¡No apto para cardíacos!

Artículos Debates Internacional

por Slavoj Zizek

«…Una verdadera izquierda toma en serio una crisis, sin ilusiones, pero como algo inevitable, una oportunidad que debe ser aprovechada al máximo. El punto de partida básico de una izquierda radical es que, aunque las crisis sean dolorosas y peligrosas, son inevitables y el terreno en el que las batallas tienen que ser libradas y ganadas…»

 

En mayo de 2010, estallaron en Grecia grandes manifestaciones después de que el gobierno anunciara las medidas de austeridad que tenía que adoptar para cumplir con las condiciones de la Unión Europea para recibir el capital de rescate destinado a evitar un colapso financiero estatal.

Dos relatos se impusieron durante estos acontecimientos: el del establishment euro-occidental dominante ridiculizaba a los griegos como gente corrupta y floja, malgastadora e ineficiente, acostumbrada a vivir del apoyo de la UE ; por su parte, la izquierda griega veía en las medidas de austeridad un intento más del capital financiero internacional de desmantelar los últimos restos del Estado de Bienestar griego y subordinarlo a los dictados del capital global. Si bien estos relatos poseen una pizca de verdad (y hasta coinciden en su condena de la corrupción de la clase política y dirigente), ambos son fundamentalmente falsos.

El relato del establishment europeo esconde el hecho de que el gran préstamo dado a Grecia será usado para pagar la deuda con los grandes bancos europeos: la verdadera meta de la medida es ayudar a la banca privada puesto que, si el Estado griego cae en bancarrota, aquella será afectada seriamente.

El relato de la izquierda atestigua una vez más la miseria de la izquierda actual: no hay ningún contenido programático positivo en su protesta, sólo un rechazo generalizado a cualquier medida que ponga en riesgo el Estado de Bienestar. (Sin mencionar el hecho poco placentero de que la voluminosa deuda haya pagado también por los privilegios de la clase obrera “común”.)

El misterio subyacente es que todos saben que el Estado griego no pagará y no podrá pagar nunca la deuda: en un extraño gesto de fantasía colectiva, se ignora el obvio absurdo de la proyección financiera en la que se basa el préstamo. La ironía, claro, es que la medida puede sin embargo funcionar en su objetivo inmediato de estabilizar el Euro: lo que importa en el capitalismo de hoy es que los agentes actúen a partir de su creencia en sus posibilidades futuras, aún si realmente no creen en ellas y no las toman en serio.

Esta ficcionalización va de la mano con su aparente contrario: la naturalización despolitizada de la crisis y de las medidas regulatorias propuestas. Estas medidas no son presentadas como decisiones basadas en alternativas políticas, sino como algo impuesto por una lógica económica neutral: si queremos que nuestra economía se estabilice, simplemente tenemos que hacer lo que se nos pide y aguantar el trago amargo…

Sin embargo, no se debe ignorar, otra vez, la fracción de verdad inscrita en esta argumentación: si nos mantenemos dentro de los confines del sistema capitalista global, medidas como estas son entonces realmente necesarias: la verdadera utopía no es un cambio radical del sistema, sino la idea de que se puede mantener un Estado de Bienestar DENTRO del sistema.

El desacreditado Fondo Monetario Internacional (FMI) aparece, así, desde cierta perspectiva, como un neutral agente de la disciplina y del orden, y, desde otra, como un opresivo agente del capital global.

En ambas perspectivas hay un momento de verdad: no se puede ignorar la dimensión del Superego en la manera en que el FMI trata a sus Estados clientes: mientras los reprende y castiga por sus deudas, al mismo tiempo les ofrece nuevos préstamos que todos saben no podrán pagar, ahogándolos aún más en el círculo vicioso de una deuda que genera más deuda.

Por otro lado, la razón por la que esta estrategia del Superego funciona es que el Estado beneficiario del préstamo, totalmente consciente de que nunca tendrá que pagar la deuda en su totalidad, espera –en última instancia- beneficiarse del préstamo. (Sin mencionar la conciencia de que no hay forma de salir del círculo vicioso: si un Estado se aparta del tutelaje del FMI, se expone a la tentación de quedar atrapado en la afección inflacionaria del libre gasto estatal).

Se oye a menudo que el verdadero mensaje derivado de la crisis griega es que no solamente el Euro, sino el proyecto mismo de una Europa unida están muertos. Pero antes de aceptar esta afirmación general debería añadírsele un giro leninista: Europa está muerta, bien, pero ¿qué Europa?

La respuesta es: la Europa post-política de la acomodación al mercado mundial, la Europa que fue repetidamente rechazada en referendos, la Europa experto- tecnocrática de Bruselas. La Europa que se exhibe como la representante de la fría razón europea frente la pasión y corrupción griegas, la que enfrenta lo matemático a lo patético.

