El post-Podemos: contrapoder o “movimiento popular” a golpe de silbato

Artículos

descarga (1)Emmanuel Rodríguez, Historiador y Sociólogo.

Es necesario invertir radicalmente las prioridades: el partido como táctica e instrumento subordinado, el movimiento como estrategia y sujeto político. Desde esta perspectiva, la debilidad de los gobiernos y del partido del cambio, aparece menos como un fracaso que como una oportunidad.

“Nosotros o el caos”, este ha sido el título del reciente programa de Fort Apache sobre la “coyuntura española”. En esta tertulia, Pablo Iglesias lamentaba la actual fase de la política parlamentaria como una situación de nulidad, bloqueo e impotencia. Se podrá decir que Pablo se ha caído de un guindo. Pero en honor a la verdad de ese guindo nos hemos caído todos. O por decirlo de manera más precisa, la trampa del “cretinismo parlamentario” (o de sucedáneo de éxito, el “gobiernismo”) ha resultado casi mortal para las fuerzas que en su momento apostaron por la vía institucional.

Sin duda, hay quien todavía insistirá —Errejón a la cabeza, pero también Pablo, las mayorías de Podemos y tantos otros— que el límite del ciclo político ha sido no haber “tocado” gobierno, o al menos no haberlo tocado suficientemente. Se nos quiere explicar así, que se carece de suficientes diputados para condicionar al PSOE; que para que haya cambio es preciso protagonizar un “gobierno del cambio”; que el problema de los gobiernos municipales, es que son gobiernos débiles y en minoría; que si dispusieran de mayorías suficientes, otro gallo cantaría. Lo curioso es que esa “impotencia” se produce tras atravesar la mayor crisis política del país desde los años setenta y cabalgar la mayor ola de movilización social también desde esa década.

Sea como sea, para los líderes del partido del cambio el problema sigue estando en el gobierno: el Estado, una vez más, se nos presenta como la única palanca posible o imaginada para una transformación. La izquierda española continúa siendo “estatista”, en todas sus versiones: populista, post-carrillista, neo-socialista. Se cree lo del Estado aun cuando no haya nada a su alrededor (la derecha desde luego funciona con otros criterios) que opere sobre la premisa Estado = monopolio de lo político. Por lo que parece, caerse de un guindo no sólo es traumático, sino también necesario.

Por eso es necesario insistir una y otra vez, que si lo que se pretende son transformaciones reales, la “toma del Estado” es sólo una parte, y no la más importante, de un proceso mucho más complejo. Contraejemplo reciente es el de Syriza. La llegada al gobierno con mayoría holgada, acabó para los helenos en derrota política, manifiesta en la burocratización exprés del partido y, bofetada mediante, la genuflexión repetida a los dictados de la Troika. Quien piense que por mucho que el peso de nuestra economía sea mayor, con Podemos en el gobierno las cosas hubieran ido mejor, debería recordar que la cultura política, la consistencia ética y la capacidad intelectual contenida en Syriza era superior, en muchos enteros, a la reunida en Podemos.

Pero sigamos. Azorados por esta impotencia, todos y ninguno de los líderes del “partido plebeyo” nos llevan meses bombardeando con una nueva consigna: lo llaman “movimiento popular”. Término extraño, “lo popular” en el Estado español suena algo destemplado y extemporáneo. Más allá de las “comidas populares”, de las fiestas de barrio y de las imágenes de “otra gente” (más pobre y con menos estudios) distinta a la de los políticos y activistas de clase media, no se sabe muy bien qué refiere. En cierto modo, el término “movimiento popular” es honesto: refleja la total incapacidad para reconocer los sujetos sociales que podrían dirigir la protesta en este rincón del sur de Europa; refleja nuestra propia indigencia intelectual y política. Y al mismo tiempo constata el mayor déficit del ciclo político reciente, déficit por cierto agravado en este fase de asalto a los cielos.

Y es que la nueva política cuenta con los dedos de una mano las “instituciones”, no populares sino sencillamente de activación política y social, puestas en marcha en estos años. Baste constatar que las Moradas apenas funcionan; que el acceso a las instituciones se ha traducido no en más movimiento social sino en menos, tal y como muestra la disminución paulatina de centros sociales en la ciudad gobernada por Ahora Madrid; que los espacios de nuevo sindicalismo probados en el ciclo 15M (como la PAH y el movimiento por la vivienda, o recientemente los “manteros”) viven al margen cuando no en contra de los partidos del cambio, etc.

