenencias). Es profético (la Utopía acrítica de la Red) y antiprofético, es decir, opuesto a la tipología específica de profecía política que es la ideología moderna.

La crisis de la democracia representativa encierra dos resultados posibles: el autoritarismo tecnocrático, quizás decorado con algún elemento participativo; y la democracia participativa. El M5S contiene en sí en ambas posibilidades. Y de esta coparticipación deriva su éxito: las dificultades de una construcción “asambleísta” del proceso de decisión política se obvia por medio del verticismo.

Su éxito indica que, utilizando el lenguaje de Gramsci, en la política contemporánea se da una nueva oscilación de la “guerra de trincheras” (en la que las alternativas políticas se incluyen en el orden existente) a la “guerra de movimientos”, en la que están en juego el orden existente mismo, y las formas generales de la política y la economía.

Este paso abre un nuevo campo de posibilidades a la izquierda. A condición de que sepa cómo jugar a este nivel. De que sepa organizar, junto a su propio modelo de democracia radical, un proyecto global de sociedad. Lo que está en crisis no es sólo la representación sino también el capitalismo.

A este respecto, Grillo no dice (casi) nada: éste es nuestro trabajo, éste es nuestro terreno. Actuar a este nivel significa, en mi opinión, construir un nuevo sujeto plural que sepa federar las luchas por los bienes comunes, el movimiento anti austeridad, las luchas del trabajo, el mundo del trabajo dependiente y el del trabajo “cognitivo”, tratando de construir una alternativa global de sociedad, un proyecto de “democracia de los bienes comunes”, la idea innovadora de un “socialismo del siglo XXI”.

 

1 “No TAV” es un movimiento popular italiano de gran impacto social y mediático, surgido en los años 90 y opuesto al desarrollo de estructuras ferroviarias de alta capacidad y alta velocidad (conocidas como TAV: trenes de alta velocidad), de las que adopta, en negativo, el nombre. De los TAV cuestiona su excesivo coste, escasa utilidad, impacto medioambiental y perjuicios a la salud humana (N. del t.).

Loris Caruso trabaja en la universidad de Milán-Bicocca   como encargado de investigación en material de sociología política. Se ocupa concretamente de los movimientos sociales, los conflictos laborales y la participación política.

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Paco Wojtyla

chiquitinJosé Manuel Martín Medem , periodista.

El primer papa latinoamericano puede ser el peor enemigo de lo mejor de América Latina. Lo sorprendente de su elección confirma que ha sido cuidadosamente preparada. El gran poder político y económico tiene teléfono directo con Dios.

La mafia del Vaticano ha decidido que el enemigo principal son los gobiernos latinoamericanos de soberanía nacional, justicia social e integración regional y ha elegido como Papa a un colaborador de la dictadura militar argentina para enfrentarse a la democratización de América Latina como Wojtyla lo hizo contra el diablo comunista.

Bergoglio dándole la comunión a uno de los mayores asesinos de finales del siglo XX, el dictador Videla.

“No los puedo defender”, les decía Jorge Mario Bergoglio, entonces jefe de los jesuitas en Argentina, a los sacerdotes Orlando Yorio y Francisco Jalics, activistas de la teología de la liberación. El que ahora es el Papa Francisco denunciaba a sus compañeros, también jesuitas, como “comunistas y guerrilleros”. La dictadura militar recibió el mensaje y fueron secuestrados por losescuadrones de la muerte que los llevaron a la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), el santuario de losdesaparecidos. El periodista Horacio Verbitsky, el columnista más leído de Argentina, reunió los testimonios de Yorio y Jalics que coinciden al asegurar que “Bergoglio nos entregó”.

Verbitsky anunció hace tres años, en el diario Página12, de Buenos Aires, lo que denominaba la Operación Cónclave. Bergoglio blanqueaba su imagen hacia el papado con un libro, titulado El Jesuita, que le hicieron dos periodistas purpurados: Sergio Rubin, cronista divino del muy conservador diario Clarín, de la capital argentina, y Francesca Ambrogetti, colaboradora de Radio Vaticana. Un libro dedicado precisamente a defenderse de las acusaciones de haber colaborado con la dictadura militar.

“Hice lo que pude”, es todo lo que dice. Verbitsky había revelado el informe por escrito del embajador de los golpistas en el Vaticano: “Los sacerdotes fueron capturados porque la jerarquía eclesiástica había informado a las Fuerzas Armadas que eran guerrilleros”.

Francisco (Paco) parece un segundo Wojtyla para dirigir ahora la artillería del Vaticano contra la izquierda latinoamericana que no se resigna con la gloria eterna prometida por los poderosos y reduce las desigualdades para que la justicia garantice a las mayorías el buen vivir de la democratización.

El primer papa latinoamericano puede ser el peor enemigo de lo mejor de América Latina. Lo sorprendente de su elección confirma que ha sido cuidadosamente preparada. El gran poder político y económico tiene teléfono directo con Dios.

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Organizarse para la transición anticapitalista

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David Harvey, teórico crítico, geógrafo brítanico

 «Comunistas son todos los que trabajan sin cesar para producir un futuro diferente al que el capitalismo depara. Esta es una definición interesante.Mientras que el comunismo tradicional institucionalizado está muerto y enterrado, según esta definición hay millones de comunistas de facto activos entre nosotros, dispuestos a actuar según sus comprensiones, preparados para consumar de manera creativa los imperativos anticapitalistas. Si, como declaraba el movimiento altermundista de finales de los noventa “otro mundo es posible”, entonces por qué no decimos también “otro comunismo es posible”. Las circunstancias actuales del desarrollo capitalista exigen algo así, si es que queremos lograr un cambio fundamental».

 

La geografía histórica del desarrollo capitalista se encuentra en un punto clave de inflexión en el cual las configuraciones geográficas de poder están cambiando rápidamente en el mismo momento en que la dinámica temporal enfrenta serias limitaciones.

El 3% de crecimiento compuesto anual (usualmente considerada la tasa de crecimiento mínima aceptable para una economía capitalista saludable) es cada vez menos posible de sostener sin recurrir a todo tipo de ficciones (como las que han caracterizado a los mercados de acciones y mercados financieros en las dos últimas décadas).

Existen buenas razones para creer que no hay otra alternativa a un nuevo orden mundial de gobierno que, al fin y al cabo, tendrá que gestionar la transición a una economía de crecimiento cero. Si eso ha de realizarse de manera equitativa, entonces no hay otra alternativa al socialismo o comunismo. Desde finales de los noventa, el Foro Social Mundial se convirtió en el centro de articulación del tema “otro mundo es posible.” Ahora debe asumir la tarea de definir cómo otro socialismo o comunismo es posible y cómo se consumará la transición a estas alternativas. La crisis actual ofrece una oportunidad para reflexionar sobre lo que esto podría implicar.

La crisis actual se originó en las medidas adoptadas para resolver la crisis de los setenta. Estas medidas incluyeron:

El ataque exitoso a las organizaciones laborales y sus instituciones políticas mientras se movilizaba mano de obra global excedente, la implementación de cambios tecnológicos para reducir mano de obra y elevar la competencia. El resultado ha sido la reducción global del salario (disminución de la participación del salario en el PIB total en casi todas partes) y la creación de una reserva laboral descartable, aún más vasta, viviendo en condiciones marginales.

Socavar las estructuras precedentes de poder monopolista y desplazar la fase previa de capitalismo monopólico (de Estado nación) mediante la apertura capitalista a una competencia internacional mucho más salvaje. Intensificar la competencia mundial, traducida en reducir ganancias corporativas no financieras. El desarrollo geográfico desigual y la competencia interterritorial se convirtieron en rasgos fundamentales del desarrollo capitalista, abriendo la brecha hacia un cambio hegemónico de poder, en particular, pero no exclusivamente, en Asia oriental.

Utilizar y habilitar a la forma de capital más fluida y de mayor movilidad –capital dinerario– para reasignar recursos de capital a nivel mundial (con el tiempo, por medio de mercados electrónicos), provocando, así, la desindustrialización en las regiones centrales tradicionales y nuevas formas (ultra opresivas) de industrialización y de extracción de recursos naturales y materias primas agrícolas en los mercados emergentes. El corolario fue aumentar la rentabilidad de las corporaciones financieras y encontrar nuevas formas de globalizar y, supuestamente, absorber riesgos mediante la creación de mercados de capital ficticios.

En el otro extremo de la escala social, esto significó mayor confianza en la “acumulación por desposesión” como medio para aumentar el poder de la clase capitalista. Los nuevos ciclos de acumulación primitiva contra poblaciones indígenas y campesinas fueron aumentados por las pérdidas de bienes de las clases más bajas en las economías centrales (como lo demostró el mercado inmobiliario sub-prime [2] en los Estados Unidos que impuso la enorme pérdida de bienes, principalmente a la población afroamericana).

El aumento de la demanda efectiva, de lo contrario menguada, mediante el impulso de la economía de deuda (gubernamental, corporativa y del mercado interno) hasta su límite máximo (especialmente en los Estados Unidos y el Reino Unido, pero además en muchos otros países de Letonia a Dubai).