Por muy utópico que parezca, hay todavía un espacio para otra Europa, una Europa re-politizada, una Europa fundada en un proyecto emancipatorio compartido, una Europa que dio a luz a la antigua democracia griega, a la Revolución Francesa y a la de Octubre. Es por eso que se debería evitar la tentación de reaccionar a la crisis económica actual con una retirada y retroceso hacia los Estados nacionales plenamente soberanos, en definitiva presas fáciles de ese capital internacional que flota libremente y que puede hacer que un Estado se enfrente a otro.

Más que nunca, la respuesta a cada crisis debería ser todavía MÁS internacionalista y universalista que la universalidad del capital global. La idea de resistir el capital global en nombre de la defensa de identidades étnicas particulares es más suicida que nunca, con el espectro del Juche de Corea del Norte acechando en los alrededores.

Mientras que el descontento popular ha traído consigo el descrédito de la entera clase política griega y el país se acerca a un vacío de poder, existe la posibilidad de que la izquierda (pero ¿qué izquierda y cómo?) tome directamente el poder del Estado. Aquí, sin embargo, comienzan los verdaderos problemas: ¿qué puede hacer la izquierda en semejante situación, con una Grecia agobiada por una deuda que no va a poder pagar nunca, una economía en crisis que depende intensamente del turismo (que, precisamente, sería catastróficamente afectado si un rompimiento con la Unión Europea llegara a ocurrir), etc.?

El peligro radica, claro, en que el sistema capitalista (si nos permitimos esta personificación) permita, entusiasta, que la izquierda asuma el poder y luego se asegurara de que Grecia acabe en un caos económico destinado a servir de lección frente a toda tentación similar futura. Sin embargo, si efectivamente hay una oportunidad de tomar el poder, la izquierda debería aprovecharla y confrontar los problemas, haciendo lo que mejor se pueda de una mala situación (renegociar la deuda y movilizar la solidaridad europea y el apoyo popular hacia su predicamento).

La tragedia de la política es que no habrá nunca un “buen” momento para tomar el poder: la oportunidad de acceder al poder se presentará siempre en el peor momento posible (de debacle económica, catástrofe ecológica, inestabilidad civil, etc.), cuando la clase política dirigente pierde su legitimidad y la amenaza fascista-populista ronda amenazante.

Algo está claro: después de décadas de Estado de Bienestar (o su promesa), en las que los recortes financieros estaban limitados a periodos cortos y justificados por la promesa de que las cosas volverían a la normalidad pronto, estamos entrando a un nuevo periodo en el que la crisis –o más bien, una especie de estado económico de emergencia-, con la necesidad de todo tipo de medidas de austeridad (recorte de las prestaciones sociales, reducción de los servicios gratuitos de salud y educación, inseguridad laboral cada vez mayor, etc.) es permanente y se está convirtiendo en una constante, convirtiéndose en una forma de vida.

Aquí, la izquierda se enfrenta a la tarea difícil de insistir en que estamos hablando de economía política, que no hay nada “natural” en semejante crisis, que el sistema global económico existente se sostiene en una serie de decisiones políticas, insistencia que no debe dejar, al mismo tiempo, de estar totalmente consciente de que, hasta ahora, al seguir dentro del sistema capitalista, violar en exceso sus reglas causa efectivamente colapsos económicos, puesto que el sistema obedece a su propia lógica pseudo-natural.

Entonces, aunque estemos entrando claramente en una fase de explotación ampliada, que es a su vez facilitada por las condiciones del mercado global (tercerización, etc.), deberíamos también tener presente que esta explotación ampliada no es el resultado de un malvado plan tramado por capitalistas, sino que deriva de las urgencias impuestas por el funcionamiento del sistema mismo, siempre al borde del colapso financiero.

Es por esto que hubiera sido totalmente equivocado llegar a la conclusión, a partir de la crisis actual, de que lo mejor que la izquierda puede hacer es esperar que la crisis sea limitada, y que el capitalismo continúe garantizando un relativo alto nivel de vida para un creciente número de gente: una extraña política radical cuya mayor esperanza radica en que las circunstancias continúen haciéndola inoperante y marginal… Esta parece ser la conclusión de Moishe Postone y algunos de sus colegas: puesto que cada una de las crisis que abre un espacio a la izquierda radical también permite un recrudecimiento del antisemitismo, es mejor para nosotros apoyar el capitalismo triunfante y esperar que no haya crisis.

Llevado a su conclusión lógica, este razonamiento supone que, en última instancia, el anticapitalismo es, en tanto tal, antisemita. Es en contra de semejante razonamiento que se tiene que leer el lema de Badiou:“mieux vaut un désastre qu’un désêtre”: se tiene que correr el riesgo que exige la fidelidad a un Evento, aunque el Evento acabe en un “oscuro desastre”.

El mejor indicador de la falta de confianza en sí misma de la izquierda de hoy es su miedo a la crisis: esa izquierda teme perder su cómoda posición de crítica totalmente integrada al sistema, no dispuesta a perder nada. Por lo que, más que nunca, el viejo lema de Mao Ze Dong es pertinente:“Todo bajo el sol está en un caos absoluto; la situación es excelente”.

