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Artículos Sobre un país de hidalgos y venteros. Pongamos que hablo del nuestro
Sobre un país de hidalgos y venteros. Pongamos que hablo del nuestro
Sobre un país de hidalgos y venteros
Hoy (7/5/2020) eh escuchado dos noticias con mucha atención. La primera, la constitución de una comisión en el Congreso de los Diputados para la reconstrucción de España y la crisis económica. Proyectos e ideas para la economía, pues si leen esto, igual les doy alguna idea. La segunda que el ministro de agricultura está junto con los ganaderos muy preocupado porque no hay esquiladores. Repito, no hay esquiladores y las ovejas no solo dan chuletas y paletillas, también lana y hay que esquilarlas y como los esquiladores vienen ahora del Uruguay y Polonia por el cierre de fronteras no pueden venir. Yo hace unos años conocí a unos esquiladores de la Venta del Rayo (Granada) y Vivian bien, tenían un oficio digno y dignidad. El que no hayan esquiladores me deja sin palabras y es un signo de a donde ha caído España, fruto de la globalización neoliberal, la destrucción del tejido productivo y la conversión de una potencia media, pero con graves carencias económicas y de empleo seculares en un país artificial y sin sentido. Parece que tampoco hay pastores. Tampoco quedan ya artesanos, se podría decir que hasta los botijos llegan de China.
La impresión que tengo además es que cuando pongo los informativos en televisiones y radios, respecto a las noticias sobre el coronavirus solo aparecen dos bloques informativos, Madrid y más sobre Madrid y Turismo, (hostelería, playas y hoteles). De que España no es Madrid, no se han enterado en Madrid. A veces pienso que a quien había que darle la independencia era a Madrid. Que hartura y que peligro. España no es Uruguay, (hablando de esquiladores) donde la mayor parte de la población vive en Montevideo. Esto es otra cosa y hay al menos dos CC.AA más pobladas que Madrid y muchas mucho más grandes. Madrid además acapara servicios y contribuye a vaciar la España más pobre o considerar su clase pequeño burguesa el resto, como su lugar de vacaciones. Eso los que se las pueden permitir, que sus trabajadoras/es sean o no de origen español, son nuestros hermanos y hermanas de clase.
El otro asunto es el turismo. El turismo no va a volver a ser lo que fue. Un estado serio no puede vivir de la hostelería. En telediario ha salido un señor gallego diciendo que en su pueblo el 80% de los ingresos vienen del turismo, esto es una mala noticia. Eso ayuda, pero sin industria, agricultura y educación, cultura, sanidad e investigación, no hay nada. Nuestra patronal la que ahora pide no pagar impuestos destruyó la industria española, ella, si, la patronal. Influyó una acción combinada de grandes empresarios, la Unión Europea alemana y la cobardía de muchos gobiernos que nos han convertido en un simple país de “servicios”. Sobre todo hosteleros. Pero en Junio o Julio próximo meterse en un avión con un virus desconocido volando, juntos, demasiados, es difícil. Alguien me podrá decir Carlos, que pesado, te repites más que el ajo, pero es que la impresión que tengo es que ni siquiera las élites de la izquierda o los “enteraos” nos hemos dado cuenta de la realidad.Porqué con una infección no resuelta ir a un país extranjero y que te pongas enfermo no gusta y a un holandés, menos. Tampoco tenemos por qué importar virus o peligro de pandemia no resuelta, porque la patronal hostelera tenga prisa por hacer caja. Además ¿Cuantos millones de personas en Europa y España van a quedar paradas o en incertidumbre? Así tampoco se puede hacer turismo.
Luego es la hora de pensar y cavilar un poquito.Somos un Estado con multitud de buenos profesionales, investigadores/as, agricultoras/es o electricistas e informáticas/os… Aunque viendo la tele parece que aquí solo hay taberneros y cocineros y cocineras. El turismo ha dado mucho dinero a algunos, gracias a malos salarios de sus trabajadoras y trabajadores, “las Kellys” tremendamente explotadas, jóvenes en la más absoluta precariedad y cientos de miles de contratos fraudulentos. Claro ha habido algunas excepciones, cada vez manos.
La crisis del capitalismo internacional va a cambiar el mundo. El turismo de interior no basta para cubrir las expectativas empresariales. Además ¿Cuantos potenciales turistas de interior están ahora con un ERTE o van a ir al paro? Vivimos en un estado egoísta y burgués, hidalgo recordaría yo.Seguimos siendo un país de hidalgos pobres como en el siglo XVI, que se creen lo que no son y viven de aparentar. Lo de ser hidalgos pobres, nos viene de tradición. Por eso seguimos diciendo que inventen otros. Nosotros al turismo, que ya Franco nos encarriló y no hemos cambiado.
Sí que podemos tener turismo y vivir de la hostelería, pero ¿Solo de eso puede vivir toda España?
La agricultura despreciada, como ya hacían los hidalgos en el siglo XVI, la industria inexistente, el comercio en dura crisis y arruinado por grandes cadenas extranjeras que hacen aquí su agosto y roban, sin que nadie les proteja a nuestras agricultoras y agricultores.
