Socialismo21 » 27 agosto, 2020

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Un incendio a bordo

Un incendio a bordo

 La editorial Flâneur acaba de sacar a la calle una versión en catalán (“Avís d’incendi”) del trabajo del sociólogo franco-brasileño Michael Löwy, anteriormente publicado en castellano. Se trata de una cuidada traducción, ricamente anotada, que nos permite adentrarnos en el pensamiento del filósofo marxista Walter Benjamin y, concretamente, en sus “Tesis sobre el concepto de historia”, un texto difícil y controvertido, escrito en 1940, poco antes de que, perseguido por la Gestapo, se suicidase en la localidad fronteriza de Portbou. Es este un buen momento para reencontrarse con Benjamin. La pandemia que sacude al mundo constituye el preludio de un período cargado de amenazas e incertidumbres: sobre la marcha de la economía, sobre el devenir de nuestras sociedades y de las democracias políticas, acerca de los equilibrios geoestratégicos o de la capacidad de nuestra civilización para evitar una catástrofe medioambiental de dimensiones planetarias. Queda muy atrás el optimismo de los años de la “gobalización feliz”, en que el capitalismo neoliberal, proclamándose vencedor sobre las utopías revolucionarias del siglo XX, decretaba el fin irremisible de la historia. El estrépito de las torres gemelas derrumbándose en el corazón de Manhattan agrietó aquella ensoñación. La quiebra de Lehman Brothers la hizo volar definitivamente en añicos. Con las heridas abiertas de las profundas desigualdades sociales que desgarran a las naciones, la pandemia nos aboca ahora hacia lo desconocido… mientras nos invade el sentimiento de que se avecinan tiempos de ira.

           Decididamente, es un buen momento para redescubrir a Walter Benjamin, un pensador revolucionario cuyo propósito declarado era “organizar el pesimismo”. Pero, no como fuente de parálisis o desesperación, sino como incentivo para la acción transformadora frente a quienes llaman a confiar en el progreso, aquellos que afirman que el avance imparable de la ciencia y la tecnología acabará por imponer la racionalidad al mundo y aportar las soluciones que requiere la humanidad. Los hechos más recientes, las crisis y conflictos de nuestros días, militan poderosamente contra semejante ilusión. Sin embargo, en ausencia de una utopía vigorosa y enraizada entre las clases oprimidas, esa idea vuelve una y otra vez, atenazando muy en particular a las izquierdas. Mucho más de lo que ellas mismas son conscientes o están dispuestas a reconocer.

           Daniel Bensaïd se refería a Benjamin como “el centinela mesiánico”. Y es que Benjamin, de manera original e intempestiva, introduce una potente carga teológica en el materialismo histórico. No sólo a través de evocadoras alegorías inspiradas en la tradición hebrea, sino mediante toda una concepción de la emancipación, de la memoria histórica y del tiempo propia del judaísmo. Benjamin pretendía sacudir el conformismo progresista, el positivismo y la convicción que se habían adueñado del movimiento obrero, llevándole a creer que el triunfo del socialismo resultaba históricamente ineluctable – ya fuese por la acumulación de reformas y conquistas, en el caso de la socialdemocracia, o por una insurrección victoriosa del proletariado, objetivamente inscrita en el propio desarrollo del capitalismo, en el caso del comunismo.

           Los éxitos alcanzados por la socialdemocracia en las últimas décadas del siglo XIX y los albores del XX tuvieron como reverso de la medalla el desarrollo de un marxismo alejado de toda pulsión revolucionaria: parecía razonable pensar que “la vieja y probada táctica” permitiría seguir avanzando.  Y que la contradicción entre las fuerzas productivas impetuosamente desarrolladas por el capitalismo y su organización social llevaría a un colapso sistémico… que se resolvería a favor de la clase trabajadora. La civilización humana seguiría así un curso lineal y lógico: del mismo modo que el capitalismo surgió de las entrañas del feudalismo, el socialismo nacería del régimen de la propiedad privada como su superación dialéctica y como la conclusión ineluctable del progreso histórico. Benjamin se rebela contra ese determinismo y contra esa concepción del progreso, a sus ojos determinantes en el desarme cultural de las izquierdas que propició la derrota sin combate de la clase obrera alemana ante Hitler. Para Benjamin, por el contrario, la historia humana es una larga sucesión de derrotas de los oprimidos, aplastados por “los carros victoriosos” de las clases dominantes. No estaría lejos, en ese sentido, de otros autores, como Silvia Federicci, que describe el advenimiento del capitalismo como el triunfo de la contrarrevolución sobre las aspiraciones de las masas plebeyas.