Una verdadera izquierda toma en serio una crisis, sin ilusiones, pero como algo inevitable, una oportunidad que debe ser aprovechada al máximo. El punto de partida básico de una izquierda radical es que, aunque las crisis sean dolorosas y peligrosas, son inevitables y el terreno en el que las batallas tienen que ser libradas y ganadas.

El anti-capitalismo no escasea hoy en día. De hecho somos testigos de una inundación de críticos de los horrores del capitalismo: abundan los libros, las exhaustivas investigaciones periodísticas y los reportes televisivos sobre compañías que están contaminando sin ningún remordimiento nuestro medio ambiente, sobre banqueros corruptos que siguen recibiendo obscenos bonos mientras sus bancos son ser rescatados con dineros públicos, sobre maquilas en las que niños trabajan horas extras, etc., etc.

Hay, sin embargo, una trampa en toda esta inundación crítica: aunque parezca despiadada, lo que en ella nunca es cuestionado es el marco democrático-liberal de su lucha contra los excesos del capitalismo. La meta (explícita o implícita) es democratizar el capitalismo, extender el control democrático a la economía a través de la presión de los medios de comunicación, de investigaciones parlamentarias, de leyes más duras, de investigaciones policiales honestas, etc., pero nunca se cuestiona el marco institucional democrático del estado de derecho (burgués). Este sigue siendo la vaca sagrada que ni siquiera las formas más radicales de esta “ética anti-capitalista” (el Foro de Porto Alegre, el movimiento de Seattle) se atreven a tocar1.

Es aquí que la idea clave de Marx sigue siendo válida, hoy tal vez más que nunca: para Marx, la cuestión de la libertad no debería ser localizada principalmente en la esfera política propiamente dicha (¿tiene un país elecciones libres?, ¿son los jueces independientes?, ¿está la prensa libre de presiones ocultas?, ¿son los derechos humanos respetados? y una lista similar de preguntas que diferentes instituciones occidentales “independientes” –y no tan independientes- aplican cuando quieren pronunciar un juicio sobre un país).

La clave de una libertad real reside más bien en la red “ apolítica” de relaciones sociales, del mercado a la familia, y en la que el cambio requerido si queremos una mejora real no es una reforma política, sino un cambio en las relaciones sociales “apolíticas” de producción. LO QUE QUIERE DECIR: lucha de clases revolucionaria, no elecciones democráticas u otra medida política en el sentido estrecho del término. No votamos para definir a quién le pertenece qué, no votamos sobre las relaciones en una fábrica, etc, todo esto es procesado fuera de la esfera de lo político y es ilusorio esperar que uno pueda cambiar efectivamente las cosas “extendiendo” la democracia a esa esfera, digamos, organizando bancos “democráticos” bajo el control del pueblo.

Cambios radicales en este campo sólo pueden ser inscritos fuera de la esfera de los “derechos” legales, etc.: en semejantes procedimientos“ democráticos” (que, claro, pueden jugar un rol positivo), y no importa cuán radical sea nuestro anticapitalismo, la solución es buscada aplicando mecanismos democráticos que, no se debería olvidar, son parte de los aparatos estatales de ese Estado “burgués” que garantiza un funcionamiento sin trabas de la reproducción capitalista. En este preciso sentido,

Badiou tenía razón en su afirmación de que, hoy por hoy, el enemigo fundamental no es el capitalismo ni el imperio ni la explotación ni nada similar, sino la democracia: es la “ilusión democrática”, la aceptación de los mecanismos democráticos como marco final y definitivo de todo cambio, lo que evita el cambio radical de las relaciones capitalistas.

Cercanamente relacionada a esta desfetichización de la democracia está la desfetichización de su contraparte negativa, la violencia. Badiou propuso recientemente la fórmula de una “violencia defensiva”: se debería renunciar a la violencia ( la toma violenta del poder estatal) como el principal modus operandi y más bien concentrarse en la construcción de dominios libres, distantes del poder estatal, sustraídos de su reino (como el temprano movimiento Solidaridad en Polonia), y solamente recurrir a la violencia cuando el Estado mismo la usa para aplastar y someter esas “zonas liberadas”.

El problema con esta fórmula es que se apoya en la distinción profundamente problemática entre el funcionamiento “normal” de los aparatos estatales y el ejercicio “excesivo” de la violencia estatal: ¿no es acaso el ABC de la noción marxista de lucha de clases, más precisamente, de la prioridad de la lucha de clases sobre las clases como entidades sociales positivas, la tesis de que la vida social “pacífica”  es en sí misma sostenida por la violencia (estatal), que esa vida social “pacífica” es una expresión y efecto de la victoria o predominio (temporal) de una clase (la dominante) en la lucha de clases?