La compensación de las tasas de retorno anémicas en la producción por la construcción de toda una serie de mercados- burbuja de activos, la cual tenía la impronta Ponzi [3], culminó con la burbuja inmobiliaria que estalló en agosto de 2007. Estas burbujas de activos se basaron en el capital financiero y fueron facilitadas por las innovaciones financieras como los derivados y las obligaciones de deuda con garantía u obligaciones de deuda colateral.

Las fuerzas políticas que se unieron y movilizaron en pos de estas transiciones tenían un carácter de clase particular y se vestían con las prendas de una ideología distintiva llamada neoliberal. La ideología se basaba en la idea de que los mercados libres, el libre comercio, la iniciativa personal y el espíritu emprendedor eran los mejores garantes de las libertades individuales y de la Libertad absoluta, y que el “Estado niñera” debía ser desmantelado para beneficio de todos. Pero la práctica implicaba que el Estado debía respaldar la integridad de las instituciones financieras, introduciendo así a lo grande (empezando con las crisis de la deuda mexicana y de los países en vías de desarrollo de 1982) al “riesgo moral” en el sistema financiero. El Estado (local y nacional) incluso estaba cada vez más comprometido en proporcionar “un buen clima de negocios” para atraer inversiones en un entorno altamente competitivo.

Los intereses de las personas eran secundarios para los intereses del capital y, en el caso de un conflicto entre ellos, los intereses de las personas fueron sacrificados –como se convirtió en una práctica habitual en los programas de ajuste estructural del Fondo Monetario Internacional (FMI) desde principios de los ochenta en adelante–. El sistema que se ha creado equivale a una verdadera forma de comunismo para la clase capitalista.

Estas condiciones variaban considerablemente, desde luego, dependiendo de en qué parte del mundo se habitara, las relaciones de clase imperantes, las tradiciones culturales y políticas y la forma en que estaba cambiando el equilibrio del poder político-económico.

Entonces, ¿cómo puede la izquierda negociar las dinámicas de esta crisis? En tiempos de crisis, la irracionalidad del capitalismo queda claramente expuesta a la vista de todos. Los excedentes de capital y mano de obra coexisten uno al lado del otro y, aparentemente, no hay manera de volver a juntarlos en medio del sufrimiento humano inmenso y las necesidades insatisfechas.

A mediados del verano de 2009, un tercio de los bienes de capital en los Estados Unidos estaban ociosos, mientras que un 17% de la población económicamente activa estaba o bien desempleada o bien obligada a trabajar medio tiempo, o eran trabajadores “desalentados”. ¡Qué podría ser más irracional que eso!

¿Puede el capitalismo sobrevivir el trauma actual? Sí. Pero ¿a qué costo? Esta pregunta encubre otra. ¿Puede la clase capitalista reproducir su poder ante las dificultades económicas, sociales, políticas y geopolíticas, y medioambientales? Una vez más, la respuesta es un rotundo “sí”. Pero las masas tendrán que entregar los frutos de su trabajo a los poderosos, claudicar a muchos de sus derechos y valores que tanto han costado conseguir, a todo, desde viviendas a derechos de pensión y sufrir degradaciones del medio ambiente, y ni qué decir de la serie de reducciones en su nivel de vida, lo cual significa hambrunas para muchos de los que ya están luchando en los niveles más bajos para sobrevivir. Las desigualdades de clase aumentarán (como ya vemos que está sucediendo). Todo esto puede requerir mucho más que un poco de represión política, violencia policial y control estatal militarizado para reprimir los disturbios.

Dado que gran parte de esto es impredecible y que los espacios de la economía mundial son tan variables, la incertidumbre en cuanto a los resultados se acentúa en tiempos de crisis. Surge toda clase de posibilidades localizadas para que los capitalistas incipientes en algún nuevo espacio aprovechen las oportunidades de desafiar a clases capitalistas anteriores y a hegemonías territoriales (como cuando Silicon Valley sustituyó a Detroit desde mediados de la década del setenta en los Estados Unidos), o para que los movimientos radicales desafíen la reproducción de una ya desestabilizada clase dominante. Decir que la clase capitalista y el capitalismo pueden sobrevivir no significa que estén predestinados a hacerlo, ni tampoco que su signo futuro esté dado con antelación. Las crisis son momentos de paradoja y posibilidades.

Por lo tanto, ¿qué pasará esta vez? Si vamos a volver a un crecimiento del 3%, entonces esto significa que debemos encontrar oportunidades globales de inversión, nuevas y rentables, de 1,6 billones de dólares en 2010, llegando a más de 3 billones de dólares en 2030. Esto contrasta con el 0,15 billón de dólares de nuevas inversiones necesarias en 1950 y el 0,42 billón de dólares necesario en 1973 (las cifras en dólares están reajustadas a la inflación).

Los problemas reales para encontrar salidas adecuadas para el capital excedente comenzaron a surgir después de 1980, incluso con la apertura de China y el derrumbe del bloque soviético. Las dificultades fueron resueltas, en parte, mediante la creación de mercados ficticios donde la especulación con los valores de los activos podía despegar sin obstáculos. ¿Adónde irán todas estas inversiones ahora?

Dejando a un lado las incuestionables limitaciones en la relación con la naturaleza (con el recalentamiento global, de suma importancia), las otras barreras potenciales de la demanda efectiva en el mercado, de tecnologías y de las distribuciones geográficas/geopolíticas tienden a ser profundas, incluso en el supuesto, que es poco probable, de que no se materialice ninguna oposición activa contra la continua acumulación de capital y una mayor consolidación del poder de clase. ¿Qué espacios se dejan en la economía mundial para los nuevos arreglos espaciales para la absorción de excedentes de capital? China y el ex bloque soviético ya se han integrado. Asia, meridional y sudoriental, se está atiborrando rápidamente. África aún no está totalmente integrada, pero no hay otro lugar con la capacidad de absorber todo este excedente de capital. ¿Qué nuevas líneas de producción pueden abrirse para absorber el crecimiento?

Probablemente no haya soluciones capitalistas efectivas de largo plazo (además de revertir las manipulaciones de capital ficticio) a esta crisis del capitalismo. En algún punto, los cambios cuantitativos conducen a cambios cualitativos y tenemos que tomar en serio la idea de que podemos estar exactamente en ese punto de inflexión en la historia del capitalismo. Cuestionar el futuro del capitalismo como un sistema social adecuado debe, por tanto, estar a la vanguardia del debate actual.

Sin embargo, parece haber poco interés en ese debate, incluso entre la izquierda. En su lugar, continuamos oyendo los mismos mantras convencionales, como la perfectibilidad de la humanidad con la ayuda de los mercados libres y el libre comercio, la propiedad privada y la responsabilidad personal, los impuestos bajos y la participación del Estado minimalista en la provisión social, a pesar de que todo esto suena cada vez más hueco.

Surge una crisis de legitimidad. Pero las crisis de legitimación generalmente se desarrollan a un ritmo diferente que el de los mercados de valores. Tomó, por ejemplo, tres o cuatro años para que la caída de la bolsa de 1929 produjera movimientos sociales masivos (tanto progresistas como fascistas), después de 1932 aproximadamente. La intensidad del ejercicio en curso por el poder político para salir de la crisis actual puede tener algo que ver con el temor político de una inminente ilegitimidad.

En los últimos treinta años, sin embargo, se ha visto la aparición de sistemas de gobierno que parecen inmunes a los problemas de la legitimidad e indiferentes, incluso, a la creación de consenso; de la mezcla de autoritarismo, corrupción monetaria de la democracia representativa, vigilancia, patrulla policial y militarización (en particular, mediante la guerra contra el terror) y el control de los medios de comunicación cuyo giro sugiere un mundo en el que tiende a prevalecer el dominio del descontento a través de la desinformación, la fragmentación de las oposiciones y la formación de las culturas de oposición, mediante la promoción de las ONG con el respaldo pleno de la fuerza coercitiva, cuando es necesario.

La idea de que la crisis tuvo orígenes sistémicos es poco discutida en los medios convencionales de comunicación (incluso cuando algunos economistas importantes como StiglitzKrugman y hasta Jeffrey Sachs intentaron robar algunas de las consignas históricas de la izquierda, confesando a una epifanía o dos). La mayoría de los movimientos gubernamentales para contener la crisis en América del Norte y Europa persistió en hacer negocios como de costumbre, lo que se traduce en un apoyo a la clase capitalista.

El “riesgo moral”, que fue el detonante inmediato de los fracasos financieros, llegó al paroxismo en el rescate de la banca. La realidad de las prácticas del neoliberalismo (en oposición a su teoría utópica) siempre supuso el apoyo descarado para el capital financiero y las élites capitalistas (por lo general, con el pretexto de que las instituciones financieras deben ser protegidas a toda costa y que es el deber del poder estatal crear un buen clima de negocios para una actividad lucrativa sólida). Esto no ha cambiado fundamentalmente. Este tipo de prácticas se justifica apelando a la proposición dudosa de que la “pleamar” de la actividad capitalista “levantaría todos los barcos”; por tanto, los beneficios del crecimiento compuesto se repartirían, como por arte de magia, entre toda la población (cosa que nunca se hace, salvo en la forma de unas pocas migajas de la mesa de los ricos).