Hemos de repensar esta país, hemos de cavilar y sobre todo hemos de saber que estamos ya en medio de una gravísima crisis capitalista y nos hemos de organizar al objeto de defender nuestros intereses y nuestro futuro ¿Porque de seguir así, que futuro tienen nuestros hijos? Ninguno. Además a nadie le gustaría que fueran esquiladores y así nos va. Por cierto mis conocidos esquiladores vivían bien, tenían esquiladoras eléctricas suyas y con la dignidad de un oficio, que ahora muchas y muchos de los hijos de la “clase media” con un master estaban sirviendo copas en negroArtículo de Carlos Martinez es politólogo, del Partido Socialista Libre Federación, fue secretario del Consejo de Administración de Caja Granada actualmente absorbida por BANKIA siendo presidente de la entidad Julio Rodriguez.
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Artículos De no propiciar banca pública a destruirla. La “izquierda” oficialista al rescate
De no propiciar banca pública a destruirla. La “izquierda” oficialista al rescate
Carlos Martinez es secretario general del PSLF y del consejo científico de ATTACNo es la primera vez que el PSOE propicia operaciones de privatizar la banca pública. En el estado español había banca pública incluso sectorial, por ejemplo dedicada a créditos a la construcción y el crédito inmobiliario, a la agricultura, a los ayuntamientos y diputaciones a través del Banco de Crédito Local o una entidad señera como el Banco Exterior de España. A esto había que añadir una poderosa red de cajas de ahorros que profundamente enraizadas en las clases populares controlaban más del 50% del ahorro popular y eran entidades no privadas. La banca privada siempre anheló la desaparición de las cajas o el hacerse con ellas y de paso con nuestros ahorros. Los bancos públicos cumplían una función de servicio público y prestaban a pequeñas empresas, cooperativas y a municipios siempre endeudados o las cajas de ahorro ejercían una banca de proximidad y eran los bancos de las clases humildes. Largo Caballero consciente de ello, durante la II Republica promovió una legislación al respecto y las protegió, pues su origen es muy anterior.
Pero la presión continuó durante y tras el franquismo, aunque nada desapareció. Fue Felipe González con la mano de hierro de su ministro derechista Solchaga quien comenzó a privatizar y a disolver la banca pública y por cierto fue el Banco de Bilbao el primer beneficiado con la desaparición del BCL o del Banco Exterior. Las Cajas resistieron y de hecho fueron la hucha de las Comunidades Autónomas que las convirtieron en su juguete y banco. Las Cajas sufrieron además una dura campaña de desprestigio al objeto de poder ser privatizadas. El primer gobierno que las amenazó fue el de Aznar, pero Zapatero ejerció de puntillero.
Es curioso el empeño de la escisión felipista del PSOE por apoyar a los grandes bancos privados, lo cual no debe ser muy ajeno a sus deudas y pactos no conocidos al objeto de obtener financiación electoral a devolver cuando las ranas críen pelo. De hecho la mayor parte de los partidos les deben mucho más de lo que confiesan. Siendo cierto que Aznar y Rajoy dieron golpes de gracia a lo poco de banca pública que quedaba, es por otra parte lógico según su ideología. Lo que no es lógico que es que la llamada socialdemocracia española se empeñara tanto en ello, contradiciendo con ello el ideario socialdemócrata que si bien puede no plantearse una nacionalización total de la banca –que en ocasiones ha propiciado- si defiende entidades de crédito públicas y bancos territoriales públicos.
La anterior crisis del 2008 se saldó con un gran rescate a la banca y Rajoy fue su ejecutor. Rajoy rescató entre otras a BANKIA que ya antes el PP de Madrid y Valencia habían saqueado a sus entidades antecesoras y designó el equipo directivo que sigue siendo el que hay, es decir todos los altos ejecutivos de BANKIA los nombró el PP y a la justa heredera de Solchaga, señora Calviño, no se le ha ocurrido cambiarlo. No me extraña, una fusión no es un huevo que se hecha a freír y el propio equipo dirigente de BANKIA lleva trabajando el asunto hace tiempo, así como en su privatización, se supone que con el apoyo gubernamental. Todo entra dentro de la lógica blairista y felipista que alumbra la politica económica del gobierno de coalición progresista.
Las fusiones solo perjudican a la clase trabajadora y a las clases populares. Me explico. Las fusiones suponen miles de despidos, de hecho toda la Banca española desde 2008 a nuestros días y a pesar del rescate multimillonario que no nos ha devuelto ha despedido a miles de empleadas y empleados, destruyendo miles y miles de empleos dignos, de los que cotizan por nuestras pensiones y pagan impuestos o revitalizan el comercio. Ha cerrado varios miles de centros de trabajo, es decir sucursales de bancos y cajas, todo ello pudiendo mantenerlos perfectamente, si no veamos sus beneficios. Con la excusa de la coincidencia territorial o local se despide y cierra. Pero es que también ha perjudicado y mucho al ciudadano o ciudadana de a pie. La España rural y vaciada se ha quedado sin servicios bancarios, se han cerrado las sucursales de los pueblos y ahora se comienzan a cerrar las de los barrios. Numerosas y numerosos jubilados sudan tinta china para poder pagar un recibo o se hacen colas cada vez más largas en las sucursales para poder ser atendidos por personas que hasta ahora les inspiraban confianza y resolvían sus problemas y que ahora siguiendo órdenes los envían al cajero automático. No se olvide, la banca incluida la privada y según ley es un servicio público.
La crisis de 2008 y la actual están siendo utilizadas al objeto de promover la gran concentración bancaria y de esta forma crear un gran oligopolio bancario que sin competencia y en manos privadas actúe sin humanidad ni voluntad de servicio. De hecho los trabajadores y trabajadoras están siendo sustituidos por aplicaciones en los teléfonos móviles.