Lo que esto significa es que no se puede separar la violencia de la existencia misma del Estado (como aparato de dominación de clase): desde el punto de vista de los subordinados y oprimidos, la existencia misma del Estado es un hecho de violencia (en el mismo sentido en que, por ejemplo,

Robespierre dijo, en su defensa del regicidio, que no se tiene que probar que el rey haya cometido ningún crimen específico, ya que la mera existencia del rey es un crimen, una ofensa contra la libertad del pueblo). En este sentido estricto, toda violencia del oprimido contra la clase dominante y su Estado es en última instancia “defensiva”:  si no concedemos este punto, volens nolens “normalizamos” el Estado y aceptamos que su violencia es simplemente una cuestión de excesos contingentes (que serán corregidos a través de reformas democráticas).

Es por esto que el lema liberal típico a propósito de la violencia –a veces es necesario recurrir a ella, pero no es nunca legítima–  no es suficiente: desde la perspectiva emancipatoria radical, se debería invertir este lema. Para los oprimidos, la violencia es siempre legítima (ya que su mismo estatus es el resultado de la violencia a la que están expuestos), pero nunca necesaria (es siempre una cuestión de consideraciones estratégicas el usar o no la violencia contra el enemigo).2

En breve: el tema de la violencia debería ser desmitificado. El problema del comunismo del siglo XX no era que recurriera a la violencia per se (la toma violenta del poder estatal, el terror para mantener el poder), sino un modo general de funcionamiento que hizo esta recurrencia a la violencia inevitable y legítima (el Partido como instrumento de la necesidad histórica, etc.). A principios de los años setenta, en una nota dirigida a la CIA en la que aconsejaba sobre cómo debilitar el gobierno democrático de Salvador Allende, Henry Kissinger escribió sucintamente: “Hagan sufrir la economía”.

Altos representantes de los EEUU admiten abiertamente que la misma estrategia es aplicada hoy en Venezuela: el ex Secretario de Estado Lawrence Eagleburger declaró en el noticiero Fox que el atractivo de Chávez para el pueblo venezolano “sólo funcionará mientras la población venezolana vea que con él existe la posibilidad de un mejor estándar de vida.

Si en algún momento la economía realmente empeora, la popularidad de Chávez dentro de su país con toda seguridad caerá: esa es, en principio, el arma que tenemos contra él, un arma que deberíamos estar usando, es decir, las herramientas económicas para malograr su economía y lograr así que su atractivo dentro del país y la región disminuya. […] Cualquier cosa que podamos hacer para que su economía entre en dificultades, en este momento, es buena, pero hagámoslo de manera que no nos ponga en conflicto directo con Venezuela y si es que podemos hacerlo sin problemas”.

Lo mínimo que se puede decir es que semejantes declaraciones dan credibilidad a la conjetura de que las dificultades económicas enfrentadas por el gobierno de Chávez (escasez de productos y de electricidad, etc.) no son sólo el resultado de la ineptitud de su propia política económica.

Aquí llegamos a un punto político crucial, difícil de aceptar para algunos liberales: claramente no estamos lidiando aquí con procesos y reacciones ciegas del mercado (por decir algo, dueños de tiendas que tratan de obtener mayores ganancias al retirar de sus estantes algunos productos), sino con una elaborada estrategia, totalmente planificada: en esas condiciones, ¿no se justifica plenamente, como medida de respuesta, una especie de ejercicio del terror (redadas policiales a depósitos secretos, detención de los especuladores y coordinadores de la escasez, etc.)?

Incluso la fórmula de Badiou de “sustracción o resta, más sólo una violencia reactiva” parece insuficiente en estas nuevas condiciones: la idea de que, ya que el capitalismo está en todas partes y los intentos de abolir el Estado fallaron catastróficamente o acabaron en violencia autodestructiva, deberíamos sustraernos de la política estatal y crear espacios autónomos en los intersticios del poder de Estado, recurriendo a la violencia sólo como respuesta y cuando el Estado ataque directamente esos espacios.

El problema es que hoy el Estado se está volviendo más y más caótico, falla en su verdadera función de apoyo a la circulación de bienes, al punto que no podemos ni siquiera darnos el lujo de dejar que el Estado haga lo suyo.

¿Tenemos el derecho de mantenernos a una distancia del poder estatal cuando este se está desintegrando, convirtiéndose en un obsceno ejercicio de violencia que oculta su propia impotencia?

Todos estos cambios no pueden sino destrozar la cómoda posición subjetiva de intelectuales radicales, posición que podríamos caracterizar recordando uno de sus ejercicios mentales favoritos a lo largo del siglo XX, el afán de “catastrofizar” la situación: cualquiera que fuera la situación real, TENÍA que ser denunciada como “catastrófica” y mientras más catastrófica pareciera, más solicitaba la práctica de este ejercicio: de esa manera, independientemente de nuestras diferencias “simplemente ónticas”, todos participábamos en la misma tragedia ontológica. Heidegger denunció la era actual como aquella de mayor “peligro”, la época del nihilismo consumado; Adorno y Horkheimer vio en ella la culminación de la “dialéctica de la Ilustración ”en un “mundo administrado”; hasta llegar a Giorgio Agamben, que define los campos de concentración del siglo XX como “la verdad” de todo el proyecto político de Occidente.