Entonces, ¿cómo saldrá la clase capitalista de la crisis actual, y cuán rápidamente lo hará? El rebote del mercado de la bolsa de valores de Shangai y Tokio a Frankfurt, Londres y Nueva York es una buena señal, se nos dice, incluso cuando el desempleo, prácticamente en todas partes, sigue en aumento. Pero nótese el sesgo de clase en esa medida. Se nos ha encomendado regocijarnos con el repunte de los valores bursátiles para los capitalistas porque siempre precede, se dice, a un repunte en la “economía real” donde se crean empleos para los trabajadores y se obtienen ingresos.

El hecho de que la última recuperación bursátil en los Estados Unidos después de 2002 resultó ser una “recuperación de desempleados” parece haber sido olvidado. El público anglosajón, en particular, parece estar gravemente afectado con amnesia. Olvida con demasiada facilidad y perdona las transgresiones de la clase capitalista y las catástrofes periódicas que sus acciones precipitan. Los medios de comunicación capitalistas están felices de promover ese tipo de amnesia.

China e India siguen creciendo, la primera a pasos agigantados. Sin embargo, en el caso de China, el costo es una enorme expansión de los préstamos bancarios para proyectos de riesgo (los bancos chinos no se vieron atrapados en el frenesí especulativo mundial, pero ahora lo están continuando). La sobreacumulación de ganancias de la capacidad productiva, que promueve inversiones de infraestructura a un ritmo acelerado y en el largo plazo, cuya productividad no se conocerá hasta dentro de varios años, está en auge (incluso en los mercados inmobiliarios urbanos).

Y la creciente demanda de China está abarcando a las economías que suministran materias primas, como Australia y Chile. La perspectiva de un desplome ulterior en China no puede descartarse, pero puede tomar tiempo percibirlo (una versión a largo plazo de Dubai). Mientras tanto, el epicentro mundial del capitalismo acelera su desplazamiento hacia el este de Asia, principalmente.

En los viejos centros financieros, los jóvenes tiburones financieros tomaron sus bonos de antaño; comenzaron, colectivamente, las instituciones financieras boutique que rodean a Wall Street y a la City de Londres para tamizar, negocios jugosos y empezar una vez más mediante los detritus de los gigantes financieros de ayer. Los bancos de inversión que permanecen en los Estados Unidos –Goldman Sachs y J.P. Morgan–, aunque reencarnados como sociedades de cartera bancarias, están exentos de requisitos legales (gracias a la Reserva Federal) y están obteniendo enormes ganancias (dejando de lado enormes sumas de dinero para sus propias ganancias sobre primas) especulando peligrosamente con el dinero de los contribuyentes en mercados derivados, que continúan en plena expansión y sin reglamentar.

El apalancamiento que nos llevó a la crisis ha vuelto triunfal como si nada hubiera pasado. Están en marcha innovaciones en las finanzas, como las nuevas formas de paquetes de venta de pasivos de capital ficticio que son promovidas y ofrecidas a las instituciones (como los fondos de pensión) desesperadas por encontrar nuevas salidas para el capital excedente. Las ficciones (así como los bonos) ¡han vuelto!.

Los consorcios están comprando propiedades ejecutadas, ya sea esperando un cambio en el mercado antes de liquidar o financiando lotes de alto valor para un momento futuro de reconstrucción activa. Los bancos tienden a acaparar efectivo, en gran parte obtenido de las arcas públicas, también en vistas a reanudar el pago de primas en consonancia con un estilo de vida anterior, mientras que una gran cantidad de empresarios da vueltas esperando aprovechar este momento de la destrucción creativa respaldada por una gran cantidad de fondos públicos.

Mientras tanto, el poder rudo del dinero ejercido por unos pocos socava todas las apariencias de gobernabilidad democrática. La industria farmacéutica, los seguros de salud y los lobbies hospitalarios, por ejemplo, gastaron más de 133 millones de dólares en los tres primeros meses de 2009 para aseverar que se salieron con la suya con la reforma de la salud en los Estados Unidos. Max Baucus, presidente del Comité de Finanzas del Senado, que dio forma al proyecto de ley de salud, recibió 1,5 millones de dólares por un proyecto de ley que ofrece un gran número de nuevos clientes a las compañías de seguros con poca protección contra la explotación despiadada y el lucro desmedido (Wall Street está encantado).

Otro ciclo electoral, legalmente corrupto por el inmenso poder del dinero, pronto estará sobre nosotros. En los Estados Unidos, los partidos de “K Street” y de Wall Street serán debidamente reelegidos mientras que a los trabajadores estadounidenses se los exhorta a encontrar la manera de salir del desastre que la clase dominante ha creado. Hemos estado en situaciones precarias antes, se nos recuerda, y cada vez los trabajadores estadounidenses se arremangaron, se ajustaron el cinturón y salvaron al sistema de una misteriosa mecánica de autodestrucción, de la cual la clase dominante niega toda responsabilidad. La responsabilidad personal es, ante todo, para los trabajadores y no para los capitalistas.

Si este es el esbozo de la estrategia de salida casi con toda seguridad estaremos en otro lío en cinco años. Cuanto más rápido salgamos de esta crisis y cuanto menos exceso de capital se destruya ahora habrá menos cabida para la reactivación de crecimiento activo a largo plazo. La pérdida de valor de los activos en esta coyuntura (mediados de 2009) es, nos informa el FMI, como mínimo de 55 billones de dólares, lo que equivale, casi exactamente, a la producción mundial anual de bienes y servicios. Entonces, ¿cuáles son las alternativas?.

Tiene largo tiempo el sueño de muchos en el mundo en que una alternativa a lai-racionalidad capitalista pueda ser definida, y que se llegue a la racionalidad mediante la movilización de las pasiones humanas en la búsqueda colectiva de una vida mejor para todos. Estas alternativas –llamadas históricamente socialismo o comunismo– han sido intentadas en distintos momentos y lugares. En épocas anteriores, como la década del treinta, la visión de una u otra de ellas funcionaba como un faro de esperanza.

Pero en los últimos tiempos ambas han perdido su brillo, desestimadas no sólo por el fracaso histórico de las experiencias comunistas en hacer honor a sus promesas y por la inclinación de los regímenes comunistas a encubrir sus errores por medio de la represión, sino también debido a sus presupuestos incorrectos con respecto a la naturaleza humana y el potencial de perfectibilidad de la personalidad humana y de las instituciones humanas.

La diferencia entre el socialismo y el comunismo es digna de mención. El socialismo tiene por objeto gestionar democráticamente y regular el capitalismo con el objetivo de apaciguar sus excesos y redistribuir sus bienes para el bien común. Se trata de la redistribución de la riqueza mediante acuerdos en torno a medidas impositivas progresivas, mientras que las necesidades básicas –tales como educación, salud y vivienda– son provistas por el Estado lejos del alcance de las fuerzas del mercado.

Muchos de los principales logros del socialismo redistributivo en el período posterior a 1945, no sólo en Europa sino en otros lugares, han arraigado tanto socialmente como para ser prácticamente inmunes al ataque neoliberal. Incluso en Estados Unidos, Social Security y Medicare son programas extremadamente populares y para las fuerzas de derecha son casi imposibles de proscribir. Los thatcheristas en Gran Bretaña no pudieron modificar la cobertura nacional de salud, salvo marginalmente. La prestación social en los países escandinavos y la mayoría de Europa occidental parece ser un lecho de roca inquebrantable del orden social.

El comunismo, por el contrario, busca desplazar al capitalismo mediante la creación de un modo de producción y distribución de bienes y servicios totalmente diferente. En la historia del comunismo realmente existente, el control social sobre la producción, el intercambio y la distribución significaba el control estatal y la planificación estatal sistemática.

A largo plazo, esto no resultó ser próspero, pero, curiosamente, su conversión en China (y su implementación temprana en lugares como Singapur) ha demostrado ser mucho más exitosa que el modelo neoliberal puro en la generación de crecimiento capitalista, por razones que no pueden ser proporcionadas aquí. Los intentos contemporáneos de revivir la hipótesis comunista usualmente prescinden del control estatal y buscan otras formas de organización social colectiva para desplazar a las fuerzas del mercado y a la acumulación de capital como base para organizar la producción y la distribución. Integrados horizontalmente en red, a diferencia de los sistemas de mando jerárquico, la coordinación de colectivos de productores y consumidores organizados ora de manera autónoma, ora con gobierno propio, se vislumbra como el núcleo de una nueva forma de comunismo.

Las tecnologías de comunicación contemporáneas hacen que este sistema parezca factible. Se pueden encontrar, en todo el mundo, toda clase de experiencias en pequeña escala en la que tales formas económicas y políticas se están construyendo. En esto hay una convergencia de algún tipo entre las tradiciones marxista y anarquista que se remonta, en general, a la situación de colaboración entre ellas de la década de 1860 en Europa.

Aunque nada es seguro, podría ser que el año 2009 marque el inicio de un cambio prolongado en el cual la cuestión de las alternativas al capitalismo, amplias y de mayor alcance, saldrán paso a paso a la superficie en una parte del mundo u otra. Cuanto más tiempo se prolongue la incertidumbre y la miseria más se cuestionará la legitimidad de la manera actual de hacer negocios y la demanda de construir algo diferente se intensificará. Reformas radicales, en oposición a las reformas estilo parches band aid para el sistema financiero, pueden parecer más necesarias.

