Monserrat Galcerán. Militante social, ensayista y profesora de Filosofía
“Nuestro problema no es solamente que estemos gobernados por unos mangantes, es más amplio y complejo y tiene que ver con cómo articular una democracia real del 99% echando mano para ello de todos los instrumentos a nuestro alcance, desde los espacios territoriales a las redes virtuales. Un cambio de caras, aunque sea la de un rey, es una minucia en todo ello”.
El sábado 23F, tras volver de la manifestación en Madrid, no paraba de darle vueltas al mismo asunto: tantísimas personas ahí reunidas y tan poco eco en los medios, ninguna reacción por parte del poder instituido.
Me preguntaba qué hace falta para romper ese muro. Pero luego pensé que la cuestión no está ahí: lo que está fallando es la propia lógica de la representación política, por tanto, la solución no puede estar en el propio espacio de la representación, sino que hay que cuestionarlo, desafiarlo y rebasarlo.
El grito de “no nos representan”, mil veces coreado en las manifestaciones, pone de relieve esa ruptura, pero la propia expresión tiene dos sentidos distintos. Por una parte afirma que los representantes políticos no conectan con las exigencias ciudadanas, sirven a otros intereses, funcionan como “aparatos de captura” de una riqueza social que se apropian en beneficio propio, dando lugar a una corrupción rampante.
Por otra, insinúa que los/as ciudadanos/as no precisamos de ‘esta’ representación. Que podemos necesitar delegados o voceros, personas que faciliten los procesos de decisión y que establezcan enlaces entre unos sectores y otros, pero el propio grito hace estallar la dicotomía fácil entre gobernantes y gobernados o políticos profesionales y ciudadanos rasos.Es todo el sistema de partidos el que está saltando por los aires, abriendo un espacio inédito para reinventar la política
A su vez la lógica de la representación funciona a partir de dos principios: por un lado reduce los componentes de la sociedad a meros individuos abstractos, a los que considera como simples unidades numéricas. Se supone que éstos no tienen capacidades de autoorganización, sino que están aislados y desperdigados en el campo social; y que los partidos los preorganizan en función de marcos ideológicos.
La ley electoral establece el modo en el que esa masa amorfa es configurada de acuerdo a los criterios partidarios: las personas votarán en función de sus preferencias por una u otra formación electoral, pero su capacidad de incidencia se restringirá a elegir entre las opciones dadas, de modo que se les impida toda creatividad política y toda incidencia real en la solución de los problemas.
Por el otro lado, el poder político constituido se presenta siendo a la vez el ‘todo’ y la ‘parte’. Los políticos profesionales son una parte del sistema socio-político en la medida en que sus agentes no son todos y cualquiera de los ciudadanos, sino que incluye sólo aquellos cuya competencia ha sido reconocida y ‘legitimada’: los miembros de los partidos políticos, especialmente si están en el poder; los diputados o consejeros, las autoridades pertinentes.
Pero en función de la lógica de la representación pretenden ser también el todo, puesto que cada uno de ellos es como si hablara por boca de todos y por tanto el mapa político electoral pretende funcionar como un calco, más o menos adecuado, del mapa sociopolítico distribuido según los colores políticos. Cuando, de hecho, el primero es un sistema de encuadramiento del segundo y no una mera representación suya. Una pretendida lógica de adecuación oculta la disimetría sobre la que se sustenta la violencia de la representación.
Ahora bien, si en situaciones habituales esta restricción ya era desilusionante, no digamos ahora cuando la crisis hace estallar todo el edificio. Es todo el sistema de partidos el que está saltando por los aires abriendo un espacio inédito para reinventar la política.
Los poderes constituidos se oponen a ello con todas sus fuerzas, reduciendo la cuestión a un dilema simple: “O nosotros o el caos”. Para ellos, en ausencia de un ‘gobierno fuerte’ que responda a las directrices establecidas, el campo social se vuelve ‘ingobernable’. Mientras que en nuestra percepción el campo social se autoorganiza: se generan diversos procesos de agregación de grupos, colectivos, conjuntos ya articulados de ciudadanos que disponen de cierta organización en función de su territorio, su sector laboral, sus afinidades, etc.
Una manifestación multitudinaria no es un conjunto abigarrado de individuos/as. Se pueden distinguir los grupos territoriales, los grupos sectoriales, a veces con sus banderas y sus signos distintivos, la gente de los colectivos a que uno o una pertenece. Es expresión de un tejido sostenido por una actividad continua de comunicación a través de las redes sociales que nos mantiene informadas continuamente.
Por consiguiente, pienso que es erróneo seguir entendiendo los movimientos sociales de forma preferentemente defensiva, como si carecieran de dimensiones propositivas, las cuales estarían reservadas a los agentes políticos tradicionales. Diversas iniciativas actuales, como por ejemplo las asociaciones de afectados por las hipotecas, nos muestran otro camino: en vez de sólo exigir que se resuelvan los problemas, dejando esa resolución al buen saber y entender de los responsables políticos, desarrollan los mínimos que debe cumplir una solución aceptable para la gran mayoría de la población, esa que designamos como el 99%. Para eso ponen en juego un ‘saber experto’ que es resultado de varios años de enfrentarse a los problemas y de intentar soluciones provisionales.
Ateniéndonos a esta especie de plantilla, creo que estamos en condiciones de formular un programa democrático común en el que deberían figurar ciertos mínimos, sin los cuales no dejaremos de movilizarnos. Entre ellos colocaría una renta básica o salario mínimo de 600 euros, la negativa a seguir pagando la deuda bajo el principio de “no debemos, no pagamos”; y la exigencia de educación y sanidad públicasy de calidad.
Con estas exigencias como base mínima podríamos iniciar procesos de confluencia por medio de los cuales ocupáramos y desbordáramos las instituciones que actualmente nos gobiernan, desmantelando
aquellos resortes que nos bloquean y encauzando los recursos para la solución de los problemas.
Aun así y a pesar de toda la determinación por nuestra parte, un proceso como éste puede chocar con maniobras desconcertantes que deriven las cuestiones hacia caminos ya trillados. Entre ellas se sitúan las intrigas palaciegas que, un día sí y otro también, ocupan las cabeceras de los periódicos y que pretenden que la monarquía escape al descrédito cambiando un rey por otro. ¡Qué pobres astucias ante la gravedad de la crisis! Operan como si quisieran repetir un sortilegio: si la democracia fue deudora de un rey, la regeneración lo será del otro.
Para las mareas, este juego de manos tiene muy escaso valor. No porque en su momento no haya que encarar el problema de monarquía o república, sino porque la situación exige que se abra un horizonte político nuevo tanto a nivel nacional como regional-europeo.
Nuestro problema no es solamente que estemos gobernados por unos mangantes, es más amplio y complejo y tiene que ver con cómo articular una democracia real del 99% echando mano para ello de todos los instrumentos a nuestro alcance, desde los espacios territoriales a las redes virtuales. Un cambio de caras, aunque sea la de un rey, es una minucia en todo ello.