Recuerden la figura de Horkheimer en la Alemania Occidental de los años cincuenta: mientras denunciaba el “eclipse de la razón” en la sociedad de consumo occidental moderna, AL MISMO TIEMPO defendía esa misma sociedad en tanto solitaria isla de la libertad en el mar de dictaduras totalitarias y corruptas del mundo.

Era como si la vieja e irónica ocurrencia de Winston Churchill sobre la democracia como el peor régimen político posible, en un mundo en que todos los otros regímenes son peores que ella, se repitiera aquí con seriedad: la “sociedad administrada” occidental es la barbarie con la apariencia de civilización, el punto más alto de la alienación, la desintegración de lo individual-autónomo, etc., etc., pero, sin embargo, todos los otros regímenes socio-políticos son peores, de forma que, comparativamente, a pesar de todo, se la tiene que apoyar.

Es irresistible, por eso, la tentación de proponer una lectura radical de este síndrome: acaso lo que los pobres intelectuales no puedan aguantar es el hecho de que llevan una vida básicamente feliz, segura y cómoda, de modo que, para justificar su vocación superior, TENGAN que construir un escenario de catástrofe radical.

En un tratamiento psicoanalítico, uno aprende a esclarecer sus propios deseos: ¿realmente quiero lo que pienso que quiero? Tomemos el caso proverbial de un marido involucrado en una apasionada relación extramarital, que sueña todo el tiempo con la desaparición de su esposa (muerte, divorcio, o lo que sea), desaparición que le permitiría, entonces, vivir plenamente con su amante: pero cuando esto finalmente sucede, su mundo colapsa, descubre que tampoco quiere a su amante.

Como dice el viejo proverbio: algo peor que no obtener lo que uno quiere es realmente obtenerlo. Los izquierdistas académicos se están acercando a tal momento de la verdad: ¿querían un cambio de verdad?: ¡aquí lo tienes! En 1937, en su El camino de Wigan Pier, George Orwell caracterizó perfectamente esta actitud al señalar “el importante hecho de que toda opinión revolucionaria deriva parte de su fuerza de la secreta convicción de que nada puede ser cambiado”.

Los radicales invocan la necesidad del cambio revolucionario como si esa invocación fuera un tipo de gesto supersticioso que produjera su contrario, es decir, como si evitara que el cambio realmente ocurra. Si alguna revolución se produce, debe hacerlo a una distancia segura: Cuba, Nicaragua, Venezuela… todo para que, mientras mi corazoncito se conmueve al pensar en esos acontecimientos en tierras lejanas, yo pueda seguir promoviendo mi carrera académica.

Este cambio radical de la posición subjetiva exigida a los intelectuales de izquierda de ninguna manera significa el abandono de ese paciente trabajo intelectual sin“usos prácticos”. Al contrario: hoy, más que nunca, uno debería tener en mente que el comunismo comienza con el “uso público de la razón”, con el acto de pensar, con la universalidad igualitaria del pensamiento.

Cuando San Pablo dice que, desde un punto de vista cristiano, “no hay ni hombres ni mujeres, ni judíos ni griegos”, afirma con ello que las raíces étnicas, la identidad nacional, etc., no son una categoría de verdad, o, para ponerlo en términos kantianos precisos, cuando reflexionamos sobre nuestras raíces étnicas, practicamos un uso privado de la razón, un uso limitado por presuposiciones dogmáticas contingentes, i.e., actuamos como individuos “inmaduros”, no como seres humanos libres que habitan la dimensión de la universalidad de la razón.

La oposición entre Kant y Rorty respecto de esta distinción de lo público y lo privado es raramente tomada en cuenta, pero es sin embargo crucial: ambos distinguen agudamente entre los dos campos, pero en sentidos opuestos. Para Rorty, el gran liberal contemporáneo, si alguna vez hubo alguno, lo privado es ese espacio de nuestras idiosincrasias en el que mandan la creatividad y la imaginación desbocada, y en el que las consideraciones morales son (casi) suspendidas, mientras que lo público es el espacio de la interacción social en el que deberíamos obedecer las reglas de modo que no dañemos a los otros; en otras palabras, lo privado es el espacio de la ironía, mientras que lo público es el espacio de la solidaridad.

Para Kant, sin embargo, el espacio público de la “sociedad-civil-mundial” alude a la paradoja de la singularidad universal, de un sujeto singular que, en una especie de corto-circuito, evita la mediación de lo particular y participa directamente en lo Universal. Esto es lo que Kant, en el famoso fragmento de su ¿Qué es la Ilustración?, quiere decir por “público” en oposición a “privado”:“privado” no son los vínculos de un individuo en oposición a los vínculos comunales, sino el mismísimo orden comunal-institucional de la identificación particular de uno mismo; mientras que lo“público”es la universalidad transnacional del ejercicio de la Razón misma.