La idea de evitar concentración bancaria, no poder acumular riesgos y diferenciar banca comercial de industrial o inversora y de crear banca pública o garantía pública son las principales recetas que Roosevelt buscó al objeto de superar la crisis del 29 en el siglo pasado en los EE.UU, la de Hitler también para salvar el capitalismo, fue la II guerra mundial. Esto lo advierto porque el trumpismo internacional no le hace ascos a esa opción.
Así pues hemos de decir que la politica económica del gobierno Sánchez es la de la eurocracia de Bruselas, de la que Calviño es miembro, así como que esta eurocracia y los gobiernos liberales y derechistas europeos la imponen, a pesar de ello, Alemania que obliga a otros lo que no hace, sigue con más de cincuenta cajas de ahorros y bancos públicos. Por tanto Sánchez al igual que ya pasó con Zapatero carece de politica económica propia, es decir practica la de la gran banca privada, la burocracia de Bruselas y la que impone el Banco Central Europeo que como sabemos no tiene control público ni de la propia UE. Es decir seguimos la senda del felipismo.
Por tanto el problema ahora son los y las trabajadoras que por cierto, cuerpo a tierra que hablan los sindicatos, es decir dos, que afirman que su interés son los puestos de trabajo pero que altos dirigentes “sindicales” ya afirman que no es tan malo el asunto, que vamos a ver. Dicho esto hemos de advertir que la defensa de una banca pública y la oposición a un oligopolio bancario es cosa de los que trabajan en banca, sí, pero sobre todo lo es de toda la sociedad, de las pymes, la economía social, las clases populares, la clase obrera que hemos de exigir crédito asequible, trato humano de servicio público y control democrático sobre el dinero y el crédito. La banca debe servir también para promover empleo y economía, pero no para hacer negocio a costa de no solo de nuestras cuentas bancarias, sino de nuestros impuestos vía rescates o gobiernos imponiendo sus designios políticos es decir haciendo la politica real y efectiva.Por la banca pública.
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Artículos Presupuestos Generales de salvación nacional
Juan Torres López
Presupuestos Generales de salvación nacional
España no va bien. Nuestra economía está sufriendo el shock y la caída de actividad más fuerte de los últimos 80 años. Nos encontramos en medio de una pandemia que se creía dominada pero que se recrudece por momentos, no sólo en nuestro país sino en todo el mundo, y que va a provocar un segundo frenazo económico que puede ser una puntilla letal para miles de las empresas que hasta ahora han podido superar la situación, incluso sin que llegue a producirse un nuevo confinamiento como el del primer semestre.
El desconcierto con el que se reanuda un servicio publico tan esencial como el educativo; la generalizada sensación de descoordinación e incluso de desgobierno que está dando nuestro Estado de las Autonomías; la ineficacia con que se están gestionando los ERTES o las ayudas del Ingreso Mínimo Vital; la información estadística tan contradictoria y poco rigurosa que se ofrece; los peores datos comparados que vienen registrando nuestra economía y la expansión de la pandemia en España; o el clima de constante desacuerdo político e incluso de discordia civil… son claras manifestaciones de que las cosas no nos van bien.
Pero una circunstancia es aún más preocupante porque puede ponernos en una situación inmediata no ya de mayor peligro sino incluso surrealista: la falta de un horizonte claro de cara a la aprobación de los Presupuestos Generales del Estado. Seguir abordando una situación económica y social que ha cambiado tanto y para mal con las cuentas públicas elaboradas hace casi tres años y por un gobierno que representaba a un partido que defendía otras prioridades es una barbaridad y algo que contradice al más elemental sentido común y que materialmente impide tomar las decisiones imprescindibles para que nuestra economía no se deteriore hasta límites que en estos momentos quizá sea muy difícil que se puedan ni siquiera sospechar.
España necesita unos nuevos Presupuestos que respondan a la nueva dirección que hay que darle a nuestra economía cuando las circunstancias han cambiado tanto.
Era lógico que el nuevo gobierno progresista tuviera prisa por imprimirlos con un nuevo tinte de transformaciones más avanzadas, mirando al futuro para poder ir corrigiendo los pasos atrás que se habían ido dando en años anteriores. Y para ese viaje se necesitaba y se podría contar, lógicamente, con los socios parlamentarios y sociales que estuvieran dispuestos a suscribir los programas de cambios sociales y económicos que se proponía emprender el Gobierno del Partido Socialista y Unidas Podemos.
Ahora, sin embargo, la prioridad tiene que ser necesariamente otra puesto que estamos en una situación de auténtica emergencia: lo prioritario es hacer frente -con el mayor acuerdo político y apoyo social posibles- a los estragos que la pandemia y la subsiguiente caída de la actividad en todo el mundo han producido y que van a seguir produciendo, al menos, durante unos cuantos meses más. Lo cual significa que todos los grupos políticos y sociales han de estar dispuestos a aceptar renuncias en las aspiraciones que defienden en la normalidad.