           “Hay un cuadro de Klee – escribe Benjamin en sus Tesis – que se titula ‘Angelus Novus’. Representa a un ángel que parece estar alejándose de una cosa sobre la que fija su mirada. Tiene los ojos desorbitados, la boca abierta, las alas desplegadas. Ése es el aspecto que forzosamente debe tener el Ángel de la Historia. Su cara está vuelta hacia el pasado. Allí donde a nosotros se nos antoja una cadena de acontecimientos, él no ve sino una sola y única catástrofe que no deja de amontonar ruinas sobre ruinas, lanzándolas a sus pies. Quisiera retrasar su vuelo, despertar a los muertos y recomponer cuanto ha sido destrozado. Pero desde el paraíso sopla una tempestad que ha quedado atrapada en sus alas, con tal fuerza que no puede replegarlas. Esa tempestad le empuja irresistiblemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras ante su atónita mirada las ruinas se acumulan hasta alcanzar el cielo. Esa tempestad es lo que llamamos progreso”.

           Sólo el levantamiento de los oprimidos, desde Espartaco a las revoluciones modernas, pasando por las guerras campesinas, interrumpe por momentos ese trágico devenir histórico. No hay que olvidar en ningún momento la lucha de clases. Cada monumento civilizatorio es a su vez un monumento a la barbarie. Cada conquista cultural se levanta sobre el trabajo y el sacrificio de una multitud de olvidados. La revolución socialista es un deber de redención hacia los vencidos de todos los precedentes combates por la emancipación. El materialismo según Benjamin necesita recuperar de la tradición judía el deber de memoria: el pasado revive en los nuevos combates, los inflama y los proyecta hacia adelante. El tiempo es dialéctico. La misma tradición hebrea que, a cada paso, a través de cada celebración, inscribe el pasado en la vivencia de la actual generación, prohíbe tratar de adivinar el futuro. Y es que el futuro está siempre en disputa. No está escrito de antemano, ni se desprende automáticamente de las condiciones del desarrollo histórico, por mucho que éstas establezcan un marco general de posibles alternativas. Depende de múltiples variables, en primer lugar de la lucha social y política. Trotsky decía que el pronóstico marxista siempre es alternativo: “o bien… o bien”Benjamin, con su peculiar enfoque, nos diría que “el Mesías – el levantamiento del proletariado – puede entrar en cualquier momento por la puerta estrecha de Jerusalén”, que la hipótesis revolucionaria habita todos los instantes. Y que puede encontrar inopinadamente su oportunidad, abrirse paso a través de una grieta en el orden establecido.

           El pesimismo de Benjamin es, pues, todo lo contrario del fatalismo. Es una revuelta contra el determinismo y contra ese culto al progreso que desarma a los oprimidos. El desarrollo de las fuerzas productivas, los avances prodigiosos de la ciencia y la tecnología, no garantizan por si mismos la salvación de la humanidad. Bajo el régimen capitalista, todo ese potencial puede convertirse en una colosal fuerza destructiva. La historia del siglo XX, bajo el sello indeleble de Auschwitz e Hiroshima, así lo demuestra. Una fuerza destructiva también de la naturaleza, que la concepción “progresista” de la historia, recuerda de modo pertinente y premonitorio Benjamin, es vista como algo inerte, maleable a voluntad y disponible para una explotación sin límites.

           Benjamin reprocha a la izquierda de su tiempo no haber comprendido el significado del nazismo. Una interrupción pasajera de la marcha de la civilización, una anomalía, a ojos de la socialdemocracia. Un contrasentido insostenible en Alemania, la nación más culta e industrializada de Europa – “después de HitlerThälmann” -, para el KPD. No, el nazismo no significaba en modo alguno un retorno al pasado. Era, por el contrario, un genuino producto de la modernidad: la realización de la barbarie a través de los métodos de organización y producción industrial más avanzados; el modo extremo en que el capitalismo más desarrollado resolvía las violentas contradicciones acumuladas en sus entrañas.