Nuestra lucha debería por lo tanto concentrarse en aquellas iniciativas que son una amenaza al espacio abierto transnacional, como el Proceso de Bolonia (una reforma de la educación superior a nivel europeo), que es un gran ataque concertado contra lo que Kant llamó el “uso público de la razón”.

La idea subyacente de esta reforma –el deseo de subordinar la educación superior a las necesidades de la sociedad, de hacerla útil en la solución de los problemas concretos que estamos enfrentando- apunta a la producción de opiniones expertas destinadas a responder a problemas planteados por agentes sociales.

Lo que desaparece aquí es la verdadera tarea del pensamiento: no ofrecer soluciones a problemas propuestos por “la sociedad” (Estado y capital), sino reflexionar sobre la forma misma en que estos “problemas” son articulados, para reformularlos, para identificar un problema en la manera misma en que lo percibimos. La reducción de la educación superior a la tarea de producir conocimiento experto socialmente útil es la forma paradigmática del “uso privado de la razón ”en el capitalismo global de hoy en día.

Es crucial relacionar este empuje u ofensiva hacia la “racionalización” de la educación superior –que se manifiesta no sólo en privatizaciones directas o en el establecimiento de lazos con el mundo de los negocios, sino también en la tendencia general a orientar la educación hacia su “uso social”, hacia la producción de conocimiento experto que ayude a resolver problemas- al proceso de expropiación de los bienes intelectuales comunes, de privatización del Intelecto General.

Este proceso ha desencadenado una transformación global en el modo hegemónico de la interpelación ideológica. Si, en la Edad Media, el principal Aparato Ideológico de Estado era la Iglesia (la religión como institución), la modernidad capitalista impuso la doble hegemonía de la ideología legal y la educación (el sistema escolar estatal): los sujetos eran interpelados en tanto ciudadanos libres patriotas, sujetos al orden legal, al mismo tiempo que los individuos eran convertidos en sujetos legales a través del sistema educativo universal obligatorio.

Una separación era así mantenida entre el burgués y el ciudadano, entre el individuo egoísta-utilitario preocupado de sus intereses privados y el citoyen dedicado al espacio universal del Estado. Por eso, en tanto que, en la percepción ideológica espontánea, la ideología se limita a la esfera universal de la ciudadanía, mientras que la esfera privada de intereses egoístas es considerada “pre-ideológica”, la separación misma entre ideología y no- ideología es así convertida en ideología. Lo que sucede en la última etapa del capitalismo post-68, “postmoderno”, es que la economía misma (la lógica del mercado y la competencia) se impone progresivamente como la ideología hegemónica:

—En la educación, somos testigos del gradual desmantelamiento del clásico Aparato Ideológico de Estado, la escuela burguesa: el sistema escolar es cada vez menos la red obligatoria ubicada más allá del mercado y organizada directamente por el Estado, portadora de valores ilustrados (liberté, égalité, fraternité). En nombre de la sagrada fórmula de “costos más bajos, mayor eficiencia”, el sistema escolar es progresivamente penetrado por diferentes formas de asociación público-privada.

—En la organización y legitimación del poder, el sistema electoral es concebido, cada vez más, en base al modelo de la competencia de mercado: las elecciones son como un intercambio comercial en el que los votantes “compran” la opción que ofrece cumplir, de la manera más eficiente, la tarea de mantener el orden social, luchar contra el crimen, etc., etc. En nombre de la misma fórmula, “costos más bajos, mayor eficiencia”, inclusive algunas funciones que deberían ser dominio exclusivo del poder estatal (e.g.: manejarlas cárceles) pueden ser privatizadas; el ejército ya no está basado en el reclutamiento universal, sino compuesto de mercenarios contratados, etc. Inclusive la burocracia estatal no es percibida ya en tanto la clase universal hegeliana, como se está haciendo evidente en el caso de Berlusconi.

—Inclusive la configuración de relaciones emocionales es organizada, cada vez más, de acuerdo a las pautas de una relación mercantil. Alain Badiou3            propone un paralelo entre la búsqueda, hoy, de una pareja sexual (o marital) a través de agencias de citas y el antiguo procedimiento de matrimonios arreglados por los padres: en ambos casos, el riesgo mismo de “enamorarse” es suspendido, no hay ningún enamoramiento contingente, el riesgo verdadero del llamado “encuentro amoroso” es minimizado por arreglos hechos con anterioridad, arreglos que toman en cuenta todos los intereses materiales y psicológicos de las partes interesadas.

Robert Epstein llevó esta idea a su conclusión lógica al proporcionar la pieza que faltaba: una vez elegida la pareja apropiada, ¿cómo asegurarse de que ambos se querrán efectivamente? Basado en el estudio de matrimonios arreglados, Epstein desarrolló una serie de “procedimientos para la construcción de afectos”, pues se puede “construir el amor deliberadamente y escoger con quién hacerlo”… Estos procedimientos se apoyan en la auto-cosificación mercantil [self-commodification]: en las citas por Internet o en las agencias matrimoniales, cada pareja posible se presenta a sí misma como mercancía, con una lista de sus cualidades y fotos.