El desarrollo desigual de las prácticas capitalistas en todo el mundo ha producido, por otra parte, movimientos anticapitalistas en todos lados. Las economías estadocéntricas de gran parte de Asia oriental generan descontentos diferentes (como en Japón y China), comparadas con la agitación de las luchas antineoliberales que ocurren en gran parte de América Latina, donde el movimiento revolucionario bolivariano de poder popular mantiene una relación particular con los intereses de clase capitalista que aún tienen que ser verdaderamente enfrentados.

Las diferencias sobre las tácticas y políticas en respuesta a la crisis entre los Estados que conforman la Unión Europea están aumentando, incluso cuando está en marcha un segundo intento de llegar a una constitución europea unificada. Movimientos revolucionarios y decididamente anticapitalistas también se encuentran en muchas de las zonas marginales del capitalismo, aunque no todos ellos son de un tipo progresivo.

Se han abierto espacios en los que puede prosperar algo radicalmente diferente en términos de relaciones sociales dominantes, de estilos de vida, de capacidades productivas y concepciones mentales del mundo.

Esto se aplica tanto a los talibanes y al régimen comunista en Nepal como a los zapatistas en Chiapas, los movimientos indígenas en Bolivia y los movimientos maoístas en la India rural, aun cuando ellos vivan en mundos separados en lo que hace a objetivos, estrategias y tácticas.

El problema central es que, en conjunto, no hay un movimiento anticapitalista decidida y suficientemente unificado que adecuadamente pueda impugnar la reproducción de la clase capitalista y la perpetuación de su poder en el escenario mundial. Tampoco hay una forma obvia de atacar los bastiones de privilegios de las élites capitalistas o de poner freno a su desmesurado poderío financiero y militar. Si bien existen aperturas hacia un posible orden social alternativo, en realidad, nadie sabe dónde está ni qué es. Pero sólo porque no hay ninguna fuerza política capaz de articular y mucho menos de construir su programa, ello no es razón para claudicar en la proyección de alternativas.

La famosa pregunta de Lenin, “¿qué hacer?”, no se puede responder, por cierto, sin una idea de quiénes pueden hacerlo y dónde. Sin embargo, un movimiento anticapitalista global es poco probable que surja sin cierta visión de lo que hay que hacer y por qué. Existe un bloqueo doble: la falta de una visión alternativa evita la formación de un movimiento de oposición, mientras que la ausencia de tal movimiento se opone a la articulación de una alternativa. ¿Cómo puede ser superado este bloqueo, entonces?

La relación entre la visión de lo que está por hacerse y por qué y la formación de un movimiento político en lugares específicos para hacerlo tiene que convertirse en una espiral. Cada una tiene que reforzar a la otra si hay algo realmente por hacer. De lo contrario, la oposición potencial estará por siempre confinada a un círculo cerrado que frustrará todas las perspectivas de un cambio constructivo, dejándonos vulnerables a la perpetua crisis del futuro del capitalismo con resultados cada vez más mortíferos. La pregunta de Lenin exige una respuesta.

El problema central que debe abordarse es suficientemente claro. El crecimiento sostenido por siempre no es posible, y los problemas que han afectado al mundo en estos últimos treinta años señalan que se avecina el límite para la acumulación de capital y que no podrá ser superado sin crear ficciones, poco o nada duraderas.

Añádase a esto el hecho de que muchas personas en el mundo viven en condiciones de pobreza extrema y que la degradación del medio ambiente, que está fuera de control, ofende la dignidad humana por doquier; mientras que los ricos acumulan más riqueza (el número de multimillonarios de la India se duplicó el año pasado, de 27 a 52) y las palancas de poder político, institucional, judicial, militar y de los medios de comunicación están bajo su estricto control político, sino dogmático, siendo incapaces de hacer mucho más que perpetuar el statu quo y el descontento frustrante.

Una política revolucionaria que enfrente la acumulación ilimitada de capital compuesto y que finalmente la desactive como el principal motor de la historia humana requiere una comprensión sofisticada de cómo se produce el cambio social. El fracaso de esfuerzos anteriores para construir un socialismo y comunismo duraderos debe ser evitado y las lecciones de esa historia, enormemente complicada, deben ser aprendidas. Sin embargo, también debe ser reconocida la necesidad absoluta de un movimiento revolucionario anticapitalista coherente. El objetivo fundamental de dicho movimiento social es asumir el mando tanto de la producción como de la distribución de excedentes.

Necesitamos urgentemente una teoría revolucionaria adecuada a nuestros tiempos. Propongo una “teoría co-revolucionaria” derivada de la comprensión de lo postulado por Marx acerca de cómo el capitalismo surgió del feudalismo. El cambio social emerge mediante el despliegue dialéctico de las relaciones entre los siete momentos del cuerpo político del capitalismo visto como un conjunto, o como un conjunto de actividades y prácticas: las formas tecnológicas y organizacionales de la producción, intercambio y consumo; las relaciones con la naturaleza; las relaciones sociales entre las personas; las concepciones mentales del mundo que abarcan conocimientos, saberes culturales y creencias; los procesos específicos de trabajo y producción de bienes, geografías, servicios o afectos; convenios institucionales, legales y gubernamentales; y la conducta en la vida cotidiana que sustenta la reproducción social.

Cada uno de estos momentos es internamente dinámico y está intrínsecamente marcado por tensiones y contradicciones (basta pensar en las concepciones mentales del mundo), pero todos ellos son co-dependientes y co-evolucionan interrelacionadamente. La transición al capitalismo implica un movimiento de apoyo mutuo a través de los siete momentos. Las nuevas tecnologías no pudieron ser identificadas y practicarse sin nuevas concepciones mentales del mundo (incluidas aquellas en relación con la naturaleza y las relaciones sociales). Los teóricos sociales tienen la costumbre de tomar sólo uno de los momentos y vislumbrarlo como la “bala de plata” que causa todo cambio.

Tenemos los deterministas tecnológicos (Tom Friedman), deterministas ambientales (Jarad Diamond), deterministas de la vida cotidiana (Paul Hawkins), deterministas de los procesos de trabajo (autonomistas), los institucionalistas, y así sucesivamente. Todos están equivocados. Es el movimiento dialéctico a través de todos estos momentos lo que realmente cuenta, aun cuando haya un despliegue desigual en ese movimiento.

Cuando el capitalismo se somete a una de sus fases de renovación lo hace precisamente por la co-evolución de todos los momentos, obviamente, no sin tensiones, luchas, peleas y contradicciones. Pero consideremos cómo estos siete momentos se configuraban alrededor de 1970, antes de la aparición neoliberal, y consideremos cómo se ven ahora y sabrán que todos han cambiado de manera tal que redefinen las características operativas del capitalismo visto como una totalidad no hegeliana.

Un movimiento político anticapitalista puede empezar en cualquiera de estos momentos (en los procesos de trabajo, alrededor de concepciones mentales, en la relación con la naturaleza, en las relaciones sociales, en el diseño de tecnologías y formas de organización revolucionarias, en la vida cotidiana o por medio de intentos de reformar las estructuras institucionales y administrativas, como así también la reconfiguración de los poderes del Estado).

El truco es mantener el movimiento político desplazándose de un momento a otro mediante el refuerzo mutuo. Así fue como el capitalismo surgió del feudalismo y así es como algo radicalmente diferente que se llama comunismo, socialismo o lo que sea necesario, surgirá del capitalismo.

Los intentos anteriores de crear una alternativa socialista o comunista, fatalmente, no lograron mantener la dialéctica del movimiento entre los diferentes momentos y no lograron distinguir imprevistos e incertidumbres en el movimiento dialéctico entre ellos. El capitalismo ha sobrevivido precisamente por mantener el movimiento dialéctico entre esos momentos y zanjar de manera constructiva las tensiones inevitables, incluidas las crisis que han resultado.

El cambio surge, por supuesto, de un estado de cosas existente y tiene que aprovechar las posibilidades inmanentes de una situación existente. Dado que la situación actual varía enormemente de Nepal a las regiones del Pacífico, de Bolivia a las ciudades desindustrializadas de Michigan y a las ciudades aún en auge de Mumbai y Shangai y a los sacudidos, pero de ningún modo destruidos, centros financieros de Nueva York y Londres, todo tipo de experimentos de cambio social en diferentes lugares y en diferentes escalas geográficas son probables y potencialmente reveladores como formas de hacer (o no hacer) otro mundo posible. Y en cada instancia puede parecer que uno u otro aspecto de la situación actual es la clave para un futuro político diferente. Pero la primera regla para un movimiento anticapitalista global debe ser nunca confiar en la dinámica del despliegue de un momento sin calibrar, cuidadosamente, cómo se están adaptando las relaciones con todos los otros y cómo reverberan.

Las posibilidades futuras viables surgen del estado de relaciones existente entre los diferentes momentos. Las intervenciones políticas estratégicas dentro y a través de las esferas pueden gradualmente mover el orden social hacia un camino de desarrollo diferente. Eso es lo que los líderes sabios e instituciones de avanzada hacen todo el tiempo en situaciones localizadas, así que no hay razón para pensar que existe algo particularmente fantástico o utópico en cuanto a actuar de esta forma.