La elaboración de los Presupuestos siempre comporta un conflicto político pues implica decidir en qué bolsillo se va a poner o no la gran cantidad de recursos que movilizan. Pero en estos momentos, el conflicto es mucho mayor y se está manifestando sin contemplaciones. Una gran parte de la población se juega su empleo y subsistencia, miles de empresas reclaman ayudas y los grupos oligárquicos tratan de seguir siendo los dueños y señores de la economía para seguir tomando de facto las grandes decisiones que aumentan sin cesar sus negocios y patrimonios. Sobre todo, porque no sólo se cuenta con los recursos más o menos habituales sino con los extraordinarios que la Unión Europea ha dispuesto y con los adicionales que habrá que obtener mediante endeudamiento para luchar contra los efectos de la Covid-19 en un momento histórico de inminentes cambios productivos y tecnológicos. Está en juego, pues, el reparto de muchos cientos de miles de millones de euros durante años y, además, la decisión sobre quién debe soportar en mayor o menor medida la carga de la deuda que se va a generar.
La tradición más democrática de otros países permite que el reparto de los recursos públicos se realice cuidando más las formas. En España, sin embargo, los grupos oligárquicos se han sentido siempre tan dueños de todo que nunca han llegado a aceptar que deban renunciar a una parte de la tarta para mantener los equilibrios sociales básicos y por eso la derecha política que financian a su servicio es como es y actúa, incluso en momentos tan difíciles, como ahora lo hacen Vox, Ciudadanos y el Partido Popular, sin la más mínima concesión a los españoles de izquierdas que consideran sus enemigos.
Ni siquiera en una situación como la actual, de emergencia económica y pública, está dispuesta la derecha que representa a esos grupos de poder oligárquico a aceptar acuerdos básicos, de mínimos, que impliquen un reparto algo más equitativo de los beneficios y las cargas del dinero público y que salven a España de los efectos de una pandemia generalizada en el planeta. Entre otras cosas, porque eso obliga a hacer ejercicios de transparencia y debate público que pondrían en evidencia los mecanismos clientelares y corruptos mediante los que hacen sus grandes fortunas (que eso haya afectado incluso al anterior Jefe del Estado, el rey Juan Carlos I, es buena prueba de lo que digo).
Esa es la razón por la que un Gobierno de izquierda tan moderada como el actual no recibe ni el más mínimo apoyo de la derecha ni cuando está en peligro la integridad económica nacional y la salud de los españoles. Por eso se ha hecho todo lo posible para intentar derribarlo de cualquier forma en medio de una emergencia sanitaria, justo cuando más necesaria es la unidad nacional que de boquilla defienden los empleados de la oligarquía que domina España desde hace décadas.
La desgracia es que, por el otro lado, la mayoría parlamentaria que invistió a Pedro Sánchez es débil, volátil y poco leal porque una buena parte de ella tiene objetivos a medio y largo plazo completamente contrarios a los que pueden proporcionar la estabilidad que se requiere para elaborar estrategias nacionales de mediano alcance, como las que son hoy día insoslayables para hacer frente a la emergencia económica y social. Conseguir aprobar los Presupuestos a base de tironeos y concesiones puede ser una alternativa más o menos aceptable en momentos de normalidad pero resulta suicida cuando se está en una situación excepcional, en medio de una pandemia que paraliza la vida económica y es imprescindible utilizar los recursos con la máxima eficacia.
Añádase a todo ello que la coalición que sostiene al Gobierno que preside Pedro Sánchez no consigue dejar de mostrar sus desavenencias y que constantemente olvida el hecho elemental de que la ciudadanía necesita comprobar, ahora más que nunca, que su Gobierno es fuerte y que está estrechamente unido.
Se advirtió que un segundo brote de la pandemia supondría un peligro muy grande, ahora quizá más económico que sanitario. No se han tomado las medidas preventivas necesarias. O no se han sabido tomar o no se ha tenido la determinación política necesaria para hacerlo, o no se han tenido los apoyos suficientes. Sea como sea, el resultado es que ahora vamos a encontrarnos de nuevo en una situación muy delicada.
El Gobierno no va a encontrar ayuda en la oposición y ni siquiera entre la mayoría de sus socios para sacar adelante las medidas que se necesita adoptar en la nueva situación: de racionalización, eficacia, equidad, transparencia, transformación y ayuda inmediata, mientras que Europa nos va a estar mirando -con toda la razón- para comprobar cómo se hacen las cosas y de qué manera se toman las decisiones. La única ayuda que puede recibir puede proceder de la sociedad y ahí es donde el Gobierno debería realizar con urgencia el esfuerzo que hasta ahora no ha hecho, o que sólo ha realizado de manera insuficiente. Un esfuerzo dirigido a conseguir complicidad y apoyo social y ciudadano y que obligue a los partidos de la derecha y a las fuerzas poderosas que los apoyan a llegar a los acuerdos de estabilidad y sosiego que son imprescindibles para salvar a España. Un esfuerzo, eso sí, que sólo se puede conseguir con información y transparencia, con liderazgo, con la verdad por delante y con hechos que demuestren que se sabe gestionar bien, con eficacia, lo más inmediato, además de hacer discursos ideológicos.
Si no cuenta inicialmente con el apoyo de las fuerzas políticas, el Gobierno debería concitar empuje ciudadano, acuerdos con los agentes sociales, con las empresas y sindicatos, con los grupos sociales y de influencia social y hacer que la ciudadanía, los intereses reales de la mayor parte de la sociedad -que ahora son los de anteponer la salvación de la economía y la sociedad a cualquier otro objetivo-, se impongan a los de quienes sólo buscan controlar la gestión del dinero público en su propio favor. Para ello, claro está, lo primero es que el Gobierno sea capaz de poner sobre la mesa un programa creíble de medidas inmediatas de gestión de la crisis que hasta ahora no ha terminado de ofrecer. Las improvisaciones y los parches ya no sirven. Y las grandes estrategias tampoco son muy útiles, por muy acertadas que sean, si la sociedad no las conoce y las hace suyas. Es imprescindible que los inmediatos Presupuestos frente a la situación de emergencia en la que estamos no se diseñen solamente para lograr superar de cualquier forma los trámites parlamentarios sino para que la ciudadanía los contemple como una palanca de salvación, como una respuesta efectiva a la crisis sanitaria y económica que consiga así la movilización, el empuje y el compromiso ciudadano, social y económico.