Eva Illouzha explicado perspicazmente la usual decepción que se produce cuando las parejas de Internet deciden encontrarse en la realidad: la razón no radica en la idealización de la auto-presentación, sino en que esa auto-representación se limita necesariamente a la enumeración de rasgos abstractos (edad, pasatiempos, etc.). Lo que falta aquí es lo que Freud llamó der einzige Zug, “la característica única”, ese je ne sais quoi que instantáneamente hace que me guste o me disguste el otro.

El amor es una elección que, por definición, es vivida como necesidad: enamorarse debería ser un acto libre, pues uno no puede ser conminado a enamorarse; y, sin embargo, nunca estamos en la posición de ejercer esa libre elección: si uno decide de quién enamorarse, comparando las cualidades de los respectivos candidatos, eso no es, por definición, amor. Lo que pasa, simplemente, es que, en cierto momento, uno se descubre abrumado por el sentimiento de que ya ESTÁ enamorado y de que no podría ser de otra manera: es como si desde la eternidad el destino hubiera estado preparándome para ese encuentro.

Esta es la razón por la que podemos decir que las agencias matrimoniales son, por excelencia, un instrumento del anti-amor: apuestan a organizar el amor como si se tratara de una real elección libre (al recibir la lista de candidatos seleccionados, escojo el más apropiado).

Y, lógicamente, en tanto que la economía es considerada la esfera de la no-ideología, este feliz mundo nuevo de la cosificación mercantil [commodification] se considera a sí mismo post-ideológico.

Los Aparatos Ideológicos de Estado, claro, siguen ahí, presentes más que nunca; sin embargo, como ya hemos visto, en tanto que, según su propia percepción, la ideología es ubicada en los sujetos, en contraste a lo que sucede con los individuos pre-ideológicos, esta hegemonía de la esfera económica no puede sino aparecer como la ausencia de ideología.

Lo que esto quiere decir no es, simplemente, que la ideología refleje directamente la economía como su base real: quedando totalmente dentro la esfera de los Aparatos Ideológicos de Estado, la economía funciona aquí como un modelo ideológico. De hecho, se justifica plenamente el decir que la economía opera aquí como un Aparato Ideológico de Estado, en contraste con la “verdadera” vida económica que definitivamente no sigue el idealizado modelo liberal de mercado.

¿Qué tipo de desplazamiento en el funcionamiento de la ideología implica esta auto-borradura [self-erasure] de la ideología? Tomemos como punto de partida la noción althusseriana de Aparato Ideológico de Estado.

Cuando Althusser sostiene que la ideología interpela a individuos para hacerlos sujetos, los “individuos” quieren decir aquí seres vivos en los que opera un dispositivo de los Aparatos Ideológicos de Estado, imponiéndoles una red de micro-prácticas; por su parte,“sujeto” NO es una categoría de ser vivo, de sustancia, sino resultado del hecho de que esos seres vivos son atrapados en el dispositivo del Aparato Ideológico de Estado (o en un orden simbólico).

Hoy en día, sin embargo, somos testigos de un cambio radical en el funcionamiento de este mecanismo: Agamben define nuestra sociedad contemporánea post-política/bio-política como una en la que múltiples dispositivos desubjetivizan a los individuos sin producir una nueva subjetividad, sin subjetivizarlos:

De ahí el eclipse de esa política que suponía sujetos o identidades reales (movimientos obreros, burguesía, etc.) y el triunfo de la economía, es decir, de la pura actividad de un gobernar que busca sólo su propia reproducción. La derecha y la izquierda, que hoy se suceden y emulan en la administración del poder, tienen así muy poco que ver con el contexto político del cual nacen los términos que las designan.

En la actualidad estos términos simplemente nombran los dos polos (el que ataca sin escrúpulos la desubjetivización y el que quiere cubrirla con la máscara hipócrita del buen ciudadano de la democracia) de la misma máquina de gobierno6.

La “bio-política” designa esta constelación en la que los dispositivos ya no generan sujetos (“individuos interpelados en sujetos”), sino que apenas administran y regulan la vida desnuda [nuda vida] de los individuos: en la bio-política, todos somos potencialmente homo sacer.

En esta constelación, la sola idea de una transformación social radical puede parecer un sueño imposible. Aquí es crucial distinguir claramente entre dos posibilidades: lo real-imposible de un antagonismo social y la imposibilidad en la que el campo ideológico predominante se concentra. La imposibilidad está aquí redoblada, sirve como máscara de sí misma, la función ideológica de la segunda imposibilidad es ofuscar lo real de la primera imposibilidad. Hoy, la ideología dominante se esfuerza en hacernos aceptar la imposibilidad de un cambio radical, de abolir el capitalismo, de una democracia no restringida a un juego parlamentario, etc., para volver invisible lo imposible/real del antagonismo que atraviesa las sociedades capitalistas.