           El discurso de Benjamin era, efectivamente, un “aviso de incendio”, un llamamiento a la recuperación de la utopía que animaba a los primeros socialistas, aquellos que en junio de 1830 disparaban al unísono contra los relojes de París como queriendo detener el tiempo de los poderosos e iniciar una nueva era; aquellos que, como el siglo XIX entero, vibraban con la voz de bronce del libertario Auguste Blanqui – el líder carismático y experimentado que, decía Marx, hubiese necesitado la Comuna de París. Insuflar espíritu revolucionario en un materialismo histórico rutinario y enmohecido, incapaz de iluminar el camino de la emancipación, he aquí el deseo de Benjamin. La catástrofe había empezado cuando redactó sus Tesis: la derrota de la República española y el pacto germano-soviético habían dado paso ya a la guerra. Su “Angelus Novus” aún había de contemplar horrores inauditos. Sin embargo, a pesar de la lejanía en el tiempo y los acontecimientos acaecidos desde 1940, las advertencias del filósofo resuenan hoy con inusitada actualidad.

           En su época, el fascismo y la guerra surgieron como la expresión bárbara del “progreso” frente a los intentos fallidos de la clase trabajadora de interrumpir su marcha arrolladora. Hoy, la posmodernidad, que prometió cerrar para siempre “las puertas de Jerusalén”, amenaza a la humanidad con nuevas catástrofes. La crisis del orden global desata nuevas tensiones entre las grandes potencias. Las democracias liberales se ven sacudidas por el ascenso de movimientos nacionalistas y populistas, alimentados por la desazón de las clases medias. El cambio climático es ya una realidad en marcha. Llegan tiempos de disyuntivas. El pronóstico de su desenlace es, una vez más, alternativo. La izquierda tiene la obligación de ser pragmática y realista: se anuncia un vasto combate para preservar derechos sociales y libertades duramente conquistados, para defender la democracia y su desarrollo cooperativo y federal a todos los niveles: en España, en Europa y más allá. Pero la propia eficacia de tal esfuerzo dependerá de la capacidad de esa izquierda para contemplar la historia desde el punto de vista de los vencidos. Su hora vendrá. Entretanto, el “centinela mesiánico” advierte a nuestra generación que se ha declarado un incendio a bordo y urge organizar el pesimismo.

           Lluís Rabell

           15/08/2020

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Sócrates en el Raval

Lluis Ravel

           Con la publicación de “Responsabilidad personal y colectiva”, la editorial Página Indómita nos propone unos interesantes textos de Hannah Arendt, correspondientes a sendas conferencias pronunciadas por la pensadora alemana en 1964 y 1968. Se trata de una reflexión no solo vigente, sino sumamente oportuna. Porque, tal como dice la presentación de estos ensayos, “asistimos a un retorno de la tentación autoritaria”. Pero también porque seguimos prisioneros del Zeitgeist de la posmodernidad, ese tiempo muerto de la Historia en que sus aguas, estancadas, son propicias a la descomposición de los valores universales y la consciencia humana; un momento en que el naufragio de lo colectivo, lejos de potenciar la responsabilidad individual, la diluye en un relativismo general.

           Hannah Arendt plantea la cuestión transcendente de esa responsabilidad tras la experiencia definitiva que supuso el surgimiento del régimen nazi, bajo el cual “todo acto moral era ilegal y todo acto legal era un crimen”. ¿Quiénes, en tales condiciones, rehusaron colaborar con la violencia totalitaria, aunque muchas veces no pudiesen enfrentarse abiertamente a ella? Aquellos “que se atrevieron a juzgar por sí mismos, y que fueron capaces de hacerlo no porque dispusieran de un mejor sistema de valores o porque los viejos criterios del bien y del mal permanecieran firmemente asentados en su mente y en su conciencia. (…) Esos hombres se guiaron por otro criterio: se preguntaron en qué medida podrían seguir viviendo en paz consigo mismos después de haber cometido ciertos actos. (…) También escogieron morir cuando se les intentó obligar a participar. Por decirlo de forma cruda, se negaron a asesinar, y no tanto porque todavía se aferrasen al mandamiento ‘No matarás’, sino porque no estaban dispuestos a convivir con un asesino – ese en el que ellos mismos se convertirían en caso de ceder”.