Los próximos Presupuestos Generales del Estado o se conciben y se aprueban con amplia mayoría como de salvación nacional o seguramente ni siquiera lleguen a aprobarse
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Artículos Un incendio a bordo
Un incendio a bordo
La editorial Flâneur acaba de sacar a la calle una versión en catalán (“Avís d’incendi”) del trabajo del sociólogo franco-brasileño Michael Löwy, anteriormente publicado en castellano. Se trata de una cuidada traducción, ricamente anotada, que nos permite adentrarnos en el pensamiento del filósofo marxista Walter Benjamin y, concretamente, en sus “Tesis sobre el concepto de historia”, un texto difícil y controvertido, escrito en 1940, poco antes de que, perseguido por la Gestapo, se suicidase en la localidad fronteriza de Portbou. Es este un buen momento para reencontrarse con Benjamin. La pandemia que sacude al mundo constituye el preludio de un período cargado de amenazas e incertidumbres: sobre la marcha de la economía, sobre el devenir de nuestras sociedades y de las democracias políticas, acerca de los equilibrios geoestratégicos o de la capacidad de nuestra civilización para evitar una catástrofe medioambiental de dimensiones planetarias. Queda muy atrás el optimismo de los años de la “gobalización feliz”, en que el capitalismo neoliberal, proclamándose vencedor sobre las utopías revolucionarias del siglo XX, decretaba el fin irremisible de la historia. El estrépito de las torres gemelas derrumbándose en el corazón de Manhattan agrietó aquella ensoñación. La quiebra de Lehman Brothers la hizo volar definitivamente en añicos. Con las heridas abiertas de las profundas desigualdades sociales que desgarran a las naciones, la pandemia nos aboca ahora hacia lo desconocido… mientras nos invade el sentimiento de que se avecinan tiempos de ira.
Decididamente, es un buen momento para redescubrir a Walter Benjamin, un pensador revolucionario cuyo propósito declarado era “organizar el pesimismo”. Pero, no como fuente de parálisis o desesperación, sino como incentivo para la acción transformadora frente a quienes llaman a confiar en el progreso, aquellos que afirman que el avance imparable de la ciencia y la tecnología acabará por imponer la racionalidad al mundo y aportar las soluciones que requiere la humanidad. Los hechos más recientes, las crisis y conflictos de nuestros días, militan poderosamente contra semejante ilusión. Sin embargo, en ausencia de una utopía vigorosa y enraizada entre las clases oprimidas, esa idea vuelve una y otra vez, atenazando muy en particular a las izquierdas. Mucho más de lo que ellas mismas son conscientes o están dispuestas a reconocer.
Daniel Bensaïd se refería a Benjamin como “el centinela mesiánico”. Y es que Benjamin, de manera original e intempestiva, introduce una potente carga teológica en el materialismo histórico. No sólo a través de evocadoras alegorías inspiradas en la tradición hebrea, sino mediante toda una concepción de la emancipación, de la memoria histórica y del tiempo propia del judaísmo. Benjamin pretendía sacudir el conformismo progresista, el positivismo y la convicción que se habían adueñado del movimiento obrero, llevándole a creer que el triunfo del socialismo resultaba históricamente ineluctable – ya fuese por la acumulación de reformas y conquistas, en el caso de la socialdemocracia, o por una insurrección victoriosa del proletariado, objetivamente inscrita en el propio desarrollo del capitalismo, en el caso del comunismo.
Los éxitos alcanzados por la socialdemocracia en las últimas décadas del siglo XIX y los albores del XX tuvieron como reverso de la medalla el desarrollo de un marxismo alejado de toda pulsión revolucionaria: parecía razonable pensar que “la vieja y probada táctica” permitiría seguir avanzando. Y que la contradicción entre las fuerzas productivas impetuosamente desarrolladas por el capitalismo y su organización social llevaría a un colapso sistémico… que se resolvería a favor de la clase trabajadora. La civilización humana seguiría así un curso lineal y lógico: del mismo modo que el capitalismo surgió de las entrañas del feudalismo, el socialismo nacería del régimen de la propiedad privada como su superación dialéctica y como la conclusión ineluctable del progreso histórico. Benjamin se rebela contra ese determinismo y contra esa concepción del progreso, a sus ojos determinantes en el desarme cultural de las izquierdas que propició la derrota sin combate de la clase obrera alemana ante Hitler. Para Benjamin, por el contrario, la historia humana es una larga sucesión de derrotas de los oprimidos, aplastados por “los carros victoriosos” de las clases dominantes. No estaría lejos, en ese sentido, de otros autores, como Silvia Federicci, que describe el advenimiento del capitalismo como el triunfo de la contrarrevolución sobre las aspiraciones de las masas plebeyas.