Este real es imposible en el sentido que es el imposible del orden social existente, i.e., su antagonismo constitutivo, lo que, sin embargo, de ninguna manera implica que este real/ imposible no pueda ser atendido directamente y trasformado radicalmente en un acto “desquiciado” que cambie las coordenadas trascendentales básicas del campo social. Esta es la razón, como nos recuerda Zupancic, por la que la fórmula lacaniana para superar una imposibilidad ideológica no es “todo es posible”, sino “lo imposible sucede”.

Lo real/imposible lacaniano no es una limitación a priori que debería, realísticamente, ser tomada en cuenta, sino el dominio del acto, de las intervenciones que pueden cambiar las coordenadas de ese acto mismo. En otras palabras, un acto es más que una intervención en el dominio de lo posible: un acto cambia las mismísimas coordenadas de lo que es posible y así crea retroactivamente sus propias condiciones de posibilidad. Es por esto que el comunismo también supone lo Real: actuar como un comunista significa intervenir en lo real del antagonismo básico que subyace al capitalismo global de hoy.

Pero la pregunta persiste: ¿que valor tiene y qué significa esta declaración programática sobre lo imposible cuando confrontamos una imposibilidad empírica: el fracaso del comunismo en tanto idea capaz de movilizar grandes masas? En su intervención en la conferencia del 2010 de Marxism Today, en Londres, Alex Callinicos evocó su sueño de una futura sociedad comunista en la que habría museos del capitalismo que expongan al público artefactos de esta formación social irracional e inhumana.

La ironía involuntaria de este sueño es que hoy los únicos museos de este tipo son los museos del comunismo, que exhiben SUS horrores. Entonces, otra vez, ¿qué se puede hacer en semejante situación? Dos años antes de su muerte, cuando estaba claro que no iba a haber ninguna revolución pan-europea, y que la idea de construir el socialismo en un solo país era una tontería, Lenin escribió:

¿Y si la completa desesperanza de la situación, al estimular los esfuerzos de los trabajadores y campesinos multiplicándolos por diez, nos ofreciera la oportunidad de crear los requisitos fundamentales de la civilización de una manera diferente a la seguida por los países de Europa Occidental?7

¿No es este el predicamento del gobierno de Morales en Bolivia, del gobierno de Aristide en Haití, del gobierno maoísta en Nepal? Estos gobiernos llegan al poder a través de elecciones democráticas “justas”, no a través de la insurrección, pero, una vez en el poder, lo ejercen de una manera que es (por lo menos parcialmente) “no-estatal”: directamente movilizando sus partidarios de base y eludiendo la red de representación partidario-estatal.

Su situación no tiene “objetivamente” salida: todo el flujo de la historia está básicamente en su contra y no pueden confiar en que ninguna llamada “tendencia objetiva” los impulse en la dirección “correcta”, todo lo que puedan hacer es improvisar, hacer todo lo que pueden hacer en una situación desesperada. Pero, sin embargo, ¿no les da esto una libertad única? Y ¿no estamos todos –la izquierda de hoy- en exactamente la misma situación?

Tal vez la más sucinta caracterización de la época que comienza con la Primera Guerra Mundial es la bien conocida frase atribuida a Gramsci: “El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer.

Y en ese claroscuro surgen los monstruos”8. ¿No son el fascismo y el estalinismo los monstruos gemelos del siglo XX, uno emergente del desesperado intento del mundo por sobrevivir, y el otro del mal concebido esfuerzo de construir uno nuevo? ¿Y 7 qué de los monstruos que estamos engendrando ahora mismo, impulsados por los sueños tec-gnósticos de una sociedad con una población controlada biogenéticamente?

Todas las consecuencias deberían ser deducidas de esta paradoja: tal vez no haya un pasaje directo a lo nuevo, al menos no en la forma en que lo imaginamos, y los monstruos surgen necesariamente de cualquier intento de forzar el pasaje a lo Nuevo. Nuestra situación es por eso totalmente opuesta a la clásica: sabíamos lo que teníamos y queríamos hacer (establecer la dictadura del proletariado, etc.), pero debíamos esperar pacientemente el momento propicio de la oportunidad; hoy, en cambio, no sabemos qué hacer, pero debemos actuar ahora, porque la consecuencia de nuestro no-actuar podría ser catastrófica.

En palabras de John Gray:“Estamos obligados a vivir como si fuéramos libres”9. Tendremos que arriesgarnos a dar pasos hacia el abismo de lo Nuevo en situaciones totalmente inapropiadas, tendremos que reinventar aspectos de lo Nuevo sólo para mantener la maquinaria funcionando y preservar lo que era bueno en lo Viejo (educación, seguro médico…). En breve, de nuestro tiempo se puede decir lo que nada menos que Stalin dijo sobre la bomba atómica: no es apto para cardiacos.

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