Sin embargo, no podemos pensar esta paradoja en términos de contradicción, para la dirección del cambio no la hay. Lo decía sin retruécano alguno, apenas ayer, el siempre claro Íñigo Errejón: “Necesitamos movimientos populares pero no de resistencia, no de queja, sino para apoyar nuestros ayuntamientos”. Para que se entienda bien, necesitamos peña, un ejército activado con el botón del aplausómetro o de la indignación según convenga, que haga realidad el sueño de que estando en la institución, y sólo estando en la institución, se cambian las cosas.

Puede que hoy este debate nos resulte algo abstruso y difícil, pero atraviesa el corazón de la abroncada historia de la revuelta moderna. Así por ejemplo, en la década de 1890, pero sobre todo a partir de 1905, la oleada de huelgas que atravesó Europa con centro en los dos extremos del continente modificó por completo las posibilidades políticas de la época. Este movimiento removió los asientos de las burocracias sindicales y partidarias de la II Internacional, hasta el punto de que pareció posible, de nuevo, hablar de revolución. De aquella oleada de huelgas, surgió la izquierda socialdemócrata, que luego formaría las distintas variantes del comunismo, y sobre todo el sindicalismo revolucionario, cuyos ejemplos más notorios fueron la primera CGT en Francia, la CNT y la fuerza migrante y multinacional de los IWW, los wooblies.

De aquella ola surgió también una institución “popular”, el soviet o consejo, prefiguración de lo que podía ser otra política y otro Estado (sin Estado). Tanto fue el impacto, que quien todavía pasa por padre y santón de los estrategas comunistas, V. I. Lenin, tardó varios meses en asimilar que no sería el partido y la intelligentsia quienes daría los contenidos a la revolución rusa, sino el soviet convertido en su “núcleo popular”. Desgraciadamente, a la luz de los hechos posteriores, tampoco lo entendió muy bien.

El motivo histórico nos plantea pues la tarea: tenemos que buscar y saber encontrar nuestros “soviets”. Estos no van a corresponder con la imagen de grandes fábricas ocupadas y asambleas de miles de obreros. Tampoco parece que, al menos por el momento, vaya a dar lugar a una gran organización social al modo del viejo sindicato revolucionario. Desde luego difícilmente se va a reconocer en partidos improvisados y basados en una estrategia mediática. No obstante, existen fragmentos, embriones, rastros de esa nueva institucionalidad popular en las recientes experiencias de las Mareas, en los grupos de vivienda, en los centros sociales, en los activismos varios, en los experimentos de nuevo sindicalismo, y no sólo estrictamente laboral, en los feminismos, los ecologismos, en la larga trayectoria de los movimientos migrantes, en los sindicatos manteros, y un largo, larguísimo etcétera de realidades de autoorganización extendidas por todo el territorio.

De todas formas, afirmar que sin movimiento no hay política, no supone desprecio alguno a las posiciones institucionales conquistadas, sólo implica que es necesario devolverlas a su verdadero lugar como instrumento de una contra-sociedad en crecimiento, que aspira a ser cada vez más rica e inteligente. Para ello es necesario invertir radicalmente las prioridades: el partido como táctica e instrumento subordinado, el movimiento como estrategia y sujeto político. Desde esta perspectiva, la debilidad de los gobiernos y del partido del cambio, aparece menos como un fracaso que como una oportunidad.

Por primera vez en años tenemos un interlocutor reformista y débil, que golpeado adecuadamente dirigirá su acción allí donde luchas y conflictos lo consideren más útil. La opción parece sencilla: aprovechemos esta ventaja, sin dejarnos contaminar por el espantoso hedor que desprende toda burocracia empeñada en sus luchas internas. Y aprovechémosla sin dejarnos seducir por la imagen deslumbrante de la conquista de un Estado, que sabemos cada vez más impotente, y que si no forma parte de un proceso más amplio y profundo (de un cambio que en cierto modo ha sucedido ya) no servirá más que como purito recambio de élites.

 

Facebooktwitterlinkedinrssyoutube
Facebooktwitterredditpinterestlinkedinmail