“Hay un cuadro de Klee – escribe Benjamin en sus Tesis – que se titula ‘Angelus Novus’. Representa a un ángel que parece estar alejándose de una cosa sobre la que fija su mirada. Tiene los ojos desorbitados, la boca abierta, las alas desplegadas. Ése es el aspecto que forzosamente debe tener el Ángel de la Historia. Su cara está vuelta hacia el pasado. Allí donde a nosotros se nos antoja una cadena de acontecimientos, él no ve sino una sola y única catástrofe que no deja de amontonar ruinas sobre ruinas, lanzándolas a sus pies. Quisiera retrasar su vuelo, despertar a los muertos y recomponer cuanto ha sido destrozado. Pero desde el paraíso sopla una tempestad que ha quedado atrapada en sus alas, con tal fuerza que no puede replegarlas. Esa tempestad le empuja irresistiblemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras ante su atónita mirada las ruinas se acumulan hasta alcanzar el cielo. Esa tempestad es lo que llamamos progreso”.
Sólo el levantamiento de los oprimidos, desde Espartaco a las revoluciones modernas, pasando por las guerras campesinas, interrumpe por momentos ese trágico devenir histórico. No hay que olvidar en ningún momento la lucha de clases. Cada monumento civilizatorio es a su vez un monumento a la barbarie. Cada conquista cultural se levanta sobre el trabajo y el sacrificio de una multitud de olvidados. La revolución socialista es un deber de redención hacia los vencidos de todos los precedentes combates por la emancipación. El materialismo según Benjamin necesita recuperar de la tradición judía el deber de memoria: el pasado revive en los nuevos combates, los inflama y los proyecta hacia adelante. El tiempo es dialéctico. La misma tradición hebrea que, a cada paso, a través de cada celebración, inscribe el pasado en la vivencia de la actual generación, prohíbe tratar de adivinar el futuro. Y es que el futuro está siempre en disputa. No está escrito de antemano, ni se desprende automáticamente de las condiciones del desarrollo histórico, por mucho que éstas establezcan un marco general de posibles alternativas. Depende de múltiples variables, en primer lugar de la lucha social y política. Trotsky decía que el pronóstico marxista siempre es alternativo: “o bien… o bien”. Benjamin, con su peculiar enfoque, nos diría que “el Mesías – el levantamiento del proletariado – puede entrar en cualquier momento por la puerta estrecha de Jerusalén”, que la hipótesis revolucionaria habita todos los instantes. Y que puede encontrar inopinadamente su oportunidad, abrirse paso a través de una grieta en el orden establecido.
El pesimismo de Benjamin es, pues, todo lo contrario del fatalismo. Es una revuelta contra el determinismo y contra ese culto al progreso que desarma a los oprimidos. El desarrollo de las fuerzas productivas, los avances prodigiosos de la ciencia y la tecnología, no garantizan por si mismos la salvación de la humanidad. Bajo el régimen capitalista, todo ese potencial puede convertirse en una colosal fuerza destructiva. La historia del siglo XX, bajo el sello indeleble de Auschwitz e Hiroshima, así lo demuestra. Una fuerza destructiva también de la naturaleza, que la concepción “progresista” de la historia, recuerda de modo pertinente y premonitorio Benjamin, es vista como algo inerte, maleable a voluntad y disponible para una explotación sin límites.
Benjamin reprocha a la izquierda de su tiempo no haber comprendido el significado del nazismo. Una interrupción pasajera de la marcha de la civilización, una anomalía, a ojos de la socialdemocracia. Un contrasentido insostenible en Alemania, la nación más culta e industrializada de Europa – “después de Hitler, Thälmann” -, para el KPD. No, el nazismo no significaba en modo alguno un retorno al pasado. Era, por el contrario, un genuino producto de la modernidad: la realización de la barbarie a través de los métodos de organización y producción industrial más avanzados; el modo extremo en que el capitalismo más desarrollado resolvía las violentas contradicciones acumuladas en sus entrañas.
El discurso de Benjamin era, efectivamente, un “aviso de incendio”, un llamamiento a la recuperación de la utopía que animaba a los primeros socialistas, aquellos que en junio de 1830 disparaban al unísono contra los relojes de París como queriendo detener el tiempo de los poderosos e iniciar una nueva era; aquellos que, como el siglo XIX entero, vibraban con la voz de bronce del libertario Auguste Blanqui – el líder carismático y experimentado que, decía Marx, hubiese necesitado la Comuna de París. Insuflar espíritu revolucionario en un materialismo histórico rutinario y enmohecido, incapaz de iluminar el camino de la emancipación, he aquí el deseo de Benjamin. La catástrofe había empezado cuando redactó sus Tesis: la derrota de la República española y el pacto germano-soviético habían dado paso ya a la guerra. Su “Angelus Novus” aún había de contemplar horrores inauditos. Sin embargo, a pesar de la lejanía en el tiempo y los acontecimientos acaecidos desde 1940, las advertencias del filósofo resuenan hoy con inusitada actualidad.
En su época, el fascismo y la guerra surgieron como la expresión bárbara del “progreso” frente a los intentos fallidos de la clase trabajadora de interrumpir su marcha arrolladora. Hoy, la posmodernidad, que prometió cerrar para siempre “las puertas de Jerusalén”, amenaza a la humanidad con nuevas catástrofes. La crisis del orden global desata nuevas tensiones entre las grandes potencias. Las democracias liberales se ven sacudidas por el ascenso de movimientos nacionalistas y populistas, alimentados por la desazón de las clases medias. El cambio climático es ya una realidad en marcha. Llegan tiempos de disyuntivas. El pronóstico de su desenlace es, una vez más, alternativo. La izquierda tiene la obligación de ser pragmática y realista: se anuncia un vasto combate para preservar derechos sociales y libertades duramente conquistados, para defender la democracia y su desarrollo cooperativo y federal a todos los niveles: en España, en Europa y más allá. Pero la propia eficacia de tal esfuerzo dependerá de la capacidad de esa izquierda para contemplar la historia desde el punto de vista de los vencidos. Su hora vendrá. Entretanto, el “centinela mesiánico” advierte a nuestra generación que se ha declarado un incendio a bordo y urge organizar el pesimismo.