El pensamiento socrático palpita en esas consideraciones, esbozando así una de las potencialidades más nobles de la condición humana: “Es preferible padecer una injusticia a cometerla”. Una aseveración filosófica cuya correcta lectura no es la mansedumbre o la pasividad ante la injusticia, sino todo lo contrario. Pero, ¿en qué condiciones y por qué razón se manifiesta ese generoso impulso “en muchas personas, pero no en todas”, como nos advierte Hannah Arendt? Me atrevería a responder evocando una anécdota de mi infancia que, a pesar del tiempo transcurrido, permanece viva en el recuerdo.

Nací y pasé mi infancia en casa de mis abuelos maternos, en el viejo barrio barcelonés del Raval. Era un exiguo piso de alquiler que compartían con mis padres. A mediados de los cincuenta, los tiempos eran aún difíciles para las familias trabajadoras. Todavía resonaban, cercanos, los ecos de la guerra. Había mucho miedo y penurias. El desarrollismo que, a lo largo de la siguiente etapa del régimen franquista, propiciaría la eclosión de una nueva clase media urbana aún no había empezado. A la sazón, mi padre luchaba por abrirse paso con sus hermanos en un taller, y el salario principal lo ingresaba mi abuelo, mecánico en la compañía municipal de autobuses. Sin llegar a la privación, la economía doméstica era necesariamente austera. Remanente de los momentos más sombríos de la posguerra, en la galería interior de aquel cuarto piso llegamos a criar gallinas y conejos, destinados al troque o al propio consumo. No era ninguna rareza por aquel entonces, y Joan Manuel Serrat inmortalizaría esa circunstancia en una de sus canciones, “Temps era temps”.

           Pues bien, he aquí que un día mi abuelo llegó a casa desconcertado. Acababa de cobrar su salario. Pero, volviendo del trabajo, se encontró por el suelo, en la calle, un sobre a nombre de un tal Fernández, que contenía así mismo una paga en efectivo. Normalmente, se cobraba por semanas, y el salario, en billetes y monedas, acostumbraba a meterse en unos sobres de papel recio y marrón. El caso es que no había ninguna dirección, ni referencia de la empresa donde trabajase el tal Fernández. El suceso provocó un cierto debate familiar. ¿Qué hacer? Mi abuelo sostenía que había que encontrar la manera de devolver aquel sobre a su dueño: “Es el salario de un trabajador. Este dinero lo echarán en falta en una casa como la nuestra”. La abuela convenía en ello. Pero, ¿cómo dar con una persona desconocida, de la que no teníamos dato alguno? Después de dar varias vueltas a la cuestión, el abuelo consideró que lo mejor sería llevar el sobre a la policía. Ese gesto que hoy en día podría parecer banal, distaba mucho de serlo en aquellos tiempos. Visitar una comisaría no era plato de buen gusto para nadie – y menos para alguien como mi abuelo, antiguo afiliado al sindicato de transportes de la CNT, que se había salvado por los pelos de ser fusilado en el Campo de la Bota cuando las tropas “nacionales” entraron en Barcelona. Mi abuela, una mujer realista y curtida por la vida, que a la temprana edad de once años había empezado a trabajar en una fábrica textil, no era menos desconfiada respecto a la policía: “No seas loco. Esa gente no se molestará en buscar a nadie. Se van a pulir el dinero entre ellos… ¡y aún gracias si no se meten contigo!”. El argumento no era baladí. A pesar de ello, armándose de valor, el abuelo decidió llevar el sobre a la comisaría del barrio. Tardó un buen rato en volver a casa, donde se le esperaba con inquietud. “¿Qué ha pasado?”, preguntó su mujer al verle llegar.

“Pues que Fernández esta semana no cobra”, respondió el abuelo, mientras encendía pausadamente un “Celtas” corto que se antojaría pura dinamita a cualquier garganta de la actual generación de fumadores. Efectivamente, la intuición de la abuela resultó cierta. En comisaría, las preguntas habían llovido en un crescendo amenazador: “¿Dónde ha encontrado usted ese sobre?”, “¿Acaso lo ha abierto?”, “¿Se ha quedado con parte de su contenido?”, “A lo mejor lo ha robado y viene a la policía a blanquearse o a buscar una recompensa”, “Habría que ver si tiene usted antecedentes…”. El abuelo captó perfectamente el mensaje: mejor largarse a casa calladito y olvidarse de un dinero que, desde luego, nunca volvería a manos de quien lo había extraviado.