La izquierda debe buscar construir alianzas entre y a través de aquellos que trabajan en las diferentes esferas. Un movimiento anticapitalista tiene que ser mucho más amplio que grupos movilizándose en torno a las relaciones sociales o en torno a las cuestiones de la vida cotidiana en sí mismas. Las hostilidades tradicionales entre, por ejemplo, aquellos con pericia técnica, científica y administrativa, y aquellos que animan a los movimientos sociales en las bases, tienen que resolverse y superarse. Ahora tenemos a mano, en el caso del movimiento en torno al cambio climático, un ejemplo significativo sobre cómo tales alianzas pueden comenzar a funcionar.

En esta instancia, la relación con la naturaleza comienza a despuntar, pero todo el mundo piensa que algo tiene que ceder en todos los demás momentos, y aunque hay un cierto tipo de política fantasiosa que quisiera ver la solución como puramente tecnológica, se hace más evidente cada día que la vida cotidiana, las concepciones mentales, los arreglos institucionales, los procesos de producción y las relaciones sociales tienen que estar involucradas. Y todo esto personifica un movimiento que para reestructurar la sociedad capitalista en su totalidad debe confrontar la lógica de crecimiento en que subyace el problema, en primer lugar.

En cualquier movimiento de transición, sin embargo, debe haber al menos algunos objetivos comunes. Algunas normas generales pueden establecerse como guía.

Éstas podrían incluir (y las menciono aquí meramente para ser discutidas) respeto a la naturaleza, igualitarismo radical en las relaciones sociales, arreglos institucionales basados, en algún sentido, en el interés y la propiedad común, procedimientos administrativos democráticos (contrarios a los esquemas monetizados fraudulentos que existen hoy), procesos de trabajo organizados por procedimientos directos, la vida cotidiana como libre exploración de nuevos tipos de relaciones sociales y acuerdos de convivencia, concepciones mentales enfocadas en la autorrealización en servicio a los demás e innovaciones tecnológicas y organizativas orientadas hacia la búsqueda del bien común en lugar del apoyo al poderío militar, la vigilancia y el egoísmo corporativo. Estos serían puntos co-revolucionarios en torno a los cuales la acción social podría converger y girar. ¡Por supuesto que es utópico! ¡Y qué! No podemos darnos el lujo de no serlo.

Permítanme detallarles un aspecto particular del problema que se plantea en el lugar donde trabajo. Las ideas tienen consecuencias y las ideas falsas pueden tener consecuencias devastadoras. Políticas fallidas basadas en el pensamiento económico erróneo desempeñaron un papel crucial tanto en el período previo a la debacle de la década del treinta como en la aparente incapacidad de encontrar una salida adecuada. Aunque no hay acuerdo entre los historiadores y los economistas en cuanto a cuáles políticas fracasaron exactamente, se acordó que la estructura del conocimiento mediante el cual la crisis se entendía necesitaba ser revolucionada. Keynes y sus colegas llevaron a cabo esa tarea.

Pero a mediados de la década del setenta se hizo evidente que las herramientas de la política keynesiana ya no funcionaban, por lo menos en la forma en que se estaban aplicando, y fue en este contexto que el monetarismo, la teoría de la oferta y los (bellísimos) modelos matemáticos de los comportamientos de mercados microeconómicos suplantaron, a grandes rasgos, el pensamiento macroeconómico keynesiano. El estrecho marco teorético monetarista y neoliberal, que dominó a partir de 1980, hoy es cuestionado. De hecho, ha fracasado estrepitosamente.

Necesitamos nuevas concepciones mentales para entender el mundo. ¿Cuáles podrían ser esas y quién las producirá, dado el malestar sociológico e intelectual que se cierne sobre la producción de conocimiento y la difusión (igualmente importante) más general? Las concepciones mentales profundamente arraigadas asociadas a las teorías neoliberales, a la neoliberalización y corporativización de las universidades y los medios de comunicación no han jugado un papel menor en la producción de la crisis actual. Por ejemplo, toda la cuestión de qué hacer con el sistema financiero, el sector bancario, el nexo entre el Estado y la financiación y el poder de los derechos de propiedad privada no puede ser abordada sin salir de los marcos del pensamiento convencional.

Para que esto suceda se necesita una revolución en el pensamiento, en lugares tan diversos como las universidades, los medios de comunicación y el gobierno, así como dentro de las propias instituciones financieras.

Karl Marx, quien bajo ningún aspecto estuvo inclinado a abrazar el idealismo filosófico, sostuvo que las ideas son una fuerza material en la historia. Las concepciones mentales constituyen, después de todo, uno de los siete momentos de su teoría general del cambio revolucionario. La evolución autónoma y los conflictos internos sobre qué concepciones mentales han de ser hegemónicas, por tanto, tienen un papel histórico importante.

Es por esta razón que Marx (junto con Engels) escribió El manifiesto comunistaEl capital y otras innumerables obras. Estas obras ofrecen una crítica sistemática, aunque incompleta, del capitalismo y su tendencia a las crisis. Pero como Marx insistió, sólo cuando estas ideas críticas fueran trasladadas al campo de los arreglos institucionales, formas de organización, sistemas de producción, la vida cotidiana, las relaciones sociales, las tecnologías y relaciones con la naturaleza, el mundo realmente cambiaría.

Dado que la meta de Marx era cambiar el mundo, y no meramente comprenderlo, las ideas tuvieron que ser formuladas con una profunda intención revolucionaria. Esto condujo inevitablemente a un conflicto con los modos de pensamiento más atractivos y útiles para la clase dominante. El hecho de que las ideas del conflicto en Marx, especialmente en los últimos años, han sido objeto de represiones repetidas y exclusiones (por no hablar de bowdlerizaciones y tergiversaciones en abundancia), sugiere que sus ideas pueden ser muy peligrosas de tolerar para las clases dominantes.

Aunque Keynes declaró repetidamente que él nunca había leído a Marx, estaba rodeado e influenciado en la década del treinta por mucha gente (al igual que su colega economista Joan Robinson) que sí lo habían leído. Si bien muchos de ellos se opusieron ruidosamente a los conceptos fundacionales de Marx y su modo dialéctico de razonar, eran plenamente conscientes de, y estaban profundamente afectados por, algunas de sus conclusiones más esclarecidas. Es justo decir, creo, que la revolución de la teoría keynesiana no se podría haber llevado a cabo sin la presencia subversiva de Marx al acecho.

El problema en esta época es que la mayoría de las personas no tiene idea de quién fue Keynes y lo que realmente defendió, mientras que el conocimiento acerca de Marx es insignificante. La represión de las corrientes críticas y radicales del pensamiento, o para ser más exactos, el acorralamiento del pensamiento radical dentro de los límites del multiculturalismo y las políticas de identidad y elección cultural crean una situación lamentable en la academia y fuera de ella, que no difiere en principio del hecho de tener que pedirles a los banqueros que hicieron el lío que lo limpien con exactamente las mismas herramientas que usaron para crearlo.

La adhesión generalizada a las ideas posmodernas y posestructuralistas que celebran lo particular, a expensas de un pensamiento amplio, no ayuda. Sin duda, lo local y lo particular son de vital importancia y las teorías que no pueden abarcar, por ejemplo, la diferencia geográfica, son más que inútiles. Pero cuando este hecho se utiliza para excluir a todo aquello mayor que la política parroquial, entonces es total la traición de los intelectuales y la derogación de su papel tradicional.

La población actual de académicos, intelectuales y expertos en ciencias sociales y humanidades está por lo general mal equipada para realizar la tarea colectiva de revolucionar nuestras estructuras de conocimiento. De hecho, han estado profundamente implicados en la construcción de los nuevos sistemas de la gobernabilidad neoliberal que evade preguntas acerca de la legitimidad y la democracia e impulsa una políticatecnocrática autoritaria. Pocos parecen predispuestos a participar en la reflexión autocrítica. Las universidades siguen promoviendo los mismos cursos inútiles sobre economía neoclásica o teoría política de elección racional como si nada hubiera sucedido y las escuelas de negocios, tan presumidas, sólo tienen que añadir un par de cursos sobre ética empresarial o de cómo hacer dinero con las quiebras de otra gente. Después de todo, ¡la crisis surgió de la codicia humana, y no hay nada que se pueda hacer acerca de eso!.

La estructura actual de conocimientos es claramente disfuncional y evidentemente ilegítima. La única esperanza es que una nueva generación de estudiantes perceptivos (en el sentido amplio de todos aquellos que buscan conocer el mundo) lo vea claramente e insista en cambiarlo.

Esto sucedió en la década del sesenta. En varios puntos críticos de la historia, los estudiantes inspiraron movimientos, reconociendo la disyunción entre lo que sucede en el mundo y lo que se les enseña y muestra desde los medios de comunicación, y estuvieron dispuestos a hacer algo al respecto. Hay indicios de tal movimiento, desde Teherán hasta Atenas y en muchas universidades europeas. Cómo actuará la nueva generación de estudiantes en China, seguramente, debe ser motivo de profunda preocupación en los pasillos del poder político en Beijing.