Lluís Rabell
15/08/2020
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Artículos Sócrates en el Raval
Lluis Ravel
Con la publicación de “Responsabilidad personal y colectiva”, la editorial Página Indómita nos propone unos interesantes textos de Hannah Arendt, correspondientes a sendas conferencias pronunciadas por la pensadora alemana en 1964 y 1968. Se trata de una reflexión no solo vigente, sino sumamente oportuna. Porque, tal como dice la presentación de estos ensayos, “asistimos a un retorno de la tentación autoritaria”. Pero también porque seguimos prisioneros del Zeitgeist de la posmodernidad, ese tiempo muerto de la Historia en que sus aguas, estancadas, son propicias a la descomposición de los valores universales y la consciencia humana; un momento en que el naufragio de lo colectivo, lejos de potenciar la responsabilidad individual, la diluye en un relativismo general.
Hannah Arendt plantea la cuestión transcendente de esa responsabilidad tras la experiencia definitiva que supuso el surgimiento del régimen nazi, bajo el cual “todo acto moral era ilegal y todo acto legal era un crimen”. ¿Quiénes, en tales condiciones, rehusaron colaborar con la violencia totalitaria, aunque muchas veces no pudiesen enfrentarse abiertamente a ella? Aquellos “que se atrevieron a juzgar por sí mismos, y que fueron capaces de hacerlo no porque dispusieran de un mejor sistema de valores o porque los viejos criterios del bien y del mal permanecieran firmemente asentados en su mente y en su conciencia. (…) Esos hombres se guiaron por otro criterio: se preguntaron en qué medida podrían seguir viviendo en paz consigo mismos después de haber cometido ciertos actos. (…) También escogieron morir cuando se les intentó obligar a participar. Por decirlo de forma cruda, se negaron a asesinar, y no tanto porque todavía se aferrasen al mandamiento ‘No matarás’, sino porque no estaban dispuestos a convivir con un asesino – ese en el que ellos mismos se convertirían en caso de ceder”.
El pensamiento socrático palpita en esas consideraciones, esbozando así una de las potencialidades más nobles de la condición humana: “Es preferible padecer una injusticia a cometerla”. Una aseveración filosófica cuya correcta lectura no es la mansedumbre o la pasividad ante la injusticia, sino todo lo contrario. Pero, ¿en qué condiciones y por qué razón se manifiesta ese generoso impulso “en muchas personas, pero no en todas”, como nos advierte Hannah Arendt? Me atrevería a responder evocando una anécdota de mi infancia que, a pesar del tiempo transcurrido, permanece viva en el recuerdo.
Nací y pasé mi infancia en casa de mis abuelos maternos, en el viejo barrio barcelonés del Raval. Era un exiguo piso de alquiler que compartían con mis padres. A mediados de los cincuenta, los tiempos eran aún difíciles para las familias trabajadoras. Todavía resonaban, cercanos, los ecos de la guerra. Había mucho miedo y penurias. El desarrollismo que, a lo largo de la siguiente etapa del régimen franquista, propiciaría la eclosión de una nueva clase media urbana aún no había empezado. A la sazón, mi padre luchaba por abrirse paso con sus hermanos en un taller, y el salario principal lo ingresaba mi abuelo, mecánico en la compañía municipal de autobuses. Sin llegar a la privación, la economía doméstica era necesariamente austera. Remanente de los momentos más sombríos de la posguerra, en la galería interior de aquel cuarto piso llegamos a criar gallinas y conejos, destinados al troque o al propio consumo. No era ninguna rareza por aquel entonces, y Joan Manuel Serrat inmortalizaría esa circunstancia en una de sus canciones, “Temps era temps”.
Pues bien, he aquí que un día mi abuelo llegó a casa desconcertado. Acababa de cobrar su salario. Pero, volviendo del trabajo, se encontró por el suelo, en la calle, un sobre a nombre de un tal Fernández, que contenía así mismo una paga en efectivo. Normalmente, se cobraba por semanas, y el salario, en billetes y monedas, acostumbraba a meterse en unos sobres de papel recio y marrón. El caso es que no había ninguna dirección, ni referencia de la empresa donde trabajase el tal Fernández. El suceso provocó un cierto debate familiar. ¿Qué hacer? Mi abuelo sostenía que había que encontrar la manera de devolver aquel sobre a su dueño: “Es el salario de un trabajador. Este dinero lo echarán en falta en una casa como la nuestra”. La abuela convenía en ello. Pero, ¿cómo dar con una persona desconocida, de la que no teníamos dato alguno? Después de dar varias vueltas a la cuestión, el abuelo consideró que lo mejor sería llevar el sobre a la policía. Ese gesto que hoy en día podría parecer banal, distaba mucho de serlo en aquellos tiempos. Visitar una comisaría no era plato de buen gusto para nadie – y menos para alguien como mi abuelo, antiguo afiliado al sindicato de transportes de la CNT, que se había salvado por los pelos de ser fusilado en el Campo de la Bota cuando las tropas “nacionales” entraron en Barcelona. Mi abuela, una mujer realista y curtida por la vida, que a la temprana edad de once años había empezado a trabajar en una fábrica textil, no era menos desconfiada respecto a la policía: “No seas loco. Esa gente no se molestará en buscar a nadie. Se van a pulir el dinero entre ellos… ¡y aún gracias si no se meten contigo!”. El argumento no era baladí. A pesar de ello, armándose de valor, el abuelo decidió llevar el sobre a la comisaría del barrio. Tardó un buen rato en volver a casa, donde se le esperaba con inquietud. “¿Qué ha pasado?”, preguntó su mujer al verle llegar.