“¿Lo ves? ¿Qué te decía yo? ¿A quién se le ocurre tener tratos con la policía?”, refunfuñaba la abuela, reponiéndose de su angustia. El abuelo se sentó en un rincón del comedor. “Sí, yo también me temía algo así. Pero había que intentarlo. ¿Y sabes qué? Ahora pillaré media barra de pan y una lata de sardinas. Con eso y un trago de vino, me quedaré tan a gusto. Si hubiésemos ido a cenar por ahí, gastándonos el dinero de ese pobre hombre, la comida me hubiese sentado mal”Sócrates nunca salió de Atenas. Seguramente habría sonreído mientras bebía su cicuta de haber sabido que, más de dos mil años después, al otro extremo del Mediterráneo, iba a tener un émulo como mi abuelo.

Sin embargo, había mucho más que una actitud “socrática” en aquel comportamiento – alejado, por otra parte, de cualquier épica, y que tampoco cabría comparar con las penalidades y sacrificios que arrostraron tantos luchadores antifranquistas. La solidaridad con un desconocido, aún a costa de asumir ciertos riesgos, porque era alguien como nosotros, no caía del cielo, ni brotaba por casualidad de un corazón bondadoso – y el de mi abuelo, ciertamente, lo era. Había en ese gesto el eco de la profunda fraternidad de clase con que las luchas del movimiento obrero habían impregnado la ciudad de su juventud.

En nuestros días, bajo la hegemonía del pensamiento neoliberal, cuando el mercado irrumpe avasallador en todos los ámbitos de la vida, hablar de moral se ha tornado una ridiculez. Incluso en amplios sectores de la izquierda la invocación de los valores que deberían guiar nuestra conducta es acogida con una aviesa sonrisa. El capitalismo, en efecto, no tiene moral. La clase trabajadora, sin embargo, sí que necesita una. Porque la meta del socialismo es una perspectiva para el conjunto de la humanidad. Y porque, más allá de las configuraciones que las sucesivas mutaciones del capitalismo imponen a la organización – sindical, política, asociativa… – del proletariado, éste necesita cohesionarse en torno a una moral que surge de su propio movimiento y se desprende de sus objetivos emancipadores. Necesita la verdad, porque quiere cambiar el mundo. Necesita la solidaridad para unir a los oprimidos. Debe abrazar la ciencia, el arte, la cultura y todas las conquistas del conocimiento humano, porque sobre esos cimientos habrá que edificar un nuevo mañana. Necesita apelar al esfuerzo colectivo y al espíritu de sacrificio. Y necesita  – escribía Trotsky  en “Su moral y la nuestra” – hacer acopio de “toda su fuerza, toda su resolución, toda su audacia, toda su pasión, toda su firmeza…”, pues “la burguesía imperialista observa aún menos que su abuela liberal las normas absolutas kantianas. (…) Su último recurso es el fascismo, que reemplaza los criterios sociales e históricos por criterios biológicos y zoológicos…”. A pesar de la distancia, esas palabras conservan todo su vigor. El desarrollo histórico que hemos conocido bajo el signo de la globalización ha creado las condiciones de un prodigioso salto hacia delante de nuestra especie… al tiempo que acumulaba las condiciones de una regresión civilizatoria y una catástrofe ecológica de dimensiones planetarias. Ante los tiempos que se avecinan, la clase trabajadora necesita más que nunca reconstruir su utopía y tejer los hilos de su propia moral. Con la firme oposición de Sócrates a toda injusticia. Con la sabiduría de Atenea y su conocimiento de la realidad. Enterrando definitivamente la posmodernidad y su individualismo sacralizado, expresión cultural del dominio del capitalismo financiero sobre el mundo. “No vivimos nuestra vida en solitario, sino entre nuestros semejantes – nos recuerda Hannah ArendtY la facultad de actuar, que es al fin y al cabo la facultad política por excelencia, únicamente puede hacerse realidad en alguna de las muy diversas formas de comunidad humana”.

Lluís Rabell

26/08/2020

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El “efecto Corinna”, la crisis en el régimen y el futuro del Gobierno de coalición

https://www.cuartopoder.es/ideas/opinion/2020/08/24/efecto-corinna-crisis-regimen-futuro-gobierno-coalicion-manolo-monereo/
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? Es posible una Europa europea ¿

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