Un movimiento liderado por estudiantes, revolucionario y juvenil, con todas sus incertidumbres y problemas evidentes, es condición necesaria pero no suficiente para producir esa revolución en las concepciones mentales que nos pueda llevar a una solución más racional de los problemas actuales del crecimiento ilimitado.

En términos más amplios, ¿qué pasaría si un movimiento anticapitalista fuese constituido a partir de una amplia alianza entre los alienados, los descontentos, los marginados y los desposeídos? La imagen de todas esas personas por todas partes, que se levantan, exigen y alcanzan un lugar apropiado en la vida social, política y económica, está sucediendo de hecho. También ayuda a concentrarse en la cuestión de qué es lo que pueden demandar y qué es lo que hay que hacer.

Las transformaciones revolucionarias no se pueden lograr sin un mínimo cambio en nuestras ideas, sin abandonar las creencias apreciadas y prejuicios, sin dejar diversas comodidades diarias y derechos, someterse a algún nuevo régimen de vida cotidiana, cambiar nuestros roles políticos y sociales, reasignar nuestros derechos, deberes y responsabilidades y modificar comportamientos para ajustarse mejor a las necesidades colectivas y de una voluntad común.

El mundo que nos rodea –nuestras geografías– debe ser radicalmente reformado al igual que nuestras relaciones sociales, la relación con la naturaleza y todos los otros momentos del proceso co-revolucionario. Es comprensible, hasta cierto punto, que muchos prefieran una política de negación a una política de confrontación activa con todo esto.

También sería reconfortante pensar que todo esto se podría lograr de manera pacífica y voluntaria, que nos despojaríamos, nos desharíamos, por así decirlo, de todo lo que poseemos ahora y que se interpone en el camino de la creación de un mundo socialmente más justo, un orden social estable. Sin embargo, sería ingenuo imaginar que esto podría ser así, que no habrá una lucha activa, incluyendo un cierto grado de violencia.

El capitalismo vino al mundo, como Marx dijo una vez, bañado en sangre y fuego. Aunque sería posible hacer un trabajo mejor para salir de él que aquel que hiciéramos cuando entramos en él, las probabilidades están fuertemente en contra de cualquier pasaje puramente pacífico a la tierra prometida.

Hay tantas corrientes facciosas en el pensamiento de la izquierda como formas de abordar los problemas que ahora enfrentamos.

Tenemos, en primer lugar, el sectarismo habitual derivado de la historia de la acción radical y las articulaciones de la teoría política de izquierda. Curiosamente, el único lugar donde la amnesia no es tan frecuente es dentro de la izquierda (las divisiones entre los anarquistas y los marxistas que ocurrieron hacia 1870; entre trotskistas, maoístas y comunistas ortodoxos; entre los centralizadores que quieren el comando del Estado y los autonomistas y anarquistas antiestatalistas). Los argumentos son tan acerbos y facciosos como para hacernos pensar, a veces, que más amnesia no vendría mal.

Pero más allá de estas sectas revolucionarias tradicionales y facciones políticas, todo el campo de la acción política ha sufrido una transformación radical desde mediados de la década del setenta. El terreno de la lucha política y de las posibilidades políticas ha cambiado, tanto geográfica como organizacionalmente.

En la actualidad, hay un gran número de ONG que juegan un papel político que apenas era visible antes de mediados de la década del setenta. Financiadas tanto por el Estado como por los intereses privados, pobladas a menudo por pensadores idealistas y organizadores (lo que constituye, en sí, un vasto programa de empleo), y en su mayor parte dedicadas a problemáticas individuales (medio ambiente, pobreza, derechos de la mujer, lucha contra la esclavitud y los trabajos de trata, etc.) se abstienen de políticas anticapitalistas directas incluso cuando defienden ideas y causas progresistas.

En algunos casos, sin embargo, son activamente neoliberales, participando en la privatización de las funciones del Estado de Bienestar o fomentando reformas institucionales para facilitar la integración de las poblaciones marginadas en los mercados (sistemas de microcrédito y microfinanciación para la población de bajos ingresos son un ejemplo clásico de esto).

Mientras que hay muchos profesionales radicales, y muy dedicados, en este mundo de las ONG, su trabajo es el mejor de los paliativos. En conjunto, tienen un registro confuso de logros progresivos, aunque en ciertas instancias, tales como los derechos de la mujer, el cuidado de la salud y la preservación del medio ambiente, pueden proclamar, razonablemente, que han hecho importantes contribuciones al mejoramiento humano.

Pero el cambio revolucionario por las ONG es imposible. Están demasiado ajustadas a la política y a las posturas políticas de sus donantes. Por eso, aunque en el apoyo a la promoción local ayudan a abrir espacios donde las alternativas anticapitalistas son posibles e incluso apoyan la experimentación con tales alternativas no hacen nada para prevenir la absorción de estas alternativas por la práctica capitalista dominante: incluso la fomentan.

El poder colectivo de las ONG en estos momentos se refleja en el papel dominante que desempeñan en el Foro Social Mundial, donde se han concentrado durante los últimos diez años los intentos por forjar un movimiento de justicia global, una alternativa global al neoliberalismo.

La segunda gran tendencia de la oposición surge de los anarquistas, autonomistas y organizaciones de base, que rechazan financiamiento externo, incluso cuando algunos de ellos se basan en instituciones alternativas (tales como la Iglesia Católica, con su iniciativa de “comunidad de base” en América Latina para ampliar el patrocinio de la iglesia a la movilización política en los centros urbanos de los Estados Unidos). Este grupo está lejos de ser homogéneo (de hecho, hay fuertes disputas entre ellos, picas, por ejemplo, la de los anarquistas sociales contra los que tildan cáusticamente como de mero “estilo de vida” anarquista).

Hay, sin embargo, una antipatía común de negociación con el poder del Estado y un énfasis en la sociedad civil como la esfera donde el cambio se puede lograr.

El poder de autoorganización de las personas en las situaciones cotidianas que viven debe ser la base para cualquier alternativa anticapitalista.La creación de redes horizontales es su modelo de organización preferido. Las llamadas “economías solidarias”, basadas en el trueque, sistemas de producción colectiva y local o regional, son su forma político-económica preferida.

Normalmente se oponen a la idea de que cualquier dirección central podría ser necesaria y rechazan las relaciones sociales jerárquicas o las estructuras jerárquicas de poder político, junto con los partidos políticos convencionales. Organizaciones de este tipo se pueden encontrar en todas partes y en algunos lugares han alcanzado un alto grado de prominencia política.

Algunos de ellos son radicalmente anticapitalistas en su postura y defienden objetivos revolucionarios y en algunos casos están dispuestos a defender el sabotaje y otras formas de disturbios (reflejos de las Brigadas Rojas en Italia, la Baader Meinhoff en Alemania y el Weather Underground en los Estados Unidos, en la década del setenta). Pero la eficacia de todos estos movimientos (dejando de lado sus franjas más violentas) está limitada por su resistencia y su incapacidad de convertir su activismo en formas de organización a gran escala capaces de enfrentar problemas globales.

La presunción de que la acción local es el único nivel de cambio significativo y que cualquier cosa que huela a jerarquía es contrarrevolucionaria se torna autodestructiva cuando se trata de cuestiones mayores. Sin embargo, estos movimientos proporcionan, incuestionablemente, una base amplia para la experimentación con políticas anticapitalistas.

La tercera posición o tendencia general está dada por la transformación que viene ocurriendo en la organización laboral tradicional y en los partidos políticos de izquierda, que van desde las tradiciones sociales democráticas a formas más radicales, trotskista y comunista, de organización de partidos políticos. Esta tendencia no es hostil a la conquista del poder estatal o a las formas jerárquicas de organización.

De hecho, se refiere a este último como necesario para la integración de la organización política mediante una variedad de escalas políticas. En los años en que la socialdemocracia era hegemónica en Europa y aún influyente en los Estados Unidos, el control estatal sobre la distribución del excedente se convirtió en una herramienta crucial para reducir las desigualdades.

El hecho de no tener el control social sobre la producción de excedentes y, por lo tanto, impugnar realmente el poder de la clase capitalista, era el talón de Aquiles de este sistema político, pero aunque no debemos olvidar los avances que se hicieron, ahora es claramente insuficiente volver a ese modelo político con su asistencialismo social y la economía keynesiana. El movimiento bolivariano en América Latina y el ascenso al poder estatal de los gobiernos socialdemocráticos progresistas son uno de los signos más esperanzadores de la reanimación de una nueva forma de estatismo de izquierda.

Tanto los sindicatos como los partidos políticos de izquierda han sufrido algunos golpes duros en el mundo capitalista avanzado durante los últimos treinta años. Ambos han sido o bien convencidos o bien forzados a un amplio apoyo al proceso neoliberal, aunque con un rostro algo más humano.

Una forma de mirar al neoliberalismo, como se ha señalado, es como a un movimiento muy revolucionario y muy grande (encabezado por la autoproclamada figura revolucionaria, Margaret Thatcher) encargado de privatizar los excedentes o de al menos prevenir más su socialización.