“Pues que Fernández esta semana no cobra”, respondió el abuelo, mientras encendía pausadamente un “Celtas” corto que se antojaría pura dinamita a cualquier garganta de la actual generación de fumadores. Efectivamente, la intuición de la abuela resultó cierta. En comisaría, las preguntas habían llovido en un crescendo amenazador: “¿Dónde ha encontrado usted ese sobre?”, “¿Acaso lo ha abierto?”, “¿Se ha quedado con parte de su contenido?”, “A lo mejor lo ha robado y viene a la policía a blanquearse o a buscar una recompensa”, “Habría que ver si tiene usted antecedentes…”. El abuelo captó perfectamente el mensaje: mejor largarse a casa calladito y olvidarse de un dinero que, desde luego, nunca volvería a manos de quien lo había extraviado.
“¿Lo ves? ¿Qué te decía yo? ¿A quién se le ocurre tener tratos con la policía?”, refunfuñaba la abuela, reponiéndose de su angustia. El abuelo se sentó en un rincón del comedor. “Sí, yo también me temía algo así. Pero había que intentarlo. ¿Y sabes qué? Ahora pillaré media barra de pan y una lata de sardinas. Con eso y un trago de vino, me quedaré tan a gusto. Si hubiésemos ido a cenar por ahí, gastándonos el dinero de ese pobre hombre, la comida me hubiese sentado mal”. Sócrates nunca salió de Atenas. Seguramente habría sonreído mientras bebía su cicuta de haber sabido que, más de dos mil años después, al otro extremo del Mediterráneo, iba a tener un émulo como mi abuelo.
Sin embargo, había mucho más que una actitud “socrática” en aquel comportamiento – alejado, por otra parte, de cualquier épica, y que tampoco cabría comparar con las penalidades y sacrificios que arrostraron tantos luchadores antifranquistas. La solidaridad con un desconocido, aún a costa de asumir ciertos riesgos, porque era alguien como nosotros, no caía del cielo, ni brotaba por casualidad de un corazón bondadoso – y el de mi abuelo, ciertamente, lo era. Había en ese gesto el eco de la profunda fraternidad de clase con que las luchas del movimiento obrero habían impregnado la ciudad de su juventud.
En nuestros días, bajo la hegemonía del pensamiento neoliberal, cuando el mercado irrumpe avasallador en todos los ámbitos de la vida, hablar de moral se ha tornado una ridiculez. Incluso en amplios sectores de la izquierda la invocación de los valores que deberían guiar nuestra conducta es acogida con una aviesa sonrisa. El capitalismo, en efecto, no tiene moral. La clase trabajadora, sin embargo, sí que necesita una. Porque la meta del socialismo es una perspectiva para el conjunto de la humanidad. Y porque, más allá de las configuraciones que las sucesivas mutaciones del capitalismo imponen a la organización – sindical, política, asociativa… – del proletariado, éste necesita cohesionarse en torno a una moral que surge de su propio movimiento y se desprende de sus objetivos emancipadores. Necesita la verdad, porque quiere cambiar el mundo. Necesita la solidaridad para unir a los oprimidos. Debe abrazar la ciencia, el arte, la cultura y todas las conquistas del conocimiento humano, porque sobre esos cimientos habrá que edificar un nuevo mañana. Necesita apelar al esfuerzo colectivo y al espíritu de sacrificio. Y necesita – escribía Trotsky en “Su moral y la nuestra” – hacer acopio de “toda su fuerza, toda su resolución, toda su audacia, toda su pasión, toda su firmeza…”, pues “la burguesía imperialista observa aún menos que su abuela liberal las normas absolutas kantianas. (…) Su último recurso es el fascismo, que reemplaza los criterios sociales e históricos por criterios biológicos y zoológicos…”. A pesar de la distancia, esas palabras conservan todo su vigor. El desarrollo histórico que hemos conocido bajo el signo de la globalización ha creado las condiciones de un prodigioso salto hacia delante de nuestra especie… al tiempo que acumulaba las condiciones de una regresión civilizatoria y una catástrofe ecológica de dimensiones planetarias. Ante los tiempos que se avecinan, la clase trabajadora necesita más que nunca reconstruir su utopía y tejer los hilos de su propia moral. Con la firme oposición de Sócrates a toda injusticia. Con la sabiduría de Atenea y su conocimiento de la realidad. Enterrando definitivamente la posmodernidad y su individualismo sacralizado, expresión cultural del dominio del capitalismo financiero sobre el mundo. “No vivimos nuestra vida en solitario, sino entre nuestros semejantes – nos recuerda Hannah Arendt. Y la facultad de actuar, que es al fin y al cabo la facultad política por excelencia, únicamente puede hacerse realidad en alguna de las muy diversas formas de comunidad humana”.
Lluís Rabell
26/08/2020