Si bien hay algunos signos de recuperación tanto de la organización laboral como de las políticas de izquierda (a diferencia de “la tercera vía”, celebrada por el nuevo laborismo en Gran Bretaña bajo la égida de Tony Blair y desastrosamente copiada por muchos partidos socialdemócratas en Europa) junto con los signos de la aparición de los partidos políticos más radicales en diferentes partes del mundo, depender exclusivamente de una vanguardia de trabajadores está ahora en cuestión como lo está la capacidad de los partidos izquierdistas que ganan un poco de acceso al poder político para tener un impacto sustantivo en el desarrollo del capitalismo y hacer frente a la dinámica problemática de la propensión a la crisis de la acumulación.

La actuación del Partido Verde Alemán en el poder ha sido poco estelar en relación con su postura política fuera del poder, y los partidos socialdemócratas han perdido completamente el camino de una verdadera fuerza política. Sin embargo, los partidos políticos de izquierda y los sindicatos todavía son importantes y su toma de posesión de aspectos del poder estatal, como el Partido de los Trabajadores en Brasil o el movimiento bolivariano en Venezuela, ha tenido un claro impacto en el pensamiento de izquierda, no sólo en América Latina. El problema complicado de cómo interpretar el papel del Partido Comunista Chino, con su control exclusivo sobre el poder político, y cuáles podrían ser sus políticas futuras, no es fácil de resolver tampoco.

La teoría co-revolucionaria descripta con antelación sugiere que no hay forma de que un orden social anticapitalista pueda construirse sin tomar el poder del Estado, transformándolo radicalmente y reconstruyendo el marco constitucional e institucional que actualmente consolida la propiedad privada, el sistema de mercado y la acumulación ilimitada de capital.

La competencia interestatal y las luchas neoeconómicas y geopolíticas por todo, desde el comercio y el dinero hasta las preguntas sobre hegemonía, son demasiado importantes como para dejarlas libradas a los movimientos sociales locales o como para dejarlas de lado por ser demasiado grandes para contemplar. Cómo será reelaborada la arquitectura de los vínculos de la financiación estatal junto con la cuestión inevitable de la medida del valor dado por el dinero son preguntas que no pueden ser ignoradas en la búsqueda de construir alternativas a la economía política capitalista. No tener en cuenta al Estado y a la dinámica del sistema interestatal es, por lo tanto, una idea ridícula de aceptar para cualquier movimiento anticapitalista revolucionario.

La cuarta tendencia general está constituida por todos los movimientos sociales que no estén guiados por alguna filosofía política en particular o tendencias, sino por la necesidad pragmática de resistir el desplazamiento y el despojo (mediante el aburguesamiento, el desarrollo industrial, la construcción de represas, la privatización del agua, el desmantelamiento de servicios sociales y las oportunidades de educación pública, o lo que sea).

Esta instancia focaliza en la vida cotidiana en la ciudad, pueblo, aldea o en lo que provea una base material para la organización política contra las amenazas que las políticas estatales y los intereses capitalistas invariablemente plantean a las poblaciones vulnerables. Estas formas de protesta política son masivas.

Una vez más, hay una amplia gama de movimientos sociales de este tipo, algunos de los cuales pueden radicalizarse con el tiempo a medida que sean cada vez más conscientes de que los problemas son sistémicos y no particulares y locales.

La puesta en común de esos movimientos sociales en alianzas por las tierras –como la Vía Campesina, el Movimiento Sin Tierra (MST) de campesinos de Brasil o los campesinos en la India que se movilizan contra la apropiación de tierra y recursos por parte de las corporaciones capitalistas– o en contextos urbanos –el derecho a la vida digna en la ciudad y los movimientos de recuperación de tierras en Brasil y ahora en los Estados Unidos– sugiere que el camino puede estar abierto para crear alianzas más amplias, para debatir y confrontar a las fuerzas sistémicas que sustentan las particularidades del aburguesamiento, la construcción de represas, la privatización o lo que sea. Más pragmáticos antes que impulsados por preconceptos ideológicos, estos movimientos, sin embargo, pueden llegar a entendimientos sistémicos desde su propia experiencia.

En la medida en que muchos de ellos coexisten en el mismo espacio, como dentro de la metrópoli, pueden (como supuestamente sucedió con los trabajadores de las fábricas en las primeras etapas de la revolución industrial) hacer causa común y empezar a forjar, sobre la base de su propia experiencia, una conciencia de cómo funciona el capitalismo y qué es lo que colectivamente se podría hacer. Este es el terreno donde tiene mucho que decir la figura del “intelectual orgánico”, que es muy representativa y parte fundamental en la obra de Antonio Gramsci, los autodidactas que llegan a entender el mundo inmediato a través de experiencias difíciles pero que forman su comprensión del capitalismo en general.

Escuchar a los líderes campesinos del MST en Brasil o a los dirigentes del movimiento anticorporativo de apropiación de tierras en la India es una educación privilegiada. En este caso, la tarea de alienados y descontentos educados es ampliar la voz subalterna de manera tal que se pueda prestar atención a las circunstancias de explotación y represión y a las respuestas que se pueden formar en un programa de lucha anticapitalista.

El quinto epicentro para el cambio social reside en los movimientos emancipatorios en torno a cuestiones de identidad –mujeres, niños, homosexuales, razas y minorías étnicas y religiosas demandan un mismo lugar bajo el sol– junto con la amplia gama de movimientos medioambientales que no son explícitamente anticapitalistas.

Los movimientos que reclaman emancipación en cada uno de estos temas son geográficamente desiguales y a menudo están espacialmente divididos en términos de necesidades y aspiraciones, pero las conferencias mundiales sobre los derechos de la mujer (Nairobi en 1985, que condujo a la declaración de Beijing de 1995) y el anti-racismo (la conferencia más polémica fue la de Durban en 2009) están tratando de encontrar un terreno común, como es cierto también de las conferencias del medio ambiente y no hay duda de que las relaciones sociales están cambiando a lo largo de todas estas dimensiones por lo menos en algunas partes del mundo.

Cuando son enunciados en estrechos términos esencialistas, estos movimientos pueden parecer antagónicos a la lucha de clases. Ciertamente, en gran parte de la academia se arrogan un lugar de privilegio a expensas del análisis de clase y la economía política, pero la feminización de la fuerza laboral global, la feminización de la pobreza en casi todas partes y el uso de las diferencias de género como medio de control laboral hacen que la emancipación y la eventual liberación de la mujer de sus represiones sea una condición necesaria para enfocar más definidamente la lucha de clases. La misma observación se aplica a todas las otras formas de identidad donde se encuentran la discriminación o la represión pura y simple.

El racismo y la opresión de mujeres y niños fueron fundacionales para el surgimiento del capitalismo, pero el capitalismo, tal como en la actualidad se constituye, en principio, puede sobrevivir sin estas formas de  discriminación y opresión, aunque su capacidad política para hacerlo se vería gravemente disminuida, si no herida de muerte, frente a una fuerza de clase más unificada.

El abrazo modesto del multiculturalismo y los derechos de la mujer dentro del mundo corporativo, especialmente en los Estados Unidos, aporta algunas pruebas del alojamiento del capitalismo en estas dimensiones del cambio social (incluyendo el medio ambiente), aun cuando hace hincapié en la relevancia de las divisiones de clase como principal dimensión de acción política.

Estas cinco grandes tendencias no son mutuamente excluyentes o exhaustivas de las plantillas de organización para la acción política.

Algunas organizaciones combinan perfectamente los aspectos de las cinco tendencias. Pero hay mucho trabajo por hacer para unir a estas tendencias en torno a la cuestión subyacente: ¿puede cambiar el mundo material, social, mental y políticamente, de tal manera que sea enfrentado no sólo el mal estado de las relaciones sociales y naturales en muchas partes del mundo sino también la persistencia del crecimiento compuesto ilimitado? Esta es la pregunta que deben insistir en preguntar los alienados y descontentos, una y otra vez, incluso cuando aprenden de los que experimentan el dolor directo y por lo cual son tan adeptos a organizar resistencias a las graves consecuencias del crecimiento compuesto.

Los comunistas, Marx y Engels, afirmaban en su concepción original, expresada en El manifiesto comunista, no tener partido político. Simplemente se constituyen en todo momento y en todo lugar como aquellos que comprenden los límites, fracasos y tendencias destructivas del orden capitalista, así como las innumerables máscaras ideológicas y legitimaciones falsas que los capitalistas y sus apologetas (particularmente en los medios de comunicación) producen para perpetuar su poder singular de clase.

Comunistas son todos los que trabajan sin cesar para producir un futuro diferente al que el capitalismo depara. Esta es una definición interesante.Mientras que el comunismo tradicional institucionalizado está muerto y enterrado, según esta definición hay millones de comunistas de facto activos entre nosotros, dispuestos a actuar según sus comprensiones, preparados para consumar de manera creativa los imperativos anticapitalistas.

Si, como declaraba el movimiento altermundista de finales de los noventa “otro mundo es posible”, entonces por qué no decimos también “otro comunismo es posible”. Las circunstancias actuales del desarrollo capitalista exigen algo así, si es que queremos lograr un cambio fundamental.

 

NOTAS


[1] Conferencia pronunciada en el Foro Social Mundial de 2010, Porto Alegre. Traducción de Eugenia Cervio.

[2] Hipotecas de alto riesgo [N. de la T.].

[3] Carlo Ponzi (1882-1948), precursor de una estafa financiera denominada Esquema de Ponzi, que consiste en ofrecer a los inversores intereses extraordinarios, que al comienzo son pagados rigurosamente y finalmente defraudados [N. del E.].

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De un viejo rojo asombrado… a los que no salen de su asombro

Francisco-Fernandez-Buey_ARAIMA20120825_0130_24«Marx dijo  (ya de joven pero también de viejo) que para acabar con esa noria exasperante de las formas repetitivas de la cultura burguesa hacían falta una revolución y otra cultura».

Francisco Fernández Buey

Veo los telediarios de estos días y oigo lo que se dice en tertulias radiofónicas y televisivas y no logro salir del asombro. Veo en el centro del Imperio a las gentes ricas resucitar el viejísimo “ojo por ojo”, blandir la sagrada bandera de los que nos han contado el cuento de que el mercado no tiene banderas y jalear los bombardeos de poblaciones civiles en nombre de la libertad y de la democracia mientras invocan a un viejo dios.

Veo, al otro lado del mundo, a las gentes pobres que se manifiestan en protesta contra los otros blandiendo las mismas banderas que les han hecho pobres, llamando a la guerra santa contra los infieles e invocando al viejo dios de un viejo libro.

Y oigo, en las provincias del Imperio, a intelectuales que un día fueron laicos y hasta “rojos” ponerse comprensivos con “esta guerra justa”, alabar las religiones no fundamentalistas (como si hubiera habido alguna que no lo haya sido), recomendar la lectura del Corán a destiempo, comprometerse incluso a construir mezquitas a cuenta del estado laico y negociar con los imanes el futuro manual de la buena conducta del inmigrante integrado.

¿Era esto lo que llamaban posmodernidad?

Tiempos hubo, a los que Chaplin llamaba modernos, en que las guerras se mencionaban por su nombre (hasta cuando eran “frías”), los inmigrantes eran conocidos con el nombre de trabajadores, los sindicatos no diferenciaban a los trabajadores por sus creencias religiosas y los intelectuales no aspiraban a sustituir a los Papas ni a los Emires sino que cultivaban el análisis, la crítica, la cultura laica, el antibelicismo, los valores de la Ilustración.

¡Que venga Marx y lo vea! Aquellos tiempos no volverán, desde luego. Pero podrían volver al menos sus ideas para ayudarnos a salir del asombro.

Para los nuevos esclavos de la época de la economía global (que, según dice el profesor de Surrey, Kevin Bales, andarán rondando los treinta millones), para los proletarios que están obligados a ver el mundo desde abajo (un tercio de la humanidad) y para unos cuantos miles de personas sensibles que han decidido mirar el mundo con los ojos de estos otros (y sufrirlo con ellos), el viejo Marx todavía tiene algunas cosas que decir. Incluso después de que su busto cayera de los pedestales que para su culto construyeron los adoradores de otros tiempos. ¿Qué cosas son esas? ¿Qué puede quedar vigente en la obra del viejo Marx después de que renegaran de él hasta aquellos que habían construido Estados en su nombre y de que llegara la nueva era de las banderas y de las religiones globalizadas?

Aunque Marx sea ya un clásico del pensamiento socioeconómico y del pensamiento político, todavía no es posible contestar a esas preguntas al gusto de todos, como las contestaríamos, tal vez, en el caso de algún otro clásico de los que caben en el canon. Y no es posible, porque Marx fue un clásico con un punto de vista muy explícito en una de las cosas que más dividen a los mortales: la valoración de las luchas entre las clases sociales.

Esto obliga a una restricción cuando se quiere hablar de lo que todavía haya de vigente en Marx. Y la restricción es gruesa. Hablaremos de vigencia sólo para los asombrados, para los que siguen viendo el mundo desde abajo, con los ojos de los desgraciados, de los esclavos, de los proletarios, de los humillados y ofendidos de la Tierra. No hace falta ser marxista para tener esa mirada, por supuesto, pero sí hace falta algo de lo que no andamos muy sobrados últimamente: compasión para con las víctimas de la globalización neoliberal (que es a la vez, como se está viendo, capitalista, precapitalista y posmoderna).

Para éstos, Marx sigue tan vigente como Shakespeare para los amantes de la literatura. Y tienen sus razones. Voy a dar algunas de las razones de que podrían aducir estos seres anónimos que sólo aparecen en los media debajo de las estadísticas y en las páginas de sucesos.

Marx dijo (en el volumen primero de El Capital y en otros lugares) que aunque el capitalismo ha creado por primera vez en la historia la base técnica para la liberación de la humanidad, sin embargo, justamente por su lógica interna, este sistema amenaza con transformar las fuerzas de producción en fuerzas de destrucción. La amenaza se ha hecho realidad. Y ahí seguimos.

Marx dijo (en el volumen primero de El Capital y en otros lugares) que todo progreso de la agricultura capitalista es un “progreso” no sólo en el arte de depredar al trabajador sino también, y al mismo tiempo, en el arte de depredar el suelo; y que todo progreso en el aumento de la fecundidad de la tierra para un plazo determinado es al mismo tiempo un “progreso” en la ruina de las fuentes duraderas de esa fecundidad. Ahora, gracias a la ecología y al ecologismo, sabemos más de esa ambivalencia. Pero los millones de campesinos proletarizados que sufren por ella en América Latina, en Asia y en África han aumentado.

Marx dijo (en el Manifiesto comunista y en otros lugares) que la causa principal de la amenaza que transforma las fuerzas productivas en fuerzas destructivas y mina así las fuentes de toda riqueza es la lógica del beneficio privado, la tendencia de la cultura burguesa a valorarlo todo en dinero, el vivir en las “gélidas aguas del cálculo egoísta”. Millones de seres humanos, en África, Asia y América, experimentan hoy que esas aguas son peores, en todos los sentidos (no sólo el metafórico) que las que tuvieron hace años. Lo confirman los informes anuales de la ONU.

Marx dijo (en un célebre discurso a los obreros londinenses) que el carácter ambivalente del progreso tecnocientífico se acentúa de tal manera bajo el capitalismo que obnubila las conciencias de los hombres, aliena al trabajador en primera instancia y a gran parte de la especie humana por derivación; y que en este sistema “las victorias de la ciencia parecen pagarse con la pérdida de carácter y con el sometimiento de los hombres por otros hombres o por su propia vileza”. Lo dijo con pesar, porque él era un amante de la ciencia y de la técnica. Pero, visto lo visto en el siglo XX y lo que llevamos de siglo XXI, también en esto acertó.

Marx dijo (en los Grundrisse y en otros lugares) que la obnubilación de la consciencia y la extensión de las alienaciones producen la cristalización repetitiva de las formas ideológicas de la cultura, en particular de dos de sus formas: la legitimación positivista de lo existente y la añoranza romántica y religiosa.

Ojeo los periódicos de ese inicio de siglo y me veo, y veo a los pobres desgraciados del mundo, ahí mismo, en la misma noria, entre esas dos formas de obnubilación de la conciencia: jaleando por millones a Papas o a Emires que condenan los anticonceptivos en la época del SIDA, matándose en nombre de dioses que dejaron de existir después de Auschwitz y consumiendo por millones la última inutilidad innecesaria mientras otros muchos más millones se mueren de hambre.

Marx dijo (ya de joven pero también de viejo) que para acabar con esa noria exasperante de las formas repetitivas de la cultura burguesa hacían falta una revolución y otra cultura. No dijo esto por amor a la violencia en sí ni por desprecio de la alta cultura burguesa, sino sencillamente con la convicción de que los de arriba no cederán graciosamente los privilegios alcanzados y con el convencimiento de que los de abajo también tienen derecho a la cultura. Han pasado ciento cincuenta años. Inútilmente se ha intentado por varias vías que los de arriba cedieran sus privilegios, pero todos esos intentos han fracasado.

Y cuando los de abajo han hecho realidad su derecho a la cultura los de arriba han empezado a llamar cultura a otra cosa. De esa constatación nace el fundamento de la revolución.

Como Marx sólo conoció los comienzos de la globalización y como era, además, una pizca eurocéntrico, cuando hablaba de revolución pensaba en Europa. Y cuando hablaba de cultura pensaba en la proletarización de la cultura ilustrada. Ahora, en el siglo XXI, para hablar con propiedad, habría que hablar de la necesidad de una revolución mundial. Y para hablar de cultura, habría que valorar lo que ha habido de bueno en las culturas de los “pueblos sin historia”.

Como de momento no se puede hablar en serio de esto, porque quienes podrían hacerlo no tienen ni siquiera las proteínas necesarias para ello, las gentes, en general, vuelven sus ojos nuevamente hacia las religiones. Lo que no se dicen es que las religiones siguen siendo, como cuando vivía Marx, “el suspiro de la criatura abrumada”, “el sentimiento de un mundo sin corazón”, “el espíritu de los tiempos sin espíritu”.

A esa mirada sobre el mundo desde abajo la llamó Marx “materialismo histórico”. No hay duda de que desde entonces se han producido otras miradas, tal vez más más finamente expresadas. La pregunta que deberíamos hacernos, al menos los que estamos asombrados por lo que vemos ahora, es esta: ¿Hemos producido algo que dé más esperanza a los que no tienen nada o, en el asombro, vamos a pasarnos?

 

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